Pero la piel nunca retrocede: avanza. El ¡rostro no se transfigura y la desilusión es inevi-table. Hay momentos en que los espejos se convierten en enemigos; enemigos malignos, insultantes y odiosos.
Verdaderamente, le resulta muy incómodo sentirse tan joven soportando el peso de me-dio siglo, pero también le resulta injusto verse tan vieja soportando el vigor de la juventud. Porque, a pesar de sus cincuenta y cinco años, el vigor físico de Marina no decae: lo lleva a cuestas como un fardo clandestino imposible de ocultar.
Se dirige de nuevo al salón. Desde el pasillo puede ver a Germán sentado junto a la chimenea, enfrascado en la lectura de un periódico: «Como antes: el mismo ademán, la mis-ma actitud…» Y lo vislumbra tal como era entonces, cuando sus aladares blanqueaban lentamente y los pómulos conservaban cierto matiz rojizo que, al contacto con el sol, se abri-llantaba.
En realidad, la evocación de Germán leyendo mientras la esperaba, ha constituido siem-pre una de esas imágenes inaccesibles, que no se olvidan, que, sin saber por qué, brotan de vez en cuando al filo de cualquier pretexto. No obstante, le resulta sorprendente observarlo ahora con sus propios ojos, como un recuerdo de su recuerdo, sin tener que forzar la imaginación.
Se levanta él cuando la tiene delante:
– ¿Qué estás leyendo? -pregunta ella.
Germán deja el periódico en la mesa.
– Comentarios sobre el próximo viaje de Nixon.
En otros tiempos hubiera contestado: «Comentarios sobre el proceso de Nuremberg… o sobre la encarnizada defensa del Japón… o sobre las boutades de Churchill contra el régimen de Franco…» Nixon, entonces, no existía en el horizonte político. Era sólo un embrión desconocido.
– Un hecho insólito -continúa diciendo Germán-. Pero la espina de China no va a ser fácilmente arrancada de los rusos…
Ha llovido mucho desde entonces. Ha llovido tanto que ya no es posible recordar todos los comentarios que Germán hubiera podido hacer sobre los momentos políticos de cada época.
– Sin embargo, puedes tener la seguridad de que, pase lo que pase, Nixon no perderá su sonrisa.
Y Marina piensa: «Tal vez la sonrisa sea lo último que se pierde.» Se acerca al ventanal para cerrarlo de nuevo. La habitación se ha enfriado. El tufo a cerrado se ha diluido en la calle. Pero la humedad se ha colado en el salón como un huésped incómodo.
– ¿Enciendo la chimenea?
Germán no contesta. La mira. La analiza otra vez como ha hecho en el aeropuerto: sus gafas colocadas, el columbrar casi impertinente:
– Desde que te he visto, vengo preguntándome qué diantre habrás ideado para conser-varte tan exacta, tan igual a ti misma, tan idéntica a la Marina Cebrián que yo conocí hace treinta años en la costa catalana. ¿No habrás vendido tu alma al diablo?
Marina no se da por aludida. Deja escapar un soplido que imita una carcajada y se acer-ca a la chimenea para encender la leña.
La frase de Germán flota en el aire, caldea un poco el ambiente y activa los movimientos de Marina. Pero el fuego se aviva perezoso. También los maderos tienen humedad, y las lla-mas mueren antes de prender definitivamente.
Germán se ha sentado en el sillón. Marina, arrodillada ante el hueco del hogar, percibe su mirada en la espalda como algo plúmbeo y molesto.
– Espero no estorbarte demasiado -dice él-. Tal vez he sido indiscreto, pero la verdad es que, si no te hubiese encontrado, no sé lo que hubiera hecho con mis huesos hasta las siete de la tarde.
La aclaración de Germán la tranquiliza y la hiere: «Soy un simple recurso», piensa. Sopla con fuerza hacia la llama y pronto la leña, ya chamuscada, se ajusta al fuego, lo nutre y lo convierte en brasas. El humo crece, ya profuso, hueco arriba. Pero Marina todavía no se le-vanta. Tiene el rostro encendido y busca pretextos para ocultarlo.
– Me espera un trago difícil. ¿Lo comprendes, verdad?
Asiente ella sin volver la cara.
– ¿Querrás ayudarme a soportar la espera?
