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– Últimamente pisaba firme -sigue explicando Marina-. Todo lo aceptaba con gran serenidad. Si fuera posible decir que Dios «tienta», la definición exacta sería ésa: Rogelio parecía caer en la tentación de Dios.

– Eso suena a herejía -bromea Germán.

– Pero no lo es: cuando uno comprende que lo ha perdido todo, cuando de pronto sabe-mos que nada es ya posible, salvo esperar la muerte… Dios interviene, Germán, te lo aseguro; se mete en nuestra vida, se apodera de ella, nos rescata…

– Comprendo -dice él-; también a ti te ocurrió lo mismo.

– Con una diferencia -aclara ella-. Rogelio descubrió a Dios cuando iba a morir… A mí, en cambio, me quedaba una vida larga por delante.

Había sido aquella posibilidad lo que más la había hundido. No podía soportar la idea de vivir metida en aquella oquedad suya, más sórdida aún que la propia muerte.

– ¿Sabes una cosa, Germán? A veces la salud puede ser más cruel que la enfermedad.

Y recuerda cuánto había llegado a agobiarla aquella inalterable «salud» suya. Se ve de nuevo frente a aquel camino larguísimo, agrietado y polvoriento, percibiendo la obligación de recorrerlo, espoleada por aquella salud inquebrantable que algunos consideraban privilegiada.

– Es un contrasentido sentirse tan muerta con un cuerpo lleno de salud.

– ¿Fue la muerte de Rogelio lo que te dejó tan abatida?

– Tal vez… Ocurrieron muchas cosas… Y él ya no estaba para defenderme.

– ¿Defenderte? ¿De qué?

Marina no responde. Quisiera evitar la respuesta. Piensa que, efectivamente, hay mu-chas clases de cruces y que la «salud» puede llegar a ser una de ellas.

– ¿Tan grave era?

Marina asiente. Y recuerda: habría sido inútil luchar contra todo lo que vino después. Era lo mismo que verse, metida en un túnel sin salida.

El mundo se oscurecía, se convertía en un pequeño Apocalipsis… La alegría había dejado de tener sentido. Todos los motivos alegres iban hurtándose a su paso. Se hubiera dicho que se ponían de acuerdo para abandonarla… para dejarla en la oquedad más absoluta.

– A veces creía que no podría resistir, que mi salud iba a quebrarse… Pero el dolor no mata, Germán: al contrario, yo creo que refuerza…

Enflaquecía: eso sí. Y Pascual Ordóñez le decía: «Pásate por mi consulta… así no puedes continuar, Marina,» Y ella pensaba: «Quizá tenga razón, quizás he caído enferma…» Pero su esperanza duraba poco: «Sólo disgustos: ésa es tu enfermedad…» Y ella regresaba a su casa con la salud a cuestas, como si subiera al Gólgota.

– Y acabé por acostumbrarme. El hombre, ya lo sabes, es un animal de costumbres… Me acostumbré al dolor, como algunos se acostumbran al bienestar.

La sonrisa de Marina se diluye en las gafas de Germán.

– ¿Y luego?

– Encontré a Dios.

– ¿Fuiste feliz?

– Tuve paz.

De nuevo una tristeza grande cae sobre ellos. Marina reacciona. Se estremece. Germán comenta:

– Está haciendo mucho frío.

– Efectivamente -responde ella-. Parece que este año no vamos a tener primavera.

18

– Ahora ya lo sabes todo -dice Marina después de un lapso breve-. Supongo que habrás comprendido mi silencio.

– No -protesta él-. Creo que sé menos que nunca…

Marina intenta tomar a broma la salida de Germán. Finge reír y piensa: «Me veré obli-gada a decírselo.»

– Todavía no me has explicado por qué tu abogado te aconsejó que renunciaras al plei-to… ¿Qué ocurrió cuando Rogelio hubo muerto?

Lo pregunta bruscamente, casi con ira: no admite la impavidez de Marina.

– ¿Qué importa ya todo? -pregunta ella-. Ha transcurrido tanto tiempo…

Germán piensa. Seguramente recuerda detalles significativos que han destacado a lo largo de su conversación. Vuelve a preguntar:

– ¿De qué te acusaban?

