– Resulta imposible perdonar lo que nunca fue ofensa -dice ella-. Tú no sabías…
– Eso es lo grave -responde él-, no saber, no averiguar… No es lógico vivir «ignoran-do» como he vivido yo. No es justo.
– ¿Dónde está la justicia, Germán? ¿Crees que los hombres podemos ser justos alguna vez?
Y la pregunta flota en el comedor, oscilante: vagabundeando entre las mesas sin esperar respuesta. No hay respuesta para ese tipo de preguntas.
– ¿Qué pasó luego? -pregunta Germán.
Marina ya no se esfuerza en ocultarle nada. Sabe que, diga lo que diga, Germán sabrá aceptarlo. Cuando el desaliento ha llegado al tope, ya no puede aumentar, y las ruinas, por muchos temblores de tierra que registren, no van a ser más ruinosas de lo que ya son.
– Me hundieron hasta lo inconcebible. Me señalaron como una indeseable…
Pero no lo dice con amargura. Ya no siente lástima de sí misma. Ahora siente lástima de Germán. Una pena grande por verlo tan caído, tan abrumado.
Y se avergüenza de su debilidad, de ese innato afán que tenemos todos de contagiar a los otros de nuestras propias miserias.
– Lo demás ya lo sabes; Pascual Ordóñez me ayudó a rehacer mi vida. Monté la galería de arte, me cambié de casa, vendí todo lo que me pertenecía y me dediqué a mis hijos.
– ¿Cómo reaccionaron?
– Todavía eran niños. Yo era su madre. No les quedaba más remedio que reaccionar fa-vorablemente.
Los niños reaccionan siempre en favor de las madres. Los niños no entienden de pasio-nes humanas, ni de orgullos de estirpe, ni de recovecos sórdidos.
– Tampoco yo pude sincerarme con ellos. Explicarles la verdad era demasiado expuesto y ellos no tenían edad para defenderme.
– También era expuesto callar.
– Lo era, y yo me daba cuenta. Ha sido horrible vivir siempre con esa amenaza encima… Por eso les demostré que estaba de acuerdo en lo que se refería a la administración de sus bienes, por eso no me rebelé. Pensé que era una forma de aplacar a mi cuñada.
– ¿Llegaron a conocer la verdad de lo ocurrido?
– Lo ignoro. Pienso que Rosario no era mala del todo. Era dominante y cruel, pero no era mala. Probablemente le bastaba mantener las riendas en la mano. Yo nunca intenté arre-batárselas. Eso debió de desarmarla… No había razón para seguir atacándome.
Germán respira hondo. También esa duda toma cuerpo, y crece entre ambos, como algo extraño e implacable:
– ¿Ha muerto? -pregunta él.
– No. Vive, pero ya no puede nacerme daño. Es un cuerpo sin reacciones. Una pobre vieja comida de arteriosclerosis. Cuando muera, toda su fortuna pasará a mis hijos. Ella ja-más los tuvo. -Marina vacila. Dice al fin-: Tal vez por ese motivo, cuando aún regía, se a-dueñaba de mis hijos como si fueran propios.
– ¿Por qué no lo evitaste?
– ¿Cómo, Germán? Además no tenía derecho. Había en juego una fortuna inmensa y la vida (esa pobre vida nuestra) todavía se mide por ese tipo de cosas. Quizás algún día me lo hubieran reprochado y eso hubiera sido mil veces peor. -Mueve la cabeza de un lado a otro, se encoge de hombros-: Hay personas que nacen para derrotar y otras para ser derrotadas.
Pero tampoco esa frase destila amargura. Sólo cansancio. Un cansancio infinito. Marina respira hondo. Luego expele el aire como si echara fuera el cansancio que ha respirado.
– ¿Qué importa ya? Hay derrotas que pueden llegar a ser triunfos. No te quepa duda. Todo es cuestión de superarlas, de recordar que son temporales. ¿Sabes? Aquel que es capaz de pisar, indiferente, su propia derrota, la ha vencido radicalmente.
Germán intenta sonreír, pero no lo consigue. Probablemente está enfocando la infancia de aquellos tres hijos de Marina. Seguramente los ve aferrados a la falda de su madre, con-fiando en ella, pegados a ella, como tres cachorros deseosos de calor. Y quizá se recuerde a sí mismo envidiando aquellos tres hijos, viendo en ellos los que él no tenía ni jamás iba a tener. Y Marina se dice que, a pesar de cualquier desengaño o de cualquier desilusión, los hijos son necesarios, aunque al crecer nos ofendan y nos hundan y nos olviden. Son pedazos nuestros. Vidas nuestras. Muertes nuestras. Aunque nos los quiten.
