El panameño era riquísimo y buen mozo, pero se le adivinaba el déspota y olía a maffia; el alemán, más rico todavía, pero demasiado viejo y muy matraquilloso; el argentino, un niño bien, un poco loquito, heredero, empresario, pero inmaduro y muy lleno de reclamos. De los cuatro, ella hubiera escogido al italiano, pero no tenía suficiente dinero, era muy gordo y bastante zonzo.
Tenía que seguir pedaleando.
7
En un cuarto muy desordenado, sobre improvisados estantes de madera y desparramados por el piso, hay varios ventiladores, una cocina eléctrica, un refrigerador, guitarras, bicicletas, una moto…
Margarita, con un delantal y guantes de goma, alza un poco las piernas para caminar en medio de los trastos, y mirar una etiqueta pegada a un equipo de aire acondicionado [1]…
– Este es un Westinghouse, y te lo puedo dejar en mil…
Un mulato cuarentón que viste camisa floreada, con cadena de oro al cuello, sombrerito blanco de alas cortas y un puro en la boca, se lleva una mano aparatosamente a la cabeza.
– Y ese otro en 800…
– No seas genocida Margarita, no nos lleves tan recio…
– Sí, chica -añade un rubio joven, fortachón de grandes
bíceps-, no nos machaques, fíjate que te vamos a comprar los dos…
Margarita, muy segura de sí, replica amigablemente:
– ¡Qué va, mi vida! Mil ochocientos por los dos o nada…
Se oye un coche llegando. Margarita se asoma a una ventana para
observar.
– ¡Coño! Viene Alicia con una visita, y yo no tengo nada
preparado…
Se dirige rápidamente a la sala, coge una guitarra y la guarda en un trastero. Luego abre un mueble, saca una foto con un desnudo de Alicia, y la dispone bien en evidencia sobre una mesita redonda mezclada con otras fotos. Echa un vistazo a las existencias del bar, verifica al trasluz el contenido de una botella oscura y pasa a la cocina.
Abre la nevera, traslada unas botellas de cerveza desde el estante de la puerta al congelador, donde introduce también un par de vasos. De allí mismo saca unos langostinos y los pone a descongelar en un horno de microondas. Abre un pomito de plastico, vierte el contenido en una cazuelita y la pone a fuego lento.
Se acerca a otra ventanita, mira ansiosamente hacia afuera y murmura algo ininteligible.
Cuando regresa junto a los dos hombres, el mulato está terminando de contar el dinero.
– OK, aquí tienes los mil ochocientos. ¿A cuánto me dejas la moto y la nevera?
– No, no me des dinero ahora, que no tengo tiempo ni para contarlo… Vengan por la tarde o mañana de mañana. Dale, salgan rápido por el fondo.
Los hombres se marchan y Margarita cierra la puerta del patio. Corre una cortina, se quita sus guantes y su delantal. Yergue la cabeza, alza un poco las manos, y con un andar de lady elegante, se encamina hacia la puerta. De paso ante el espejo de la sala, vuelve a inspeccionarse aprobatoriamente.
Margarita abre la puerta para recibir a Alicia en el mismo momento en que Víctor termina de sacar la bicicleta del maletero. Alicia la coge por el manillar y se acerca, con el pedal en la otra mano. Cuando ingresa al pequeño jardín delantero, su madre inicia sus programados reproches.
– Ya yo sabía que te iba a dejar a pie. Deberías botar ese trasto y pedirle a tu padre que te compre una moto…
– Mi mamá…, Víctor… -presenta Alicia.
– ¡Uyy! ¡Alain Delon! -exclama Margarita, sin prestarle atención-. Y tú eres muy cabezona, ya estoy cansada de decirte…
– ¡Ya, mamá, basta! -protesta Alicia-. Uff…
– Perdón, señor, adelante, pase, por favor -se disculpa Margarita, y volviéndose a Alicia-; pero tú deberías pedirle a tu padre…
– ¡Mamaa, no jodas más! -y mirando malhumorada a Víctor-: Está encarnada con que me tengo que comprar una moto. ¡Como si fuera tan fá cil!
Ante los clientes, Alicia enfatizaba el desenfado de su vocabulario. Dos mujeres elegantes que sepan decir oportunas palabrotas, lucen emancipadas, liberales, chic. Ninguna mujer de origen humilde dice palabrotas ante un desconocido al que quiere agradar. Y a todo extranjero, habituado al vasallaje innato de las prostitutas del Tercer Mundo, aquel desenfado de las cubanas los sorprende y luego los cautiva.
