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– ¿Hubo algo más?

– Sí -dice ella-, hubo mucho más.

Se concentra, suspira, habla luego más tranquila:

– Un día estuvo a verme Teresa. Pascual la había puesto al corriente sobre lo que me había ocurrido. Ya sabes cómo es Teresa: siempre le ha gustado meter baza en todo. Y opinar. Y poner las cosas «en su punto»… Aquel día estaba soliviantada, dispuesta a destaparse. Pero su tono misterioso me intrigaba. Me dijo a boca de jarro: «Debes pleitear, Marina, debes defender tu posición. No debes dejarte avasallar por esa colección de polillas…» Lenta pero concienzudamente, fue poniendo las piezas de mi puzzle en el lugar que correspondía. Y el jeroglífico dejó de serlo. Poco a poco fui recordando mil detalles olvidados, mil lagunas que jamás había podido explicarme. Teresa me insistía: «¿Qué cuernos vas a decirles a tus hijos cuando sean mayores? ¿Cómo vas a justificar ante ellos el trato que te ha dado la familia de su padre? Atemorízalos, demuéstrales que no son todo lo perfectos que ellos creen ser.»

Al principio Marina se había resistido: «¿Cómo atemorizar a un Cebrián?» Nunca nadie, hasta aquel momento, se hubiera atrevido a hurgar en sus respetables vidas privadas. ¡Eran todas tan rectas! ¡Tan intachables! Dios ¡cuánta miseria puede ocultar lo intachable!

– Teresa no tardó mucho en exponerme la verdad. Me dijo: «Eres una incauta, Marina.» Fue así como el pedestal de Rogelio se derrumbó definitivamente. Fue así como me enteré de sus amores con Bruna, con Tina y con tantas otras… Escuchando a Teresa.

Y al instante todo se había vuelto diáfano, claro como la luz del día: todo adquiría ya un sentido concreto. Las famosas lagunas, dejaron de serlo.

Era lo mismo que descorrer cortina tras cortina. Vio de pronto a Rogelio tal como había sido (no tal como ella lo había imaginado: «distante, poco afectuoso, pero recto, incapaz de una doblez»). El Rogelio que Teresa le iba descubriendo, era todo menos correcto, todo menos sincero… Y comprendió toda la sordidez y toda la podredumbre que había habido en aquella pobre soberbia suya: siempre al quite de un posible ataque, siempre a la defensiva de una posible defensa…

Y lo vio luego, arrepentido, achicado, sometido a ella, entregado a ella, porque su miedo a morir y su descubrimiento de Dios le obligaba a someterse. Y comprendió que, aunque Rogelio la perdonaba, no la quería: jamás la había querido.

– Y me di cuenta de que Rosario tenía razón: yo siempre había sido para Rogelio un es-torbo: alguien a quien hay que soportar…

La mano de Germán sigue apretando la suya y Marina comprende que, gracias a la presión de esa mano, puede hablar del modo que lo está haciendo.

– No, Marina. Rogelio te quería. No es fácil fingir cuando se va a morir… Quizá no te perdonara, pero te quería…, o quizá te quería porque te perdonaba.

Marina niega con la cabeza. La duda continúa en ella y probablemente jamás podrá desterrarla.

– Recurrí a un abogado. Decidí entablar el pleito. Ya sabes… De haberlo ganado, hubie-ra conseguido la cuarta marital… Pascual Ordóñez se ofreció a costear mis gastos…

Se detiene. Germán pregunta:

– ¿Entonces pleiteaste?

Marina no responde. Germán insiste:

– Dime, Marina: ¿Llegaste a pleitear?

De nuevo el malestar se apodera de ella. La mano de Germán ya no supone un con-suelo. Casi la estorba.

– No -dice-. El abogado me aconsejó que no me expusiera.

– ¿Por qué?

– Existía una prueba grave contra mí. Algo que yo ni siquiera sospechaba.

Germán no comprende. Insiste:

– ¿Qué prueba era ésa?

Marina percibe la mirada de Germán sobre su perfil y tiene la impresión de que ya nunca podrá eludir esa mirada, que siempre, dondequiera que ella vaya, esa mirada la irá siguiendo.

Retira la mano que Germán sostiene. Dice luego con voz firme:

– Tu carta.

