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No puede recordar aquella escena sin recuperar todo el dolor que le había provocado. Se ve a si misma hablando con su hija como si fuera una extraña (como si jamás la hubiese tenido en los brazos ni la hubiese protegido contra cualquier peligro, intentando desespera-damente acertar, dar con la palabra exacta para convencerla de su error, pero adivinando también que, todo cuanto fuera a decirle ella, precisamente por ser su madre, iba a resultar estéril y desacertado.

– Cuando el juguete se rompe, cualquier reacción nuestra puede provocar catástrofes. Siempre hay un reproche a punto para los padres, siempre los hijos tienen asideros donde a-garrarse para echarnos en cara sus propios errores.

Marina no sabe con exactitud por qué está hablando de ese modo. Tal vez sea el insis-tente goteo de la lluvia lo que la está incitando a la confidencia.

– En el mejor de los casos, los hijos nos convierten en computadoras. Si el resultado que acusamos es satisfactorio para ellos, si les permite sentirse vindicados, la agresividad se di-suelve. De todos modos, la condena a la soledad es inevitable.

Probablemente Germán sabe que se está refiriendo a Lucía. Todo el mundo conoce, a su manera, la historia de esa hija suya. Todo el mundo la ha comentado a su antojo.

– Cuando los juguetes rotos se hacen mayores, nos quieren por obligación: solamente por eso. Y el amor obligado, ya lo sabes tú, Germán, es casi un insulto. Habla como si deseara que Germán la compadeciese y, al darse cuenta de ello, se avergüenza de haber sido tan explícita. Pero Germán no la compadece. Dice:

– También Vilana eligió un hombre casado. Son cosas inevitables. Nadie busca su des-tino.

Marina piensa: «Es imposible que me comprenda ahora.» No puede. Es difícil compren-der una situación cuando se observa desde la frontera contraria. Y Germán lleva ya muchos años en la frontera contraria.

– La vida actual está plagada de casos similares al de tu hija -continúa diciendo-. No irás a escandalizarte a estas alturas.

– No me escandalizo. Sencillamente me duelen. Sabe ahora que Germán no sólo no la comprende, sino que le está echando en cara su falta de elasticidad. No debió sincerarse del modo que lo ha hecho. Hay cosas que sólo pueden comentarse entre personas que hablan el mismo lenguaje. Germán y ella han dejado de hablarlo hace mucho tiempo. Debe intentar replegarse en sí misma y departir con él de un modo convencional (como los hijos mayores departen con los padres que interfieren en su vida privada), y sobre todo debe procurar que nada empañe las siete horas que tienen por delante.

Y se calla. No le explica lo duro que había sido para ella ver a Lucía rota. No le refiere lo mucho que había tenido que sufrir al ver su juguete querido con sus resortes atrofiados, su antigua dulzura convertida en aspereza, sus razonamientos descarnados, vergonzosamen-te crudos, volcados sobre la tristeza de Marina, Como si, lejos de ser su madre, fuera su ene-miga.

Y tampoco le dice lo duro que había sido descubrir de golpe que todo lo de aquella hija (su infancia, sus risas, sus peculiaridades… aquel sinfín de cosas que la habían obligado a enorgullecerse de ella) se desvanecía, Se desplomaba de un modo irremediable, porque el pasado se convertía de golpe en un simple ensayo, una ingenua imitación de lo que ella siempre había considerado auténtico.

– ¿Qué ocurrió entre vosotras? -pregunta él.

Pero ella se resiste a contestar. Teme la reacción de Germán. Han transcurrido demasia-dos años para sincerarse con él como hacía antes. Las barreras que han surgido entre ambos son ya manifiestas. No es posible derrumbarlas de buenas a primeras.

– Pretendía que yo aceptase a aquel hombre…

– Y tú te negaste.

Asiente ella mirando al fuego. Dice luego:

– Entonces se fue de casa.

Germán carraspea. Araña ligeramente el brazo del sillón y aspira con brío una porción de aire.

– No tenías derecho a evitar su felicidad. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en los asuntos ajenos.

