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– Ése fue tu error.

– No -dice ella-. No lo fue. También juré por mis hijos que jamás había pertenecido a otro hombre que no fuese mi marido.

– No ibas a esperar que te creyeran.

– De cualquier modo, jamás me hubieran creído…

– ¿Por qué?

Marina traga saliva y hace un ademán como solicitando una tregua:

– Los rostros que me rodeaban eran implacables -sigue explicando-. Ninguno de ellos daba muestras de tomar en serio lo que yo afirmaba… Recuerdo la sonrisa estereotipada del juez, la gravedad del tío Lorenzo, la afilada nariz de Rosario… Pero yo no me acoquinaba. Pensaba: «Con la verdad por delante, siempre con la verdad por delante…» A veces me inte-rrumpían: se hacían guiños entre ellos, me tendían trampas. Querían hacerme caer, obligar-me a confesar lo que no era cierto, lo que jamás había existido… Fue así como consiguieron que yo perdiese los estribos.

Se lleva el cigarrillo a los labios. Aspira el humo con fuerza. Habla luego con cierta pre-cipitación, como si le urgiese despachar pronto lo que confiesa:

– No es bueno sentirse acorralado. Se dice siempre lo que no debe decirse… Si se hubiera tratado de otra familia, probablemente yo jamás hubiera hablado como lo hice. Pero se trataba de los Cebrián, los invencibles y torquemadas Cebrián: me exasperaba aquella estúpida altanería suya, aquella arraigada y embrutecida soberbia… Me acordé del Rogelio: el intocable Rogelio de los tiempos altivos. Lo vi repetido en cada uno de aquellos familiares suyos… Y no puede remediarlo. Olvidé el Cambio que había dado en los últimos tres años. Olvidé la claudicación de su soberbia, la sumisión que había desplegado antes de morir…

La mano que sostiene el cigarrillo vuelve a temblar. Pero Marina ya no intenta apaci-guarla. Ni siquiera le importa que Germán se dé cuenta de su temblor.

– Y decidí hacer lo mismo que habían hecho ellos: volqué mi respectivo cubo de basura sobre Rosario. Expuse sin escrúpulos lo que Rogelio me había propuesto. No omití detalles. Les dije abiertamente que mi marido no había tenido inconveniente en lanzarme hacia ti. Les repetí la famosa frase: «Por mí no tengo inconveniente… Al fin y al cabo no vamos a ser el ú-nico matrimonio que vive en esas condiciones… Mientras me dejes en paz…»

Se detiene. Contempla el cigarrillo que se le consume en la mano.

– Excuso decirte cómo reaccionaron. Fue lo mismo que si hubiese profanado la tumba de Rogelio. Rosario se levantó del sillón, vino directamente hacia mí, quería pegarme… Grita-ba: «¿Cómo te atreves a acusar de ese modo a tu pobre marido?» El juez la agarraba por el brazo, le repetía: «Calma, Rosario, calma…» Y los demás repetían: «Atreverse a insultar a un muerto de esa forma…»

La voz de Marina se tapona. Traga saliva. De nuevo se domina. De nuevo piensa que pase lo que pase no debe llorar:

– Fue entonces cuando Rosario me dijo lo que jamás debió decirme. Fue aquella frase suya lo que echó por tierra el castillo que yo me había forjado en los últimos años. El único asidero que me quedaba…

Sabe que Germán la está mirando. Pero ya no se defiende contra esa mirada. Ya no le importa. Dice:

– Me aseguró que Rogelio me odiaba. Que solamente su alto sentido del deber le había puesto en trance de soportarme en los últimos tres años. Que jamás un hombre había des-plegado mayor paciencia con una mujer que la que su hermano había desplegado conmigo… Me dijo cosas horribles: me llamó aprovechada, vampiro… ¡Qué sé yo! Me aseguró que Roge-lio llevaba mucho tiempo convencido de que yo había sido una tremenda equivocación para éclass="underline" una de esas equivocaciones que se deben soportar «por obligación», pero que acaban por minar la vida y la salud… Y al hablar me apuntaba con el dedo, lo clavaba en mi pecho como si quisiera traspasarlo.

