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– ¿Y por qué yo?

– Porque no tengo a nadie más: eres la única que conoce lo que ocurría en estas dos casas…

Ella permanece unos instante absorta. Digiere con calma el razonamiento de Víctor y asiente involuntariamente con la cabeza ladeada. Se detiene en medio de la sala y lo mira con frialdad.

– ¿Y qué me ofreces?

– Lo justo, partes iguales: un millón y medio para cada uno. Con eso podríamos comprarnos la libertad definitiva.

Ella sigue mirándolo, pero ya no lo enfoca fijo. Sus ojos se mueven inquietos. Piensa.

– De lo contrario, te toca volver a pedalear y a menear el culo por la calle. Y te despides del carro, y de los tres mil dólares mensuales. Sin una orden de Rieks, yo no podría disponer de él… La empresa me lo va a retirar…

Alicia suspira entrecortado, como los niños después del llanto. Ya vislumbra los alcances del desastre, y algo que le dice que tiene que contrarrestarlo, tomar medidas. Sí, tal vez…, pero…, no sabe qué pensar de Víctor.

Su percepción, su sentido común, una lógica de los hechos más recientes, le indican que no puede ser un asesino. Sería insensato suponer que ha matado a Groote para sacarle dinero a un cadáver. En todo caso, lo mataría después de cobrar el dinero. Y en ese caso, no la buscaría a ella como cómplice, después del crimen. No no, imposible. Víctor puede ser un bandido, un cínico, un inmoral; pero no es un asesino ni el psicópata que acometiese un plan tan estúpido.

– ¿Y si no acepto tu propuesta?

– Sin tu ayuda, yo no puedo hacer nada. No podría cobrar el rescate…

– ¿Y qué harías, entonces?

– Llamar hoy mismo a la policía; enfrentar durante algunos días las sospechas, interrogatorios, etc., hasta que todo se aclare. Lo del cadáver no me preocupa; no tengo nada que temer. Lo malo es que cuando inspeccionen la casa van a descubrir lo que ocurría aquí.

– ¿Qué cosa?

Alicia vuelve a mirar la espesa cortina roja que cubre la pared divisoria de un extremo al otro y del piso al techo…

Como si adivinara su pensamiento, y sin dejar de hablar, Víctor descorre las cortinas, coge una llave de una gaveta y abre de par en par las puertas del armario.

– Todo esto -señala con un amplio ademán-: la pantalla entre las dos casas…

Ella contempla boquiabierta la sala del estanque. El fauno sigue sonriendo, tumbado boca arriba…

– …y cuando me interroguen, inevitablemente, saldrás a relucir tú. Por eso te llamé, para que me ayudes a pensar.

– En eso estamos… ¿Y cuál es tu otra alternativa?

– Acelerar el coche a doscientos y reventarme contra un pinche rbol.

Ella lo escruta pensativa.

– ¿Sentías algo por Rieks?

– Sí, gratitud, simpatía… Como amigo, fue excelente. Él se enamoró de mí…

– Tiene buen gusto… ¿Y en la empresa lo sabían?

– Hasta ahora, no. Pero si no desaparezco el cadáver, lo van a saber mañana mismo.

– ¿Y cómo lo van a saber?

– ¿Y qué carajos iba a estar haciendo conmigo, disfrazado de negra, con esa pinche peluca y con mi semen adentro?

– Cierto -admite ella.

Él solloza y se tapa los ojos.

Aquella brutal sinceridad de Víctor y su llanto, indiscutiblemente sincero, la animan. La propuesta del secuestro comienza a adquirir corporeidad, peso. Alicia siente que pisa un terreno más firme.

Se acerca a él y le acaricia la nuca. Se sienta a su lado y lo sigue acariciando. Espera a que se desahogue.

– El problema nos afecta a los dos -dice él, mientras se seca las mejillas con el dorso de la mano-. Por eso tenemos que decidir juntos.

Alicia vuelve a pensar en la dimensión del escándalo.

– No me siento bien aquí -le dice de pie-. ¿Por qué no pasamos a la otra casa?

– ¿Tienes las llaves de atrás?

Ella coge su bolso de la mesa, lo abre y le muestra las llaves.

Salen juntos al patio. Las últimas estrellas de la madrugada se apagan hacia occidente. De algún lugar no muy lejano les llega la música de un danzón, y de los frutales del fondo, un olor a trópico maduro.