– Después ocurrió lo de Lucía: ya conoces la historia.
Marina rechaza en seguida la evocación. Todavía es demasiado reciente y le duele en exceso.
– Luis y Carlos me visitan de vez en cuando: cumplen puntualmente con los ritos familiares. Almuerzan conmigo por Navidad, por Año Nuevo… Si estoy enferma y necesito algo, se ocupan de que no me falte nada. Nunca me han dejado en la estacada. En medio de todo, eso me consuela. Tengo la certeza de que, en ellos, encontraré siempre una ayuda. Pero no me pertenecen. No, Germán, ya no son míos. Pasaron a ser propiedad exclusiva de Rosa-rio, de los Cebrián, de sus inmarcesibles y ridículos principios…
Y ni siquiera se avergüenza de mostrarse ante Germán como una mujer vencida, una pobre vieja sin más compañía que su reloj disparatado, sin más patrimonio que el horror de su pasado y sin más porvenir que una socorrida pero insignificante galería de arte.
– Ya ves en lo que paró aquel encuentro nuestro en la costa catalana.
Y se pregunta qué hubiera sido de su vida sin aquel encuentro. Germán no sabe qué re-plicar. Probablemente se nota tan ridículo como la arteriosclerosis de Rosario.
– Te queda el consuelo de saberte inocente.
Marina vuelve a sonreír, pero esta vez sin rémoras:
– ¿Crees de verdad que fui inocente? No, Germán, no lo, fui. Nadie es verdaderamente inocente.
Germán no contesta. Y Marina comprende que en ese silencio le está dando la razón. Consulta ella el reloj de pulsera. Reacciona, vuelve al presente de improviso.
– Deberías pedir la cuenta -dice-. Va siendo hora de ir al aeropuerto.
Germán hace una seña al camarero. Viene éste con un plato en la mano. Le entrega la cuenta y espera.
Germán extrae su cartera. Paga.
– Muchas gracias, señor.
Se levantan los dos a un tiempo. El mar queda allí, tras la vidriera, tumultuoso, verdus-co, con sus dragas abiertas y sus barcos oscilantes.
Atraviesan el vestíbulo en silencio, miran distraídamente el cuadro de la izquierda: es la reproducción fotográfica de un grabado.
– Barcelona antigua -comenta Germán. No se parece a la de ahora. Marina dice: -Tal vez algún día, en algún restaurante, pongan la fotografía de la ciudad actual, como un mode-lo de antigüedad…
– ¿Crees que será mejor que la de ahora? -No -dice ella-, será peor. Siempre el futu-ro es peor que el pasado. Tal vez por eso el hombre se empeña siempre en enmendar la plana al presente. No podemos sustraernos a la esperanza de vencer ese futuro y mejorarlo, aunque sepamos de antemano que vamos a fracasar.
Suben la escalera despacio, desgajados de sí mismos; envueltos en frío y en recuerdos. De nuevo los estudios de televisión; la acera que circunda el edificio, rodeada de coches. El de Marina ha quedado junto al portal del restaurante: aislado, con cúmulos de hojarascas pegados a las ruedas. Ya no corre el viento, pero el frío persiste. Germán apoya su mano en el brazo de Marina. Suavemente la empuja hacia la balaustrada. La ciudad está ahí, a sus pies, con su ayer, su presente y su pequeño pero inolvidable anteayer. Todo en miniatura. Úni-camente las tres chimeneas de la fábrica de electricidad destacan recias y firmes entre la masa informe de casas.
– ¿Y ahora qué? -pregunta él. Marina no contesta. No hay razón para contestar. Los dos saben que los paréntesis son ocasionales, esporádicos y breves.
– Deberíamos marcharnos -indica ella sin convicción-. Vas a perder tu vuelo.
Pero Germán no da muestras de tener prisa. Coge a Marina por los codos. La mira fija-mente: -Escucha, Marina… Y Marina sabe lo que va a decirle. Lo que siempre le ha dicho. Lo que durante toda la vida ha constituido un invariable ritornello: «Por muchos años que pasen…»