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– Pero de eso a quedarte en la calle… Al fin y al cabo, tu marido era un hombre rico.

– ¿Qué más da eso? Yo era pobre.

– Tenías derecho a la cuarta marital.

– Pleiteando, naturalmente. Yo no pude permitirme ese lujo.

Marina frunce el entrecejo. Demuestra claramente que la conversación que mantienen le resulta molesta. A pesar de todo, Germán insiste:

– Los fueros catalanes han cambiado -dice-, ya no son tan drásticos como antes.

– Pero Rogelio murió cuando los fueros eran adversos.

Marina vuelve a rebullirse en el asiento. La evocación de su marido muerto la inquieta, le devuelve, por unos instantes, el sabor amargo de aquellos días. Ve el rostro de Rosario, a-gresivo, lanzando sus increpaciones como si lanzara piedras: ve el papel arrugado temblando en sus manos, ve el sillón rojo de terciopelo con el cerco del cabezal aplastado, ve infinidad de cosas que hubiera deseado olvidar.

Germán ha vuelto a su seriedad. Sin duda comprende que Marina está sufriendo. Sin embargo, no abandona el tema:

– De modo que no fue capricho.

Niega ella sin palabras y las preguntas que flotan en el ambiente se amplían, invaden el vehículo, enrarecen el aire.

La incomoda sentirse tan inspeccionada, tan analizada, y tan suspendida en el ayer: «No debí subir al coche con él», piensa. El chorro de recuerdos que ha brotado de pronto, al socaire de su ironía, la apabulla, la sumerge en un pasado excesivamente cruel. Intuye que, si Germán se empeña, la lucha a la que se ha entregado durante años y años para conseguir un presente tranquilo, puede resultar inservible.

El peligro de la inconsistencia puede brotar de un momento a otro. Y se resiste. Piensa: «No debo claudicar: al fin y al cabo, los tejidos de la madurez son sólidos.»

Y se agarra a cualquier excusa para zanjar lo que poco a poco va alcanzando calidad de irremediable. Mira en torno y dice:

– Estamos llegando a mi casa. Piensa, no sin alivio: «Ahora nos separaremos» y eso le concede aliento. Ve cómo Germán se quita de nuevo las gafas para frotarlas con un pañuelo. Ella las señala con reticencia:

– Antes las usabas únicamente para leer.

– El tiempo no pasa en balde -responde él. Y la mira sin gafas, los ojos entornados como si en ese gesto quisiera recobrarla tal como era entonces.

Marina desea que no vuelva a colocárselas. Se dice otra vez que las gafas son traidoras y humillantes. Pero se arrepiente en seguida de haber deseado semejante cosa. Es todavía más ridículo que perder un maletín. El coche se detiene junto al portal de su casa. El taxista parece nervioso:

– Apremien. Aquí no podemos estacionarnos. Marina imagina aún que Germán va a dejarla. Pero Germán otea el taxímetro y extrae su cartera: -¿Cuánto?

Baja tras ella sin hacer preguntas. Decididamente no da muestras de querer marcharse. Marina vacila. Está a punto de tenderle la mano, pero el portero les sale al encuentro y di-suelve su propósito:

– Bien venida, señora, ¿ha tenido usted buen viaje?

Es la frase de siempre dicha con el tonillo habitual. Marina responde distraída, pendiente aún de una despedida que sólo existe en su mente.

– ¿Puedo subir a tu casa?

Germán lo ha preguntado directamente, sin dejar lugar a dudas. Es una pregunta-impo-sición que no admite réplica.

Llegan al ascensor. Suben al piso sin emitir palabras. El porte de ambos rígido, el rostro impasible.

También en el pavimento del ascensor hay vestigios de humedad. Marina piensa: «Ni siquiera me ha preguntado si vivo sola.» Probablemente lo sabe ya.

Pero al llegar al rellano, Germán pregunta:

– ¿Vives sola?

Asiente ella mientras introduce el llavín en la cerradura. Al abrir la puerta un fuerte tufo a cerrado les sale al encuentro. Marina se excusa:

– Tendrás que perdonar la informalidad del recibimiento. La casa lleva tres días sin ai-rear. Cuando salgo de viaje, la asistenta deja de venir.

