Cierra los ojos. El tiempo no ha pasado. La juventud vuelve caudalosa, más jugosa que nunca. Entra en ella por los codos que sostiene Germán. Son esas manos las que están obrando el milagro de recobrar la juventud. Y el cansancio de vivir se le diluye, se transforma en vigor.
No hablan: los milagros cortan la voz. Los milagros inmovilizan. Abre ella los ojos. Parecen mirarse detenidamente, pero no se ven. Ambos están viendo del otro «lo que había sido», lo que, a pesar de todas las vicisitudes y de todos los fallos humanos, continúa «sien-do» en el recuerdo.
Resulta hermoso y positivo recuperar, aunque sólo sea un momento, la magia de ese recuerdo. No se atreven a moverse. Tal vez si se mueven, la magia se disuelva; tal vez vayan a perderla para siempre.
La quietud de la tarde acompaña su quietud particular, la que brota de ellos mismos y a pesar de ellos mismos. Todo parece detenerse en ese lapso sin tiempo, sin espacio, sin más dimensión que la presencia de ambos.
Caen tres gotas de agua sobre la frente de Marina, se deslizan por las cejas, se estancan en los pómulos… Caen más gotas sobre las gafas de Germán.
– Está lloviendo -dice ella.
Y la magia se deshace. La lluvia anunciada por las gotas es ya un torrente.
– Rápido, Marina, vamos al coche.
Y Germán la arrastra por la mano, con el, mismo ímpetu que aquella noche, en Niza, la había arrastrado hacia el piano que sonaba en la calleja oculta.
Ríen los dos con la risa de entonces: «El piano es suyo, Monsieur.» Y llegan hasta el coche, con e] mismo jadeo que habían llegado hasta el piano: «El adagio, Marina, el adagio…» Todo se repite. Todo se alía al tema de Germán: «Por muchos años que pasen…»
El optimismo de ambos es evidente. Lo prueba la agilidad de sus movimientos, de sus ideas, de su repentina y recobrada alegría.
– ¡Menudo chaparrón!
Las charcas del pavimento se agrandan: parecen huecos sin fondo. Y los cristales del coche se empañan.
– Abre tu ventanilla -aconseja ella.
Germán obedece. Marina pone el coche en marcha. Lentamente ruedan hacia el circuito, carretera abajo.
Por unos instantes Marina olvida que está conduciendo. También olvida dónde se encuentran y adonde van. Observa las adelfas que bordean el paseo. Piensa: «Son venenosas; pero bonitas.» Se fija en los sicómoros y se dice: «Son eternos.»
– Por ahí, a la izquierda, se va al parque de atracciones -comenta Marina.
Y tiene la impresión de que no es ella la que está hablando, sino alguien que vive en otro tiempo y en otro espacio.
– Y ahí está la estación del teleférico que conduce al castillo.
Todo es incoloro, como en las fotografías antiguas y como en los sueños. Todo se baña en un tinte gris.
Allá, a la izquierda, dejan el Palacio Nacional, con su museo románico y sus fuentes secas, completamente mojadas por la lluvia.
Pasan junto a la Font del Gat, el teatro griego, el Palacio de Deportes…
Y de pronto Marina recuerda que la cuerda floja está ya tensa, que nada ni nadie puede impedir lo que durante treinta años ha sido vedado. La conciencia de esa realidad llega hasta ella a ramalazos: con la violencia de la lluvia. Piensa: «Nada puede evitarlo.» Ni ella ni Germán son ya dos barcos a la deriva creyendo navegar hacia un destino seguro. Ni rayos ul-travioleta considerándose rayos de sol. La utopía ha dejado de existir. Son un hombre y una mujer, libres, dueños de sí mismos, con derechos, con facultades, con opción para manejar sus destinos sin tener que dar cuenta a nadie…
Dos vidas bifurcadas, atraídas la una a la otra por una fuerza superior a ellos, a su vo-luntad, a todo lo que ha venido imponiéndose año tras año.
Y se dice que resultaría insensato quemar nuevamente las naves, o dejar que la adver-sidad los devorase, como los había devorado cuando los derechos eran sólo obligaciones.
