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Y recuerda que ella, en aquellos momentos, había pensado: «Pascual se equivoca: todavía puede hacerse algo. Yo puedo hacerlo… Puedo prolongar su existencia: hablar por él, actuar por él, dedicar el resto de mi vida a mantener su memoria.» Era una forma de obligar a Rogelio a que continuase con vida, a que perdurase más allá de su muerte. El único que había muerto era el Rogelio de antes, aquel a quien ella nunca había comprendido: el que durante años y años venía mostrándole la sordidez de los convencionalismos y de las bajezas ocultas.

Y repasa las reacciones de todos. No hubo escenas melodramáticas ni gestos grandi-locuentes. Lloraron los niños, lloró ella, lloraron los amigos: aquellos amigos «que no sabían», que «si hubieran adivinado…». Se les iba todo en disculpas: «¿Quién podía imaginar lo que estaba pasando? Lo llevabais tan callado…» Y desfilaban ante el cadáver, cumpliendo con el rito de la amistad compungida: correctamente, haciendo la señal de la cruz a toda prisa, recatados, circunspectos, golpeando cariñosamente la espalda de Marina mientras repetían tópico tras tópico: «Resignación: era un hombre excepcional… Te quedan tus hijos: aférrate a ellos, Marina: has de vivir para ellos.»

Había también los insatisfechos; los que se enfadaban por haberles hurtado la posibilidad de mostrar mayor interés; los que reprochaban, dolorosamente ofendidos, el que no se les hubiera advertido a tiempo, cuando todavía hubieran podido «comportarse como amigos». Y se lamentaban: «A un amigo no se le hace esa faena…»

También aquel tipo de gente lloraba: acaso con más brío que nadie. Y pedían pañuelos «porque el suyo estaba ya mojado»… Y recalcaban su enfado tercamente (como un niño recalca el escamoteo de un caramelo) para que la familia se percatara de lo mucho que lo querían; del gran vacío que había dejado… Pero agradeciendo sin duda a Marina que les hubiera dado la oportunidad de enfadarse, porque visitar enfermos era una de esas tareas que nadie realizaba a gusto.

Luego decían: «Un santo. Eso era: un santo.»

Pero hubo un rostro sin lágrimas. Parecía como si, de tanto llorar cuando Rogelio aún vivía, se le hubieran acabado todas.

– Hasta aquel día -refiere Marina-, yo jamás había pensado en lo que podía ocurrir-me cuando Rogelio muriese…

Empezó a temer en cuanto se fijó en la sequedad de aquellos ojos. Eran desconcertantes. Se parecían a los de Rogelio cuando la miraban con desprecio o cuando le echaba en cara «la educación de sus hijos».

– De pronto, sin saber por qué, tuve miedo de Rosario… Adoptaba una actitud extraña, hostil. Mientras Rogelio vivía, todavía actuaba con cierta medida… Luego, en cuanto se vio dueña de la situación, cambió radicalmente.

La recuerda ahora vagando por la casa, imponiéndose, dando órdenes, adjudicándose el derecho a mandar, a decidir, a tomar la iniciativa de todo… No parecía la misma mujer. Era como una Rogelia envejecida, enérgica, con su carga de despotismo innecesario y sus pullas hirientes, parecidas a las de su hermano cuando todavía no estaba enfermo.

Incluso solía repetir la odiosa frase: «La gente dice…» como si la voz de Rogelio se hubiera metido en la suya.

– Yo no comprendía aquel cambio -sigue diciendo Marina-. Era verdaderamente desconcertante. De repente rompía a citar «vergüenzas» ocultas, que no concretaba, «men-tiras añejas» que no definía… Se lamentaba, sin motivo alguno, de infortunios familiares y cuando me dirigía la palabra, lo hacía en tercera persona, como si yo no estuviera delante, co-mo si no se refiriese a mí, sino a otra mujer… Lo peor era verla tan rígida, tan poco afectada, tan seca de ojos.

Marina vuelve a sorber agua. De nuevo tiene la impresión de que aquella sequedad se ha apoderado de la concavidad de su boca.