Marina no responde. Tampoco lo mira. Tiene esa pregunta metida en la sangre. La sien-te fluir por las venas como un cuerpo extraño que acelerase sus latidos. Pero ya no puede contestarle a Germán lo que le ha dicho antes: «Piensa de mí lo que se te antoje.» Germán sabe demasiado para inducirlo a error.

– Te he explicado todo lo que sé relaciona contigo. ¿No te basta?

– No. No me basta. Quiero más. Te lo he dicho mil veces: soy curioso.

Ya no impone. Casi suplica.

– ¿Qué hora es? -pregunta ella.

Germán consulta su reloj: Las cuatro y media.

– Antes de dos horas hay que estar en el aeropuerto -Lo sé -dice él-, procura darte prisa. -¿Y si me negara? -Perdería el avión.

– Decididamente tu curiosidad es patológica. No sabe cómo salir del atasco. Se concede una tregua: abre su bolso y extrae la polvera. El espejo acusa un rostro cansado, encendido y temeroso. Dice, mientras se empolva la nariz:

– Conforme: voy a explicártelo todo. -Recuerda que no valdrán subterfugios -advier-te él-. Quiero la verdad.

– La verdad -repite ella. Y mira hacia el fondo del comedor, como si mirase un hori-zonte lejano-. Hay cosas que ni siquiera yo misma he podido saber con exactitud…

Guarda la polvera. La mujer de enfrente se levanta, encoge el estómago, estira su jersey y se dispone a marchar. El hombre que la acompaña parece satisfecho. Los dos caminan hacia la salida, el paso tardo, la gula satisfecha y probablemente la digestión difícil.

– Quizá podamos descifrarla entre los dos -propone él.

– No -dice Marina-, hay interrogantes que jamás podrán convertirse en afirmaciones. Se las llevan los muertos antes que se transformen.

Se nota acorralada: ya no puede dar marcha atrás. Lo que tanto venia temiendo, ha lle-gado. Se pregunta cómo va a reaccionar Germán cuando lo sepa. Quizá ni siquiera se inmute. Las piedras del río, a fuerza de agua, acaban por redondearse.

Ahora que ya casi todo ha sido dicho, no comprende por qué motivo se ha empeñado tanto en callar aquel episodio. Tal vez por amor propio. Acaso para no mostrarse derrotada ante Germán… «No -se dice a si misma-, lo he hecho para no preocuparlo, para no herirlo, para no avergonzarlo…»

Pero se tranquiliza pensando que los años también alisan los relieves, lo que fueron colinas se vuelven planicies: de todo aquel revuelo sólo queda el eco de un batir de alas…

Evoca la inscripción de la pitillera: «A Germán, de Vilana.» ¿Qué puede importarle a ese Germán (el Germán de Vilana) lo que pudo ocurrirle a Marina (la Marina de nadie) cuando el pasado era presente? ¿Quién es ya aquella Marina para este Germán?

– ¿Por qué sonríes?

– Pensaba.

– ¿En qué?

– En los paréntesis. Verdaderamente los paréntesis no son perjudiciales.

– No te entiendo.

– Me refiero a nosotros. A nuestra situación, a lo que somos… En el fondo, ninguna con-fidencia puede ya alterarnos. Será lo mismo que ver el pasado reflejado en el espejo de un río… El agua se lo llevará pronto.

Mira hacia el hueco que ha dejado la mujer gorda. Apenas queda gente en el comedor. Allá lejos el camarero los observa con indiferencia.

– Empezó todo el día que murió Rogelio. Fue una muerte tranquila -dice-. Dejó de existir poco a poco, sin abrumar a nadie, sin dar muestras de sufrir: envuelto en aquella extraña resignación que venía arrastrando desde que cayó enfermo…

Ni una sola vez había pronunciado la palabra muerte -piensa Marina-. Se hubiera dicho que no temía el fin, o que la muerte fuera para él como un premio. Y se ve otra vez junto a la cama de su marido, sosteniéndole la mano, contemplando sus párpados cerrados y escuchando el estertor rasposo que salía de su boca.

También ve a Pascual Ordóñez; un Pascual Ordóñez ajeno al que «animaba y reía», contemplando el cuerpo del moribundo con el desaliento de los que se saben ya ineficaces. «Se acabó, Marina; ya no podemos hacer nada.» Y la humedad de sus ojos parecía destilar imposibles.