Anoche volví a oír una de las historias más populares de la Universidad. Un joven estudiante de Derecho, desaseado y sin afeitar, asiste en persona a una de las tediosas clases en un amplio anfiteatro. Su atención divaga (como la de sus condiscípulos, que hacen garabatos, charlan y leen novelas; es muy raro que los alumnos escuchen a un profesor, aunque sólo sea porque la mayoría de éstos se limitan a repetir el contenido de los pesados libracos). Tres filas más abajo, y una docena de asientos hada la derecha, descubre a una muchacha bonita a la que nunca ha visto antes. Le escribe una nota y se la envía, haciéndola circular de mano en mano. «Me gustas. Ven esta noche a mi cuarto, a las siete, y fornicaremos juntos». La joven atildada escribe su respuesta sobre el margen y devuelve el papel por la misma vía. «Estaré allí a las siete. Entendí tu insinuación».
El viejo chiste siempre arranca carcajadas... porque, dicen los estudiantes, es muy veraz. Les sorprende enterarse de que incluso después de todos los recientes progresos de la permisividad, la vida sexual en Harvard es menos profusa e informal. Y todavía me maravilla lo que se puede obtener aquí con sólo pedirlo.
Aparentemente, a algunos profesores les resulta tan difícil como a mí concentrarse en su trabajo. Los estudiantes cuentan, por ejemplo, que el «patrón» de las lenguas escandinavas tiene más aptitudes para los amoríos que para la Filología. Después de invitar a las alumnas no graduadas a su apartamento, les comunica que tienen calificaciones dudosas, y «nos posee como un loco», en palabras de una de sus víctimas confesas. Otros profesores también son famosos por sus aventuras, y sus conquistas, que además son muy fáciles, se multiplican por la afluencia de alumnas hacia ellos... Juro que todo esto es cierto, pero no lo es la implicación sobre mi fortuna personal. Incluso aquí —sobre todo aquí, donde me rodea por todas partes una sexualidad vigorosa— consigo estropear las cosas en el último momento, y saco menos provecho que el que debería sacar. Cuando me siento melancólico, ansio sepultarme en el bálsamo de la pasión. La feminidad rusa parece brotar directamente de la tierra, como los espárragos. Los brazos fuertes, ligeros, y la tenue protuberancia de las vulvas a través de las faldas, me atraen con la fascinación de todas las alumnas avanzadas de la escuela superior que alimentaban antaño mis fantasías. La carne parece tan dúctil.
Masha, la hija del minero, tiene la personalidad femenina más vigorosa de nuestra planta, pero la muchacha más bonita —la más encantadora que conocí en todo Moscú hasta que encontré a mi propia Anastasia— es Natasha, que parece una sílfide. Es posible, empero, que sus trenzas distorsionen mi juicio. Es la única muchacha que aún las usa: las tradicionales trenzas rubias que le caen hasta la cintura, ornamentadas con cintas en los extremos. A veces las hace revolotear alrededor de la cabeza, dejando al descubierto su cuello lechoso. Tiene un rostro redondeado, ojos transparentes y rasgos eslavos clásicos. Su boca es casi demasiado perfecta para los besos. Cuando se sienta en la sala común, con la cabeza inclinada, tarareando para sus adentros, creo estar contemplando a la modelo de un Renoir ruso.
Natasha oscila sobre el filo de graves problemas académicos. Dice que su mente divaga... superfinamente, porque así lo proclama su expresión más característica. Se desliza por el corredor, mientras sueña despierta con su futuro. Cada pocos días viene a mi cuarto y, si estoy solo, se sienta sobre mi litera, estrujándose las manos y suspirando. Es tan hermosa y está tan ajena a ello que yo siento deseos de que nos enamoremos y vivamos eternamente felices. De vez en cuando habla de su hermana casada que vive en Moscú... quien, según descubrí un día, cuando intenté seguir sus pasos no existe: en ese número no hay ningún edificio. La idea de convertirse en maestra, profesión a la que está destinada, la abruma. No siente el menor interés por la historia soviética, que es el tema de su tesis, ni, en verdad, por la historia en general.
—¿Qué anhelas ser, Natasha? —estipula el juego que jugamos diariamente en nuestro piso.
—Actriz.
—¿De cine o de teatro?