Marina percibe en el centro del pecho el reproche que acaban de hacerle. Piensa: «¿Cómo puede hablarme de ese modo? ¿Cómo puede ser tan cruel?» Al fin y al cabo, si Germán toma al pie de la letra «eso de interferirse en los asuntos ajenos», tampoco él tiene derecho a juzgarla. «No es justo que sólo aplique su sentencia a lo que le conviene. Nada le da permiso para hablarme de ese modo…» Ni para censurarla, ni para discutir con ella si Lucía tiene o no tiene razón.

Pero se reprime. Con aplomo bien cimentado, dice:

– La felicidad que se construye sobre la desgracia ajena, nunca puede ser auténtica.

– Eso es cuenta de ella.

– Yo sólo quise advertirla.

– La ofendiste; hay advertencias que ofenden.

Marina se rebela interiormente: «Insólito -se dice-. ¿Desde cuándo una madre no puede advertir a su hija?» Pero se domina. Germán no consigue alterar su apariencia. Marina pregunta con voz serena:

– ¿Y ella? ¿No comprendes que también ella me estaba ofendiendo a mí? ¿O es que solamente la juventud tiene derecho a ofenderse? ¿Dónde hemos llegado, Germán?

Germán no contesta. Tal vez se haya dado cuenta de que ha ido demasiado lejos en sus comentarios. Dice con voz nostálgica:

– Pobre Lucía… Era una niña tan sensible… Y la imagen de Lucía vuelve a estar entre ambos, con su bañador mojado y sus pelos rubios pegados a las mejillas. Aquella mañana lloraba porque la niñera se empeñaba en sacarla del agua. Germán se había acercado a ella para consolarla. Decía: «Se parece a ti.» Y Marina la había estrechado entre los brazos: «Debes ser buena, Lucía: hoy es mi cumpleaños.» Y, en seguida, había ocurrido el incidente.

Lo había provocado Pascual Ordóñez: un Pascual Ordóñez sin dentadura postiza, como la de ahora, ni calvicie acentuada, como la de ahora, pero con menos calidad humana y mu-chos menos conocimientos científicos que los de ahora. El sol y los martinis le obligaban a tambalearse. Pascual decía: «Si no dejas de llorar, voy a operarte la voz…» Y Lucía se había tapado la cara con las manos: «Ya no lloro, ya no lloro», se defendía gritando. A partir de aquel día, cada vez que Lucía se portaba mal, los mayores le recordaban la amenaza: «Si no obedeces, vendrá el doctor Ordóñez a operarte la voz.»

El doctor Ordóñez no le había operado la voz, pero distraídamente había derramado el resto de su martini sobre el bañador de Marina.

– Siempre fuiste algo rígida con tus hijos.

– Esperaba que algún día comprendiesen y me agradecieran aquella rigidez.

– A veces parecías haberte tragado un bastón.

– Y se me indigestaba, Germán, te lo aseguro. No era rígida por placer.

Pascual Ordóñez pedía perdón, se acusaba: «Soy un imbécil…» Y contemplaba su copa vacía: «No entiendo cómo ha podido ocurrir…» Y ella, para quitarse la mancha de martini, había corrido hacia el mar. Recuerda ahora que Pascual le gritaba: «No te preocupes, Marina, esas cosas traen buena suerte…»

– Si hubiera sido blanda, alguien me habría reprochado mi falta de rigidez. Es difícil acertar.

Allá, junto a la caseta de baños, un toldo de lona cubría la mesa preparada para los invitados. Los días de cumpleaños eran largos, muy largos. El desfile de amigos era continuo. Especialmente por la mañana.

Marina no se había dado cuenta de que Germán la seguía hasta que hubo llegado a la tabla flotante. Germán decía: «Nadas demasiado de prisa», y jadeante, subía a la tabla, para tenderle una mano y ayudarla a trepar por la escalera colgante.

Cuando se tumbaron sobre la madera, tenían los dos el resuello agitado y miraban el cielo con los ojos llenos de sal.

– De cualquier forma, hiciera lo que hiciese, estaba condenada a equivocarme. Todos se equivocan, absolutamente todos.

Ya en la tabla, Germán había dicho una frase enigmática: «Venus no tuvo más padres que el mar.» Y, al preguntarle ella por qué decía semejante cosa, Germán había sonreído sin soltar prenda, como si lo único importante fuera mirarla.