Marina se levanta ligera, las mejillas todavía encendidas, la mirada brillante.
– De acuerdo -dice en son de guasa-. Seré tu comodín.
Toma asiento frente a Germán, cruza las piernas y continúa mirando el fuego. Pregunta luego:
– ¿Cuánto tiempo llevabas separado de Bruna? -Más de veinte años, ¿recuerdas? Cuando tú y yo nos encontramos en Montecarlo, Bruna ya no vivía conmigo.
– Es cierto: lo había olvidado.
– Ahora todo va a ser problemas: legalmente yo continúo siendo su marido.
– No -rectifica ella-. Ahora eres su viudo.
– Me cuesta hacerme a la idea. De cualquier forma los hermanos de Bruna van a crear-me conflictos. Siempre me reprocharon el vicio de su hermana. Decían que yo había tenido la culpa. Nunca quisieron aceptar la verdad.
– ¿Qué piensas hacer ahora?
– Afrontar la situación directamente. Presentarme ante ellos. Cubrir todas las formali-dades necesarias y renunciar a mis posibles derechos.
– Aplaudo tu idea.
Aquella mañana, en la costa catalana, nadie hubiera podido advertir que Bruna se dro-gaba. Era una mujer alegre, de mirada franca, que atraía poderosamente por su belleza y su simpatía. «Hemos invadido tu casa -se excusaba ante Marina-. Tina se ha tomado la libertad de invitarnos…»
Y Marina había contestado: «Lo que hace Tina está bien hecho. Somos como hermanas.» En cuanto a Tina no se cansaba de repetir: «Un matrimonio encantador. Una pareja indis-pensable.» En el lenguaje pedante de Tina aquella afirmación abarcaba todos los requisitos necesarios para que la sociedad aceptase aquel matrimonio sin el menor escrúpulo.
– En medio de todo, el asunto no es tan grave -comenta Marina-. No habéis tenido hijos. Los hijos, en semejantes casos, complican la situación…
– ¿Quién sabe? -dice él, nostálgico-. Creo que lo hubiera sacrificado todo por tener-los. ¡Si supieras lo que te envidiaba cuando tus hijos se acercaban a ti!
La lluvia continúa cayendo gruesa y oblicua. A veces se acumula en los salientes de las fachadas para colgarse a modo de chorro desde alguna cornisa o alguna gárgola.
– Pensaba siempre: «Un hombre sin hijos muere antes que los demás.» Tenía la impre-sión de que el recuerdo, es decir, la segunda vida humana, sólo podía prolongarse a través de los hijos. Reconozco que había mucho de orgullo egoísta en aquel deseo mío. Fíjate ahora…
Pero entonces Germán todo lo tamizaba por la desesperada necesidad de un hijo. Le parecía que sólo con un hijo podía sentirse verdaderamente completo. Se hartaba de decir: «Me siento defraudado, Marina, como si me hubiesen amputado un miembro o me hubiesen encerrado en una habitación sin puertas…» Su rebeldía cada vez más aguda.
– ¿Crees tú que el recuerdo de los hijos nos prolonga? No, Germán, esa idea resulta pueril.
– Quizá tengas razón.
Crece entre ambos un silencio extraño. Un silencio tumultuoso que se unifica al sonido de la lluvia y al de la leña. Marina lo quiebra suavemente:
– No sé por qué motivo, cuando la gente habla de los hijos, se obstina en darles una apariencia infantil… Se menciona «al hijo» (sobre todo antes de tenerlo) como se menciona un juguete, un juguete entrañable, que hubiese de durar toda la vida. -Entorna los ojos, mira hacia el ventanal y recuesta la cabeza en el respaldo del sillón-. Pero el juguete se rompe tar-de o temprano. Siempre acaba rompiéndose. Por mucho que nos afanemos en conservarlo…
Y recuerda a Lucía, tan alta como ella, esbelta, convertida en una mujer arrolladora, femeninamente cruel, despidiendo efluvios de falsa suavidad, irradiando una firmeza que Marina jamás hubiera sospechado en ella cuando era niña: «O lo aceptas, o me voy de casa…» Y percibe de nuevo el frío que había experimentado en las venas al oír aquella frase.
– Los hijos se transforman casi siempre en jueces de sí mismos. No admiten «ser hijos» cuando son mayores. Únicamente de un modo convencional y formulista.