Víctor quita la traba a la puertecita de hierro que comunica los dos traspatios. Penetran un poco agachados, atraviesan una pequeña colina de grama, siguen un senderido empedrado, bordean la piscina y al llegar a la vivienda, con una segunda llave, Alicia abre la puerta corrediza del ventanal.

– Tengo sed. Voy por un refreso. ¿Quieres?

– Mejor una cerveza…

Mientras ella va a la cocina, él levanta el fauno tumbado y lo pone de pie. Sonríe. La sonrisa del fauno es contagiosa.

– ¿Te gustó lo de ayer?

– Absolutamente genial…

– Pero ya es historia vieja -Alicia le alcanza la cerveza-. Never more… Vamos a lo nuestro, ahora.

Toma un trago largo de cocacola, acomoda sobre la mesa una libreta y un bolígrafo y se sienta como para una reunión de negocios.

– Explícamelo todo con calma -y traza una raya en el bloc.

A las 07:15, Víctor termina su exposición.

Alicia está casi convencida.

Sí: el plan para librarse del cadáver no ofrece dificultad. Bueno…, a menos que se les atraviese un infortunio muy improbable, todo lo que Víctor propone parece factible… El aspecto más complejo es el cobro del rescate; pero tal como lo ha concebido Víctor, que conocerá al detalle y de antemano todo lo que decidan los Groote y sus empleados ¿qué peligro puede haber?

Víctor hace una pausa para ir al baño, y Alicia aprovecha para caminar un poco sobre el césped del patio. Abre una pila que hay junto al garaje y se moja la nuca y las sienes.

Cuando Víctor regresa, ella dobla las dos hojas que ha llenado de notas, las guarda en un bolsillo de sus jeans y coge el llavero.

– Necesito estar sola para decidir -le dice por fin y avanza hacia la salida-. Espérame aquí si quieres. Dentro de un rato vuelvo a darte la respuesta.

– ¿Adónde vas?

– Por ahí, no sé. -Mira la hora.- Espérame, vuelvo seguro antes de las diez.

Víctor no dice nada. La despide con un resignado encogimiento de hombros y un gran bostezo.

– Yo voy a ver si puedo dormir un poco.

Al timón del descapotable, por Quinta Avenida, Alicia comienza a ver más claro. Aquel puñetero azar, aquel patinazo sobre la aceituna, echan por tierra sus planes. Los desbaratan, coño. Sin el dinero que se ganaba con su show, y sin el carro, ya no podrá sostener su tren de vida. De los quince mil fulas que se ha ganado, entre ropas, buena vida y estratégicas invitaciones a sus cortejantes, ha gastado más de diez mil. La reserva que le queda, ya no podrá invertirla en su propia promoción. Eso aplaza y dificulta todo. Cuando ya sus perros olfateaban el rastro de los millones, la presa vuelve a levantar vuelo. ¿Deber aceptar las proposiciones que tiene en firme? ¿Irse a Madrid, a Milán, a Buenos Aires?

Antes de llegar a su casa, en el parque de Quinta y Veintiséis se estaciona y enciende un cigarro.

¡Verdá que la muerte del holandés era una jodienda, coño!

Si se destapaba ahora un escándalo, se enterarían todos los extranjeros de La Habana. ¿Cuánto tardaría en regarse la noticia de los shows que ella le montaba a Groote? Su nombre circularía en boca de todos. De firma en firma, de discoteca en discoteca, de puta en puta. Dámaso, Otto, Alberto, Enzo, Yves, todos terminarían por saberlo. Y entonces, adiós Europa, chau Buenos Aires. ¿Volver a pedalear? Sí, pero con aquel antecedente, ya no podría recuperar su imagen de joven dama digna. ¿Quién le propondría matrimonio después de saberla una pornoputa a sueldo de voyeurs? Lo único que le quedaría sería meterse a puta en serio, al duro y sin careta. ¡Coño, cuando todo funcionaba de maravilla! En qué momento había venido a resbalar el maricón de mierda ese.

Sí. Lo de Víctor era lógico. Después de tres años en aquella vida, no quería verse ahora con una mano alante y otra atrás. En su lugar, ella también se daría un tiro. Si no fuera por su madre, coño…