Abre el ventanal de la estancia y echa un vistazo al conjunto. Todo continúa en orden: los ceniceros, limpios; los almohadones, ahuecados; los flecos de las alfombras, peinados.

– Agradable -dice él-. Tienes un departamento muy agradable.

Sobre la chimenea, un reloj Luis XVI hace sonar una hora imprecisa, totalmente en desacuerdo con la que corresponde al momento. Germán contempla el reloj con estupor.

– No hagas caso -dice Marina-. Es un reloj medio loco. Pero lo dejo funcionar porque el sonido me acompaña.

Se arrepiente en seguida de haber dicho eso. Ha sido lo mismo que confesarle su sole-dad.

Para desvirtuar el mal sabor que ha dejado su frase, intenta bromear:

– Cuando se llega a nuestra edad, esos detalles adquieren gran importancia: un reloj que suena, un grifo que gotea, una planta que exige ser regada… ¡Qué sé yo! Pequeñas cosas que llenan, que nos obligan a vivir… Ahí tienes: son cosas que la juventud no capta, no apre-cia, no agradece…

Y comprende que, en vez de modificar el sentido de su frase anterior, lo ha acentuado más.

– Entonces yo todavía soy joven -dice Germán-. Aún no he caído en semejantes extremos.

Marina levanta el índice. Es un ademán peculiar en ella. Un ademán que no ha conse-guido perder a lo largo del tiempo. Lo alza a la altura de los ojos y lo apunta luego hacia Germán:

– Sin embargo, a mí no puedes engañarme -comenta en son de burla-. Tú eres mayor que yo. No vayas a creer que me he olvidado de tu edad, querido amigo. Si mal no recuerdo, vas a cumplir sesenta años.

– No -rectifica él-. Los cumplí hace un mes. Tú debes de tener ya cincuenta y cinco.

3

«Feliz cumpleaños, Marina.» Acababa de conocerla. La propia Tina los había presen-tado. Frente a ellos, un mar quieto y extremadamente azul hacía guiños a un sol casi tropical.

Ella había comentado: «Por favor, no me felicites. Me siento vieja.» Sin embargo, todo el mundo afirmaba que los veinticinco años de una mujer eran los de la plenitud.

– Buena memoria -dice Marina-. En efecto: han pasado treinta años desde aquel verano.

Avanza hacia la puerta y pregunta:

– ¿Quieres tomar algo?

– Gracias: acabo de desayunarme en el aeropuerto.

Marina se quita el abrigo. Dice:

– Por favor: acomódate mientras lo cuelgo. En el revistero encontrarás algo para leer.

Llega a su dormitorio todavía desorientada. No consigue percatarse de lo que está ocu-rriendo. La presencia de Germán en su casa constituye un hecho desusado, algo que jamás hubiera podido imaginar. Recuerda que él le ha dicho: «He encontrado pasaje para las siete de la tarde.» Consulta la hora en su reloj de pulsera: «Las doce; mediodía.» Quedan siete horas. Siete largas horas de Germán de Alcántara.

En otros tiempos, esas siete horas le hubieran parecido instantes, lapsos breves de inapreciable valor, fragmentos de tiempo que- debían ser minuciosamente cuidados para que no se malgastaran inútilmente. Pero, en estos momentos, las siete horas se le antojan larguí-simas. ¿Por qué todo resulta siempre demasiado corto o demasiado largo?

Marina cuelga su abrigo y desanuda el pañuelo que le cubre la cabeza. Su cabello aparece aplastado; su corta melena, deslucida por la presión de la tela y por la humedad. Se apresura a cepillársela. El aspecto mejora. Pero los surcos del rostro continúan. No hay forma de evitarlos. Ni siquiera responden ya al maquillaje.

Algunas personas -piensa- aseguran que las arrugas acentúan la personalidad. Pero a Marina semejante consuelo no la convence. Es absurdo jugar a ser joven cuando la vejez aso-ma su garra a la vuelta de la esquina. «Es difícil amordazar treinta años de una vida con opiniones tan endebles», se dice.

Antes de abandonar el cuarto, Marina vuelve a mirarse al espejo. Lleva ya varios años unificando ese hábito con la insensata esperanza de ver algún día ese rostro suyo transfi-gurado, vuelto a la tersura de antes.