– Más tarde me enteré de que habías puesto un negocio. Yo supuse que aquella nueva faceta tuya era un capricho de mujer inquieta.
Marina sonríe. Piensa en los inicios de aquel trabajo suyo. Era evidente que la gente «no sabía». Era evidente que nadie sospechaba lo que se ocultaba tras aquel capricho suyo de «trabajar».
– Después tu nombre fue saltando de año en año. Se hablaba de ti como podía hablarse de una estrella fugaz o de un cometa: algo que se evapora.
– Me retiré -dice ella-. O tal vez me retiraron. No lo sé: Cuando los barcos zozobran, la gente huye de ellos.
Germán la observa en silencio. El rostro de Marina ha vuelto a palidecer. Pide un ciga-rrillo y lo enciende.
– Nunca imaginé que trabajaras por necesidad -murmura él.
– De cualquier forma, no puedo quejarme. Salí adelante.
– ¿Te ayudó alguien?
– Sí; Pascual Ordóñez.
También Germán enciende un cigarrillo. La respuesta de Marina lo desconcierta.
– Era el único amigo que conocía la verdad de mi situación -aclara ella-. Al cabo de cuatro años, pude devolverle todo el dinero que me había prestado.
Germán aspira el humo con fuerza. Dice sin mirarla:
– Debió de ser una época difícil para ti.
– Lo fue. La muerte de Rogelio me pilló agotada. Su enfermedad fue larga.
– ¿Cuánto duró?
También Marina fuma nerviosa; también ella aspira el humo, con avidez. La pregunta de Germán la estorba, pero no la rehuye:
– Tres años.
Germán frunce el entrecejo. Está a punto de comprender.
– ¿Por qué no me dijiste que era eso?, Marina se pasa la mano por el cogote. La nuca le duele. Suele ocurrirle eso cuando se pone en tensión. Súbitamente recobra aquellos tres años de lucha. Los siente clavados en la tensión del cuello.
Germán comprende que sus lagunas se achican. El silencio que media entre ambos, las está achicando.
– Fueron tres años difíciles -dice ella.
Después había venido el reposo. Aquel reposo que la había convertido en fantasma de sí misma y que la obligaba a ocultarse, como se ocultan los leprosos o los criminales.
– Aquella madrugada en Niza, cuando me separé de ti y entré en el hotel -explica ella-, el conserje me salió al paso para entregarme un mensaje urgente. Habían llamado por teléfono desde España.
Había sido lo mismo que recibir un latigazo en pleno rostro. No pensó en Rogelio. Pensó en sus hijos: Rogelio jamás entraba en el cálculo de posibilidades adversas. Rogelio era, para Marina, como una roca invencible.
Pero Rosario insistía: «Tu marido está muy mal, muy mal… Lo han trasladado desde el barco a Barcelona…» Y su voz llegaba hasta Marina en oleadas de rencor. Rosario «quería saber» dónde se había metido durante toda la noche: «El conserje me ha asegurado que no estabas en el hotel…» Y el conserje la miraba con cierto placer morboso en las pupilas, satis-fecho por haber destruido, durante unos instantes, la monotonía de su aburrida guardia noc-turna.
Y Marina se sentía atrapada en aquella felicidad recién estrenada que se le iba marchi-tando sin remedio.
– Tuve que salir de Niza aquella misma mañana -sigue explicando Marina-. Subí a la habitación para hacer las maletas… Tina me esperaba allí. También ella quería saber dónde me había metido…
Fue preciso explicárselo. Fue preciso suplicarle a Tina que la ayudara. Y Tina había fin-gido ayudarla.
– Cuando llegué a España, Rosario hincaba la uña. Tina salió en mi defensa. Dijo que habíamos estado juntas durante toda la noche Y yo le agradecí que se solidarizara conmigo.
Marina aplasta su cigarrillo contra el platillo del café. Las uñas se le quedan blancas. Luego, cuando posa la mano en el mantel, recuperan su color.
Germán fuma con avidez; cuando expele el humo, produce la impresión de que flagela el aire.
– Aquel amasijo de mentiras me avergonzaba… Germán, sin embargo… todavía no me apeaba, todavía me veía incapaz de renunciar a ti.