—De teatro —suspira—. Pienso que mi lugar está ahí.
Corre a la litera de cualquiera que le diga que tiene condiciones innatas de actriz, pero estalla en sollozos cuando descubre que la han engañado. (No ha actuado nunca, excepto en una obra teatral de la escuela secundaria, hace tres años.) Su llanto partía a menudo de diversos cuartos, pero últimamente varios muchachos mayores han asumido el papel de protectores suyos, y a su vez han dejado de acostarse con ella, porque, dicen, no es divertido aprovecharse de una criatura.
El muchacho que más ama a Natasha es Kemal, pero ella ni siquiera quiere cenar con él. Al igual que muchas jóvenes de este país, siente una repugnancia visceral por la piel «negra». En verdad, el color de Kemal es delicadamente parduzco, y a la altura de sus tobillos, el tono es el de un bronceado solar por contraste con el blanco de sus adoradas pantuflas de badanax compradas en Harrods. Va y viene por el corredor, estudiando como un gurú mientras camina, y cada vez que se encuentra con alguien que habla inglés le invita a su cuarto.
—¿Quieres que tomemos una taza de té? —pregunta en inglés la voz de cadencias indias, con un toque de acento ruso.
—Disculpa, Kemal. Llegaré tarde al cine. No puedo entretenerme.
—Estás demasiado pálido. Necesitas un poco de buen té.
Kemal vive junto a la cocina, en una habitación que ocupa desde hace cuatro años. (Jura que en el primer invierno encontró un micrófono debajo de la cama, y si esto es cierto, se trata del único descubrimiento tangible de esa vigilancia electrónica de las habitaciones de extranjeros que los rusos dan por supuesta.) Hijo de un rico industrial de Nueva Delhi, fue enviado a estudiar a Moscú y no a su amado Oxford por «infortunadas razones políticas», según dice. No se explaya sobre el tema, pero está dispuesto a explicar cómo enfrenta otro problema heredado. Al igual que su opulento padre, Kemal es bajo y esmirriado, de pelo renegrido y está dotado de un pene inusitadamente pequeño. Esta insuficiencia le inquietó mucho hasta que un sabio que vivía cerca de la residencia de verano de su familia le enseñó los rudimentos del hipnotismo. Utilizaba este poder principalmente para convencer a sus conquistas de que el miembro del que disfrutaban era «muy voluminoso y grueso», y ahora insiste en que las muchachas rusas son sus mejores sujetos.
—Son susceptibles a eso, ¿entiendes? Porque siempre están atosigadas con estadísticas para convencerlas de que tienen tres veces más de lo que en realidad tienen. Cifras de producción, datos de producción... en última instancia es lo mismo, ¿sabes? Es un clima favorable para mi pequeña impostura.
Kemal me interroga durante horas acerca de las probabilidades de que llegue a materializarse su sueño: realizar estudios como graduado en el Massachusetts Institute of Technology, tomando como base su título de Moscú. (Cuando llegaron las solicitudes de ingreso —¡imaginaos los problemas que causaron a los intrigados censores postales!— pasé días interpretando las preguntas y ayudándole a redactar las respuestas. Kemal veía significados ocultos y corregía las respuestas como lo habría hecho un reo empeñado en la tarea de obtener la suspensión de su ajusticiamiento.) Además, cada año en el mes de setiembre trata de fundar algo semejante a una Unión de Habla Inglesa con la nueva camada de estudiantes de intercambios norteamericanos e ingleses. Pero sus amigos más íntimos son los dos miembros de una pareja rusa que se vincularon con él durante la primera semana de su estancia en Moscú, doscientas treinta y tres semanas atrás, «sin contar los días». La pareja convive oficiosamente dos pisos más abajo, y ha batido una especie de récord universitario en materia de durabilidad de las relaciones amorosas. Conozco relativamente a la joven, Anna, de ojos castaños, una bielorrusa con toda la vehemencia de una alumna de Radcliffe que imagina ser poco atractiva. Pero Serguei, la dínamo humana, me elude: proyecta llegar a ser funcionario público, de ser posible en el servicio diplomático, y la confraternización con un norteamericano podría perjudicarle. Según Anna y Kemal, Serguei, vástago de una familia pobre, no se detendrá ante nada con tal de abrirse camino.