Ya no recuerda los argumentos que acaba de esgrimir. No quiere recordarlos: ¿Qué puede importar la edad cuando el tiempo deja de existir? ¿Dónde quedan los esfuerzos cuan-do el esfuerzo consiste en aceptar la separación? ¿Y el ridículo? ¿Qué significa esa palabra? Germán pregunta: -¿En qué piensas?
Marina sonríe. Introduce el coche en la gran avenida. Allá al fondo, hacia la izquierda, ve las oficinas de la Iberia, con sus columnas neorenacimiento y su parada de taxis.
– Pensaba en tu viaje y en nuestra calidad de paréntesis.
– Yo también -declara él-. Detén el coche junto a la oficina: voy a intentar cambiar mi billete. Marina reacciona. -¿Te has vuelto loco? -No: jamás me he sentido tan cuerdo. -¿Te olvidas de que Bruna ha muerto? -Al contrario. Lo estoy recordando desde que hemos salido del restaurante.
Marina vacila. Toda ella es un ascua de contradicción, de duda, de miedo y de espe-ranza. Tiene pleno conocimiento de que, en esos momentos, la vida entera (esos entrañables despojos de vida que todavía le restan) depende de su actitud, de su fuerza de voluntad, de sus palabras y de sus gestos.
Y, sin saber exactamente por qué, ve a Vilana. Ve a la mujer sin rostro, mirándola fija-mente, con ojos que no son ojos, sino reproches. Y escucha una voz que no es voz, sino la-mentos.
Y percibe la propia derrota, esa derrota que ha venido arrastrando durante toda su vi-da, clavada en Vilana, transferida a ella, sin remedio.
– ¿No me has oído? Detén el coche.
– No -dice ella-, no permitiré que cambies tu billete.
– Necesito continuar hablando contigo. ¿No te das cuenta? ¡Hay tantas cosas que acla-rar!
– Absurdo -insiste Marina-. Ya nos lo hemos dicho todo.
– Falta lo esencial.
No le pregunta a qué se refiere. La felicidad no le deja preguntárselo. Pulsa el acelerador y finge no haberle oído. Llegan a la Plaza de España. Sabe que hasta que no hayan salido de allí el peligro está al acecho. «No debo permitirlo…» Es urgente ganar tiempo, llegar pronto a la autopista.
– ¿No me has oído, Marina? Falta aclarar lo esencial.
Se nota acorralada. No sabe cómo salir del atasco. Un mundo de coches oprime el suyo. Y Germán insiste: «Por favor, Marina, las oficinas de la Iberia…»
Pero antes le había dicho: «Me gustó su nombre: era fonético y extraño. Sobre todo me gustó verla tan indefensa, tan necesitada de apoyo…» Y ella vuelve a pensar: «No es posible cimentar la felicidad propia sobre la desgracia ajena.»
– Mira -dice señalando lo alto del monumento-, la antorcha de gas está apagada…
Germán, ceñudo, no acaba de comprender lo que Marina le insinúa.
– ¿A qué te refieres?
Y la mujer sin rostro se va definiendo lentamente, muy lentamente. Se parece a Lucía. Tiene las mismas facciones, el mismo aire ingenuo, la misma decisión terca en la expresión de los ojos. Y se dice que pronto, muy pronto, Vilana-Lucía, va a convertirse en una mujer casada: una mujer respetable. Con derechos, con opciones, con capacidades jurídicas y pode-res legislativos.
– Lo que tú imaginas, Germán.
Germán no responde. Probablemente ha comprendido. Probablemente intuye que, aunque consiga prolongar su estancia en Barcelona, nada va a modificar la decisión de Marina.
Las oficinas de la Iberia quedan atrás. El coche se introduce en la autopista. Marina sabe que el peligro ha pasado.
Y también que resulta estúpido bordear peligros cuando se han cumplido ya cincuenta y cinco años.
21
De nuevo los altavoces con su música y sus mensajes. El ir y venir de los pasajeros. Los números de vuelo. El registro de equipajes. Y la lluvia. Sobre todo la lluvia.
Es lo mismo que si las siete horas transcurridas fuera de ese recinto no hubieran exis-tido. Todo, hasta el color del cielo, se parece a la imagen de la mañana.