20

«¿Podrías negar lo que ese hombre te ha escrito?»

Y Rosario le tendió el papel, arrugado, manoseado, con mano temblorosa pero llena de triunfo. Era igual que un soldado izando la bandera. Un soldado victorioso, emborrachado de odio. Y Marina supo que todo era inútil. Que aquella carta (aquella carta que ella ni siquiera había leído, y que insensatamente había creído destruir) lo aplastaba todo, lo volvía todo inútil.

Luego había cogido el papel. Quería cerciorarse de que, efectivamente, aquélla era la carta de Germán.

Y la leyó. Leyó todo lo que jamás hubiera creído leer. Germán detallaba lo que nunca había sido, pero que iba a ser… Era inútil explicar que todo aquello era únicamente un sueño. Una esperanza destruida. Una parodia de la realidad esfumada antes de que fuera real… Rosario no atendía a razones. Sólo repetía: «Puedes destruirla si lo deseas: el juez tiene fotocopia…»

– Me quedé sin argumentos -dice-. No podía pensar. No llegaba a explicarme cómo aquel papel había llegado hasta ellos. Lo único que sabía con exactitud, era que tu carta, a pesar de haber sido quemada, estaba en mis manos, incólume, rediviva, probablemente escudriñada hasta la saciedad por toda la familia, registrada por el juez y aprendida de memoria por todos…

La cabeza le daba vueltas: nada tenía sentido, la realidad se perdía en nebulosas. El mundo entero se sumergía en confusión en un increíble campeonato de insensateces…

Germán pregunta:

– ¿Fue Tina?

Y ella asiente. Seguramente Germán adivina lo que ella, en aquellos momentos, todavía no adivinaba. La ven los dos abriendo el sobre cautelosamente, introduciendo en él una burda copia, manteniendo intacta la carta real… Y dejándose llevar por el odio, por la furia de su despecho, por la codicia, por la envidia… Y Marina comprende que el tiempo modifica las cosas, pero no las desvanece. Porque el rencor que creía perdido, vuelve a estar en ella, violento, tan violento como en aquellos momentos. «No es bueno», se dice. «No debo pensar así.» Germán pregunta:

– ¿Llegaron a enseñársela a Rogelio?

– No me lo quisieron decir…

La dejaron con la duda. Una duda más entre las otras. Una duda que todavía crece y se enrosca a su vida como una de esas serpientes que matan sin veneno: por asfixia.

Germán no comenta. Probablemente no sabe qué decir.

Y Marina piensa que, al fin, lo ha volcado todo, que el poco tiempo que transcurra antes de que Germán suba al avión, ya no supone una rémora. Aunque Germán «pregunte», a ella ya no va a importarle hablar, ni explicar…

– Y lo has estado callando durante veinte años… -exclama él.

– Me resistía a decírtelo: sabía que iba a dolerte demasiado.

Germán reacciona. Casi la increpa:

– ¿Por qué no me avisaste? Yo te hubiera ayudado…

– ¿Dónde estabas tú, Germán? ¿No lo comprendes? Tú eras un recuerdo muerto, una distancia… Y tenías a Vilana. ¿Con qué derecho podía yo reclamarte? Además… ¿qué hubiera conseguido? Tu defensa no hubiera hecho más que agravar las cosas… Era mejor dejarlas mo-rir, no remover posos… convencerlos de que entre tú y yo no había absolutamente nada…

Germán no protesta. Probablemente se dice a sí mismo que Marina está en lo cierto. Y acaso también esté pensando que la ceguera de los hombres es muy superior al odio que despliegan y que la ignorancia puede ser todavía más culpable que la clarividencia…

Por unos instantes da muestras de querer hablar. Pero las palabras se le deshacen en la lengua. No encuentra la frase justa. Es difícil ser justo cuando la justicia llega a destiempo.

– No sé cómo pedirte perdón… -murmura.

Marina vuelve el rostro hacia él. Lo ve cabizbajo, sus gafas enfocadas hacia el manteclass="underline" abrumado de vergüenza, de desaliento y de coraje consigo mismo. Es un desaliento especta-cular, de un hombre viejo y cansado: como si, de repente, los años que venía ocultando bajo su afán de vivir, fueran derrumbando, de golpe, su entusiasmo y su caudal de energías.