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Sin embargo, su mirada no ofendía. Formaba parte de lo que la rodeaba. Era un estrato más del conjunto. Era una mirada que podía haber estado en el balanceo de aquellos pinos que nacían en la roca, o en la música que llegaba asordinada desde el tocadiscos lejano, o en el agua encalmada que sostenía la tabla.

– ¿Qué ha sido de tus otros hijos?

– Se casaron. A su modo son felices.

No explica, no quiere explicar. Tiene la certeza de que todo cuanto se refiera a la soledad que la rodea, va a caer mal. Germán no está solo. Por eso no puede comprender el vacío que envuelve la vida de Marina.

Y como si él leyera su pensamiento, dice:

– Desengáñate, Marina; la vida es demasiado larga para convertirla en éxodo. No debiste replegarte en ti misma del modo que lo has hecho.

– Pero también es demasiado corta para desperdiciarla con cantos de sirena. Hay algo más que el placer de una melodía, Germán.

Y piensa en Rogelio. En la brevedad de su vida y en su constante navegar por los recovecos de unas islas venenosas.

– Nadar contra la corriente es tarea dura -comenta él.

– No lo niego: cuesta convencerse de que el canto de las sirenas es solamente eso: una melodía atractiva, pero peligrosa, una especie de contaminación como la que nos vienen pre-gonando día tras día sin que nos den soluciones para evitarla… Nadie percibe realmente esa contaminación. Tal vez por ese motivo uno acaba creyendo que no existe.

Aquella mañana Rogelio se había quedado junto a la mesa preparada para los invitados. Llevaba puesto el bañador y una toalla de listas sobre los hombros. Marina lo recobra ahora tal como lo había visto entonces, alegre, lleno de vida. Su risa llegaba hasta la tabla flotante a impulsos de una brisa cálida y ella había pensado: «Esa risa no es normal.»

– Cada uno debe buscarse su propia solución -continúa diciendo ella-, y eso cuesta mucho, Germán, ya te lo he dicho: la soledad, el aburrimiento, las dudas… Todo se alía para obligarnos a decir: «Basta, ya no puedo luchar más.» No vayas a suponer que no he tenido dudas. Todo el mundo las tiene. Sobre todo cuando la propia existencia amenaza hundirse y las cosas más queridas se resquebrajan hasta convertirse en ruinas. Entonces todo se vuelve confuso, nada convence: es lo mismo que sentirse muerto en un mundo rebosante de vida, o vivo en un mundo muerto.

Marina se detiene. Aguarda a que Germán le replique. Pero Germán no responde. La deja hablar tranquilamente, las manos cruzadas sobre la rodilla, el cuerpo laso.

– De ahí a la desesperación no hay más que un paso -termina diciendo ella.

Germán extrae su pitillera y le ofrece un cigarrillo. Es una pitillera de oro, con una ins-cripción en el interior de la tapa. Pero Marina no puede leerla. Acepta un pitillo y lo enciende con el mechero de la mesa.

– No me quedó más remedio que atarme al mástil, como hizo Ulises. Era la única forma de salvarme.

– ¿Salvarte, de qué?

– Del recuerdo -contesta muy bajito.

No, no era normal la risa de Rogelio. Al menos no era la risa que ella conocía. Instin-tivamente se incorporó para mirarlo: necesitaba saber por qué su marido reía de aquel modo. Entonces vio a Bruna. Su cuerpo delgado se balanceaba a un lado y a otro como si imitase a alguien, y Rogelio, con voz sonora, exclamaba entre carcajadas: «Magnífico: nunca he visto una mímica tan perfecta.» Luego Bruna había dado un traspié y Rogelio, para evitar que cayera, la sostuvo con los brazos.

Marina aspira una bocanada de humo y lo lanza hacia arriba, lentamente, con los ojos cerrados:

– Dime, Germán, ¿cuándo supiste que mi marido y Bruna habían sido amantes?

4

Germán acusa el golpe sin inmutarse. Contempla el cigarrillo que sostiene en la mano e inclina ligeramente la cabeza:

– Creo que lo supe antes de que lo fueran. Debí de intuirlo aquella misma mañana, en la tabla flotante.