– Usted no es cubano ¿verdad?
– No señora, canadiense.
– ¡Pero habla perfecto el español! Yo hubiera dicho que era mexicano…
Pasan a la sala.
– Sí, mi señora: he vivido muchos años en México. Es mi segunda patria.
– ¡Qué envidia! Verá usted, una vez, mi marido…
– Ay, mami, tu vida se la cuentas después. Ahora invítalo a un trago. Yo necesito una cerveza. Tengo la garganta reseca.
Y Alicia desparece en la cocina.
– Por favor,siéntese -lo invita Margarita y le indica la butaca frente a la cual dispuso la foto del desnudo-. ¿Qué le gustaría beber? ¿Un refresco? ¿Algo fuerte?
Víctor no se decide.
Ella observa la estantería del bar y ofrece, como si fuera lo más naturaclass="underline"
– ¿Ron, coñac, whisky, vodka, gin, cerveza…?
Ignora si su nuevo visitante estará ya al tanto, de que muy pocas casa cubanas, donde viven muchachas que montan en bicicletas chinas, disponen de un surtido semejante.
– Bueno…, también una cerveza. Gracias, señora.
Mientras las dos mujeres permanecen en la cocina, Víctor observa los detalles de la sala: muebles de estilo, originales de pintura cubana, un cortinado elegante, adornos de buen gusto.
Alicia regresa con una bandeja, dos botellas de cerveza y sendos vasos.
En ese momento, Víctor descubre lo que inevitablemente tenía que descubrir: la foto del desnudo. Frunce el ceño. Luego sonríe.
– ¡Híjole! ¿Eres tú, no? -y con la foto en la mano la observa
más de cerca.
– Sí, es tomada de un cuadro -se ríe Alicia, mientras destapa
las botellas y se dispone a llenar los vasos.
– Para mí está bien en la botella, gracias. ¿Así que tomada de un cuadro…?
Alicia se empuja un larguísimo trago de cerveza, suspira
satisfecha, deja el vaso sobre la mesa y le tiende la mano.
– El cuadro arriba. Ven que te lo enseño.
Víctor coge su botella y se deja conducir escaleras arriba.
Por cierto, una bella casa.
¿Quién sería aquella extraña muchacha?
De momento, una hembra monumental, que se comporta con una rara autenticidad (patadas a la bicicleta, coño, mamá no jodas) y una elegante desenvoltura. También se lo pareció su madre; un poco chiflada, pero con clase.
Durante el trayecto, Alicia había despotricado contra el transporte habanero y lo harta que estaba de moverse a dedo, o lidiar el drama mecánico de su bicicleta.
Sobre la pared de la escalera en espiral, colgaban unas telas; entre ellas la de un gallo polícromo, onda Mariano. ¿Un original?
Al entrar en una habitación, cama destendida, mesa de dibujo repleta de papeles, destacaba sobre la cabecera el gran desnudo de Alicia que viera en la foto.
– Hmmm, excelente -apreció Víctor- y pasó la mano sobre un pezón.
Ella soltó una risita pícara.
– Nada más que para palpar la textura -simuló disculparse-. ¿Hecho en Cuba?
– Sí -dijo ella, rebuscando algo en un cajón del escritorio.
Media hora después, tras haber visto el otro cuadro en la habitación de los espejos, informarse de que Alicia no era exactamente especialista en pintores sino más bien en hombres apuestos; tras saborear la humedad de sus labios furtivos; sentir un seno demoledor sobre el brazo; haber dado cautas palmaditas a un perrazo bizco; enterarse de que Leonor había devuelto la guitarra; oírle a Alicia una canción de Marta Valdés y el bolero Dos gardenias a Margarita, probar unos camarones enchilados, sonreír ante los infaltables comentarios sobre su pinta de Alain Delon y su acento de Jorge Negrete, explicar su nacionalidad canadiense, sus veinticinco años de residencia en México, sus estudios en los EE.UU., tomarse otra cerveza, despedir a Margarita a quien ¡uyyy! se le hacía tarde para su cita con el dentista, y enterarse de que aquella era su casa, Víctor recibe el primer beso prolongado, prolongadísimo y ardiente.