– No -dice ella-, lo que se borra tan fácilmente jamás puede ser trascendente. Lo peor es que nos auto engañamos y actuamos como si lo fuera…
– Sin ese autoengaño, ¿qué sería de nosotros?
– Viviríamos con mayor estabilidad… No entraríamos de lleno en la burla… Porque no me negarás, Germán, que ese autoengaño es una burla. Una mofa doblemente cruel, porque somos nosotros mismos los que la hacemos… Y nos llamamos adultos y nos consideramos razonables…
Marina se levanta. Necesita estirar las piernas. Se acerca a un cuadro para enderezarlo, pero lo deja más torcido. Busca un motivo que le permita sacudir ese manifiesto malestar que se está apoderando de la estancia. Recuerda de pronto que Bravo la espera y se agarra a ese detalle como a un clavo ardiendo. Hay momentos en que el discurrir sobre la miseria humana se vuelve realmente insoportable. Todo se transforma en tinieblas y oquedad y el desaliento grita por dentro con rugidos de agonizante.
Descuelga el auricular; pregunta:
– ¿Me permites? -Y piensa: «No hay derecho a que la vida sea tan inconsciente, tan falta de algún valor positivo.»
– Adelante: estás en tu casa.
Teme que Germán adivine su coraje y ensaya una sonrisa mientras marca el número. Se dice que lo que ocurre es que nadie sabe enfocar la vida. Todos se empeñan en considerarla un fin cuando sólo es un medio, un camino atractivo y engañoso como el canto de las sirenas.
Bravo no tarda en contestar. Se comprende que estaba aguardando su llamada.
– Me has tenido inquieto -le oye decir Marina-. Pensé que te había ocurrido algo.
Ella le explica:
– …un incidente sin importancia. Mi equipaje se había quedado en Madrid.
– ¡Vaya contrariedad!
– Al fin se ha resuelto todo. La maleta está en camino -habla con cierta euforia, como si le importase lo que está diciendo-. He comprado el Zabaleta al precio que convinimos.
– Lo celebro. Buen trabajo. ¿Tardarás mucho? Hay varios asuntos pendientes.
La voz de Bravo parece distinta. No le resulta tan familiar como de costumbre.
– Procuraré pasar por la galería antes de almorzar, pero no te lo garantizo -mira a Germán; él no la ve. Ha vuelto a coger el periódico y probablemente se ha sumergido en los arcanos del próximo viaje de Nixon a Rusia-. ¿Como va la exposición?
– Ayer se vendieron dos cuadros. Esta vez Roland ha caído bien.
– Te lo vaticiné.
– Tenías razón. No podemos quejarnos. Hoy, probablemente, habrá parón. Los viernes y los sábados, ya sabes lo que pasa. La gente escapa de la ciudad.
– ¿A pesar de la maldita lluvia?
– Ya nadie repara en el tiempo. Bueno: hasta luego.
El laconismo de Bravo es contagioso:
– Hasta luego -dice ella.
Mientras cuelga, el aparato, Germán deja el periódico en la mesa y se acerca al ventanal.
– ¿Te esperan? -pregunta mirando la calle.
– No hay urgencia.
– Ya no llueve -comenta él con la frente pegada al cristal.
Abajo los transeúntes caminan mustios, sorteando charcos y pisando con cautela, como si el pavimento fuera a deshacerse. Algunos despistados sostienen aún el paraguas abierto.
– Sin embargo, el cielo sigue encapotado -responde Marina.
Los árboles, de brotes recientes, se ven pochos, como avejentados antes de tiempo. El aguacero los ha deslucido y la hojarasca que ha provocado, corre profusa arrastrada por la corriente hacia los remolinos que se forman en los sumideros.
– Una calle desgarrada -declara Marina.
Y regresa al sillón como si no pudiera soportar la imagen que le ofrece el desgarro de la calle. Germán continúa de espaldas. Se comprende que piensa en lo que acaban de hablar antes de la conversación telefónica. El silencio que mantiene lo está delatando. Dice de pron-to, sin hacer el menor movimiento:
– A pesar de todo, aquello nuestro fue un bello sueño. Un sueño que se quedó en el camino.
– Tal vez por ese fuera bello -contesta ella-. Porque nunca llegó a realizarse.
– ¿Lo recuerdas bien? Volvía, siempre volvía… Pasaban los meses y cuando menos lo esperábamos, ahí estaba el sueño otra vez. Así durante diez años.