– Yo pensaba: «La muerte de Rogelio la ha trastornado.» Pero había otros síntomas alarmantes: también el resto de la familia actuaba de un modo extraño. Todos me miraban como si yo fuera una intrusa, una especie de «querida» de mi marido, que, por el hecho de haber quedado viuda, nada debía esperar.

Evoca infinidad de detalles que la habían hecho sufrir: aquel callarse repentinamente cuando ella irrumpía en una habitación. Aquel hablar en voz baja entre ellos, mientras la miraban de reojo. Aquel maliciar sospechas cuando Marina se dirigía al teléfono, o daba una orden a los criados, o se metía en el cuarto para descansar.

– Es evidente que en la Cataluña de aquella época existía una gran tendencia a consi-derar a la mujer como una concubina de preferencia: se la toleraba mientras el hombre vivía. Luego, la cosa cambiaba.

Marina se pinza el entrecejo: tiene la sensación de que el recuerdo se le centra ahí; agudo, más doloroso que nunca.

– Al cabo de unos días, después de los funerales, la familia de Rogelio me convocó en el salón de estar. Todos los Cebrián importantes me esperaban allí; enlutados, graves, severos… La tía Felicitas, el tío Lorenzo, los primos mayores… Era una nutrida y solvente represen-tación de la firma… Mis hijos habían sido excluidos: todavía eran menores, todavía no tenían voz ni voto. Me presentaron a un señor que yo jamás había visto. Me dijeron: «Es un amigo incondicional de la familia.» Luego supe que era el juez -traga saliva, respira hondo y prosigue-. Rosario estaba sentada en el sillón rojo. Tenía la mirada extraviada, pero fingía contemplar los abetos del jardín.

Germán murmura algo que Marina no entiende. Es una palabra de sonido áspero. Mari-na no le pregunta lo que ha dicho. Probablemente Germán no iba a repetirlo.

– Te confieso que me sentía igual que un reo al que se le va a juzgar. Era todo tan ceremonioso, tan severo… Sin embargo, aún no entendía lo que estaba pasando. Ni por un momento sospeché lo que iban a decirme. Me rogaron que me sentara. Me advirtieron que iban a plantearme un problema muy serio que yo debía resolver…

Respira hondo, toma aliento. Dice luego:

– Al principio todavía se dirigían a mí con cierta amabilidad. No hay duda de que los Cebrián siempre han tenido un barniz muy acusado de lo que suele entenderse por «buena educación». Y aquel día hicieron gala de ese barniz. Solamente Rosario se adjudicaba el derecho a mostrarse grosera. Pero aquello era ya habitual y la familia no parecía afectarse demasiado. Casi estoy por decir que se solidarizaban con su evidente mala educación. Decían todos: «La pobre Rosario ha sufrido tanto…» No parecían tener en cuenta que «yo también había sufrido». Al parecer, los sufrimientos de las concubinas no merecen ser considerados como verdaderos sufrimientos…

Marina se reprime. No está en su ánimo parecer irónica. No quiere dar la sensación de que aquella escena todavía le escuece.

Sin embargo, Germán adivina ese dolor:

– Siento remover tanto poso…

– Ya no me afecta, te lo aseguro.

Y lo dice con un tono convincente y desenfadado.

– Entonces, continúa, por favor.

Marina obedece: Le explica la escena de aquella tarde como si la reviviese.

– Comenzaron hablando del «pobre» Rogelio. Recalcaban la palabra «pobre» con reticencia, como si yo tuviese la culpa de que ellos se vieran obligados a designarlo con ese adjetivo. Decían: «El pobre Rogelio ha sido muy desgraciado…» Y aseguraban que la vida había sido muy dura para él… El preámbulo me parecía injusto, porque no se referían a los tres años de enfermedad, sino a los anteriores… De pronto la voz que salía del sillón rojo, decretó: «Afortunadamente, Dios se lo llevó pronto, afortunadamente cayó enfermo a tiempo… Afor-tunadamente no tuvo que pasar por la vergüenza de ver su apellido arrastrado…»

Las manos de Marina tiemblan. Las esconde bajo la mesa: las aprieta una contra la otra para evitar que Germán perciba ese temblor.