Marina deja de explicar. Baja la cabeza. Las lágrimas están al borde de sus párpados. Re-curre al remedio de respirar hondo. Las detiene. No mira a Germán. Tiene miedo de que su inestabilidad la traicione.

– Me sentí igual que un ajusticiado al que se le acaba de negar la última posibilidad de defensa. Más aún, por unos instantes pensé que ya no importaba defenderme. Mi defensa no tenía sentido. Creí entender el motivo por el cual Rogelio no había hecho testamento. Recor-dé su conversión. Recordé su resignación religiosa y llegué a pensar que Rosario decía la ver-dad. Que Rogelio me había «soportado», pero que jamás me había querido. ¿Comprendes? Todo me parecía falso, postizo… Y lo que es peor… á veces, todavía lo creo.

– Rosario mentía -dice él-, estoy seguro de que mentía.

– ¿Cómo saberlo, Germán? Rogelio había enmudecido para siempre y yo no podía pre-guntárselo… Había síntomas significativos. Por ejemplo: Rogelio nunca había vuelto a men-cionarte. Seguramente Rosario lo tenía al corriente. Seguramente él sabía muchas cosas que no me decía… que acaso le hubiera dolido demasiado decirme…

Se detiene bruscamente. Germán sostiene su mano. Es una mano cálida. Una mano llena de consuelo.

– Me trataron igual que a una criada a la que se echa de casa por ladrona. Sin embargo, te lo juro, Germán, no era aquel trato lo que más me dolía. Tampoco me preocupaba mi situación económica, ni la vergüenza que me hicieron pasar… Todas esas cosas perdían valor ante la revelación de Rosario. El punto clave estaba allí: en aquella confesión, en aquella desi-lusión mía. Era aquello lo que más me hería: la convicción de que Rogelio jamás me había querido, la seguridad de que todo lo que yo había salvaguardado de él, era puro aire, pura fantasía, pura ficción. ¿Entiendes?

Germán entiende. Lo evidencia la presión de su mano, el calor que esa mano está infun-diendo a la suya. -Ya no me sentía con ánimos de prolongar su memoria. Ya no podía recor-darlo como lo había recordado hasta aquel momento. Rosario me lo impedía. Rosario lo esta-ba matando otra vez… La voz se le quiebra. Traga saliva. Germán pregunta: -¿Qué fue de Tina?

– Me esquivaba. Tampoco yo quería verla. Tenía la seguridad de que todo venia de ella. Cuando las mujeres como Tina se ven rechazadas, son capaces de cometer las mayores abe-rraciones -la voz de Marina se aclara, recobra soltura, se centra poco a poco-. Algunos años después nos encontramos casualmente. Se quedó cortada. Intentó justificarse con argu-mentos vacíos. También sus justificaciones lo eran. Se resistía a reconocer su culpa. Única-mente se disculpaba por haberse mantenido tan alejada… Ya sabes: siempre le ha gustado tergiversar las cosas. Se le quedaba todo en una culpa pequeña, una culpa convencional…

Marina sonríe con un rictus desvaído, casi triste.

– En el fondo tenía razón: hay culpas que, por muchos destrozos que causen, resultan tan insignificantes como las personas que las engendran. Divagaba, tartamudeaba, palidecía, sudaba… Causaba vergüenza verla tan impotente, tan fatal de solidez: casi me daba pena.

– ¿Y tú? ¿Cómo reaccionaste?

– La dejé hablar sin interrumpirla. Luego le dije que ya era tarde para reconstruir historias muertas. Le di a entender que su traición ya no interesaba, que todo había quedado demasiado trasnochado, que, para mí, la indispensable Tina no era más que una charca sucia, completamente inservible: algo olvidado y podrido. Pero no le demostré rencor. A decir ver-dad, ya no lo sentía. Cuando las explicaciones llegan a destiempo, vienen a ser como un reloj al que se le ha roto la cuerda. De nada sirve darle al mecanismo pasado de rosca: ya no puede funcionar. Creo que mi evidente falta de interés, debió de dolerle mucho más que mi posible indignación. Ni siquiera le hablé de Rogelio ni de todo lo que vino después.