– Yo, en cambio, nunca llegué a sospecharlo -dice ella lanzando el cigarrillo a la chi-menea-. Ni siquiera lo comprendí cuando ocurrió lo de aquella noche en casa de Teresa.

– Al principio creí que tú también lo sabías. Luego me di cuenta de que no tenías la me-nor idea de lo que estaba pasando.

– ¿Por qué no intentaste evitarlo? -indaga ella. Pero en su voz no hay reproche. Sólo curiosidad.

– Estaba cansado. Terriblemente cansado. Hay cosas inevitables. Pensé: «Si no es con Bruna, será con otra.» Cuando un hombre presume de ser piedra, pero actúa con la endeblez de una masa de arcilla, como le ocurría a tu marido, acaba siempre por claudicar. Bruna fue solamente una gota de agua que terminó por horadar la supuesta piedra.

– ¿No te importaba?

Germán esboza una mueca vaga que denota indiferencia:

– No demasiado. Me había acostumbrado ya a los continuos devaneos de Bruna. Sí, ya sé lo que vas a decirme: eso tiene un nombre. Un nombre sonoro.

Lanza el humo riendo y le provoca tos. Luego dice:

– Por otro lado, estabas tú.

Pero en su frase no hay patetismo; sólo indolencia.

Y su confesión resulta inofensiva. Cierto tipo de confesiones, por mucha pólvora que hubieran almacenado, se debilitan al correr del tiempo.

– Por entonces, tu compañía compensaba con creces las infidelidades de mi mujer.

Marina se pasa la mano por la frente, mira la alfombra y mueve la cabeza de un lado a otro:

– Cuando se llega a nuestra edad y se da un repaso a la vida, se convence uno de que no hay nadie completamente fiel. Lamentable, ¿verdad?

– ¿Por qué dices eso?

– No lo sé -sonríe enigmática. Añade luego-: Dime, Germán: a título de curiosidad, ¿podrías jurarme que has sido fiel a Vilana?

– No, no podría. Pero la quiero.

– ¿Crees tú que eso es suficiente?

– Ella no lo sabe.

– Pero tú lo sabes por ella y eso crea barreras.

– El hombre es débil.

– No -dice Marina-, el hombre es absurdo.

Y se sumergen en un silencio grande. Un silencio de río revuelto, de posos viscosos y podridos. Un silencio que los traslada a otras épocas todavía sin posos, a unos días alegres, inofensivos, como aquella mañana de verano, cálidos como la brisa que balanceaba los pinos y firmes como las rocas que rompían el agua del mar.

Al principio Marina no había entendido aquel empeño de Rogelio en emparejarla siem-pre con Germán: «Yo no puedo acompañarte al concierto, Marina, pero Germán…» Y Bruna sonreía con aire triunfante: «Mañana voy a salir de viaje: por favor, Marina, no permitas que mi marido se aburra: contigo lo pasa tan bien…» Y ni siquiera se daba cuenta de que los continuos viajes de Bruna coincidían con los de Rogelio. Tampoco adivinaba que las frecuentes escapadas de Rogelio a Madrid fueran excusas para visitar a Bruna.

En cambio, había comprendido en seguida que los viajes de Germán a Barcelona eran pretextos para verla a ella.

– Así que nos utilizaron -comenta Marina fríamente-. Nos empujaban el uno al otro para estar libres.

– Era su forma de descargar la conciencia -responde él-. Y, al mismo tiempo, asegu-raban su propia situación.

– ¿Por qué lo permitiste? -vuelve a preguntar ella-. El juego era demasiado peligroso.

Germán aplasta el cigarrillo contra el cenicero. Evita mirarla. Dice como si hablara con la colilla:

– Ya te lo he dicho: en aquellos momentos tú eras la razón de mi vida.

Marina suspira hondo y de nuevo recuesta la cabeza sobre el respaldo del sillón.

– Dios Santo, cuesta trabajo creer que todo lo de aquella época nos hubiera parecido importante en un momento dado… ¡Qué estupidez tan grande! ¡Qué enorme estupidez! ¿Cómo podemos imaginar que existe algo verdaderamente importante cuando, en realidad, todo se esfuma?

– El hecho de que se esfume no excluye su importancia.