Cierra los ojos. Deja que el pasado la arrolle. Recuerda el lastimoso estado de su marido cuando ella entró en el cuarto: los cercos de sus ojos, la palidez de sus labios… la expresión de su mirada (por primera vez asustada, por primera vez humilde) y ve su mano tendida hacia ella, y le oye repetir: «Gracias a Dios que has venido, Marina.»
– Al principio nadie creía que estaba realmente enfermo. Todos, hasta él médico, supo-níamos que se trataba de una indisposición pasajera: «Demasiado sol…», decían. Pero al cabo de una semana, llegaron los análisis, las pruebas… Y supimos que no había solución para él. Recuerdo que aquel mismo día tú llamaste por teléfono.
Germán deja de fumar. Posa su mano sobre la de Marina:
– Debiste decírmelo. Yo hubiera comprendido.
– No, Germán. Era demasiado expuesto. Además… Rosario me había hecho jurar so-lemnemente que nadie, salvo los médicos, debía conocer la verdad. Pasara lo que pasara, Ro-gelio debía ignorar su estado.
Había sido una escena dura: Rosario no quería admitir lo que los médicos aseguraban. «Rogelio no puede morir. Es demasiado joven. Los hombres como él no mueren tan fácilmen-te.»
Quizá tuviera la impresión de que, rebelándose contra el destino, podía llegar a vencer-lo. Aseguraba que la ciencia había adelantado mucho en los últimos años y que las neoplasias podían combatirse con grandes probabilidades de éxito. «Viajaremos: buscaremos lo que ha-ga falta, recurriremos a quien sea… Pero Rogelio debe vivir. Lo esencial es que nadie se entere que nadie sospeche lo que está pasando.»
– A veces, cuando Rosario me hablaba, me parecía que, en efecto, Rogelio podía salvar-se. Todo era cuestión de entregarnos totalmente a su curación. -Marina retira su mano, vuelve a acariciar su nuca-. Fue una época difícil, muy difícil…
Había sido duro vivir año tras año con la continua fatiga de esperar contra toda lógica, a empellones de mentiras piadosas y de rencores aplacados. Era duro fingir serenidad y saberse arrastrada por el torbellino de la desesperación, y estar alegre para no despertar sospechas y ver la horrible transformación de aquel hombre, sin poder evitarla, pero actuan-do como si ya todo se hubiera evitado.
– Fui sorteando la situación lo mejor que pude hasta que recibí tu carta.
Había sido la encrucijada de Marina. Todo, en aquellos momentos, dependía para ella de aquella carta. Comprendió que si la abría, si leía su contenido, estaba perdida. Lo que hasta aquel momento había sido posible, comenzaba a tambalearse gracias a aquel pedazo de papel que tenía un sello ladeado.
Durante unos instantes estuvo a punto de abrirla, de comunicarse con él otra vez… Recordaba el desprecio de Rogelio, su constante empeño en alejarse de ella, la famosa frase que tanto la había desorientado: «Si tú me dejas en paz, yo no voy a inmiscuirme en tu vida privada…» Y el permiso: el triste y vergonzoso permiso para tratar a Germán, para querer a Germán… «No vamos a ser el único matrimonio que acepta esas condiciones…» Todo le golpeaba el cerebro, todo se aliaba para inducirle a que abriese la carta.
– Pero tuve miedo. Un miedo horrible de todo: de mí, de ti, de no saber dominarme, de no tener fuerzas para soportar lo que me esperaba…
Sin embargo, no la había destruido en seguida. La guardó en un cajón, la dejó allí, no sabía por qué: sometida a una tregua absurda.
– Y se lo conté a Tina. No pude evitarlo. Necesitaba desahogarme con alguien para que me ayudara.
– ¿Cómo reaccionó?
– Ella ignoraba la gravedad de Rogelio. Me dijo: «No seas tonta, ábrela. No la contestes si no quieres, pero ábrela.» Tenía curiosidad por saber lo que tú habías escrito… Pero no le hi-ce caso.
Germán se lleva la mano a la frente:
– ¿Te das cuenta del peligro que corrías?
Marina asiente. Explica luego:
– Un día Rogelio me habló de Tina. Me dijo textualmente: «Tina no merece tu amistad. No tiene derecho a poner los pies en esta casa.» Me quedé perpleja. Rogelio llevaba mucho tiempo sin atacar a Tina. No comprendía aquel cambio tan brusco.