– Sí -repite Marina-, siempre volvía.
Germán deja de mirar la calle y regresa a la chimenea. Permanece en pie, frente al reloj que hace sonar una hora loca. Pregunta:
– ¿Cómo supiste lo de Bruna y Rogelio? ¿Quién te lo dijo?
Marina no se atreve a contestar. Tiene la certeza de que, si lo hace, deberá seguir dando explicaciones, y la desgana que siente no se amolda a ellas.
Una pereza inmensa invade sus ideas, las inutiliza, las aparta cada vez más de lo que Germán le ha preguntado.
Por eso finge no haber oído la frase y se limita a describir los pormenores de aquel sueño que se quedó en el camino.
– Cualquier tema de conversación nos parecía esencial. En realidad, lo que de verdad contaba, no era el tema, sino el hecho de discurrir tú y yo, mano a mano, tranquilamente, como dos buenos amigos.
De nuevo la profusión de imágenes retrospectivas invade la mente de Marina. Se ve a sí misma cabalgando por el monte recorriendo caminos abruptos, dejando la ciudad atrás, deteniéndose a veces para que el animal reposara o abrevara… Y percibe el olor a hierba y a estiércol, y escucha el suave gotear de una fuente o el ruidoso relincho de la bestia mientras su mano acariciaba la crin.
Pero entre todas las imágenes, la que se impone es la efigie de Germán: un Germán er-guido, sereno, increíblemente joven, montado junto a ella, el perfil inalterable, paralelo al su-yo, dándole a entender, sin palabras, que sólo en el infinito aquellos dos perfiles podrían llegar a unirse.
– Sí -dice él-, al principio «aquello» era sólo amistad.
Y no se equivoca. Había sido una amistad limpia, llena de respeto, una amistad que apoyaba, que ayudaba, que llenaba la vida de buenos propósitos.
– ¿Sabes, Germán? Estoy plenamente convencida de que el amor (eso que la gente lla-ma amor) es únicamente una especie de nivel, un hueco que pide ser rellenado, una autosatisfacción compartida.
– ¿A qué viene esa definición?
– Estaba queriendo analizar el fenómeno sentimental. Todo el mundo necesita sentirse compenetrado con otra persona, pero todo el mundo se engaña cuando encuentra a esa per-sona. De hecho creemos que ponemos nuestro amor en ella, cuando lo que ocurre es que nos amamos a nosotros mismos a través de ella. No, Germán: no es la persona lo que verdadera-mente importa: es lo que esa persona puede darnos o acaso lo que esa persona puede hacer-nos sentir cuando el vacío nos invade.
Germán acaricia el reloj, no replica. Mira las manecillas y escucha el tictac, casi imper-ceptible, tímido como el goteo de los árboles.
– Luego está la novedad. La novedad es un acicate poderoso. Por eso el ser humano es tan inconstante. Siempre creemos que puede haber algo mejor…
Germán enciende otro cigarrillo, lentamente, como tiene por costumbre. Dice sin apartar la vista del reloj:
– Es posible que tengas razón.
– Ahora comprendo que si yo me decanté hacia ti, fue solamente por eso. Porque me sentía vacía, porque Rogelio me negaba todo lo que tú me dabas.
– ¿Sólo por eso?
– Estoy casi segura.
– Entonces el amor es un mito.
– Creo que sí. Sólo que la vida está llena de mitos fundamentales.
– Si fue un mito, ¿cómo te explicas que durase tanto?
– Porque jamás llegó a cumplirse. Porque tuvimos el buen gusto de no quemarlo.
Vacila, piensa concienzudamente lo que va a decir. Añade luego-: Además, casi todos los mitos son reflejos de una realidad. El amor existe, pero no tal como lo comprende el hombre. El ser humano se ha empeñado en reinventarlo, en hacer del amor algo propio, algo aje-no por completo a la fuente que lo nutre.
– No te entiendo.
– Es muy sencillo -dice Marina, y su voz se apaga cada vez más-. El amor es sacri-ficio, y el ser humano lo vuelve egoísta. El amor es pureza y el ser humano lo ensucia. El a-mor es esperanza y el ser humano lo desespera. Confundimos el amor con el sexo, la pose-sión con la felicidad, la inquietud con la ilusión… No sabemos manejar el amor. Por eso lo destruimos.