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Sin embargo Sombras de nuestros antepasados olvidados era como tú dijiste: lírica, honesta, perfecta. No entiendo cómo proyectan filmes inspirados como éste, mientras los censores hacen picadillo herejías de mucho menor envergadura. Debemos hablar de este tema. De la razón por la cual autorizan estos filmes singulares que exploran la vida como pocas producciones occidentales pueden hacerlo, y que demuestran que ni una sola de las palabras del Partido guarda relación con las verdades importantes. Ahora me cuentan que se exhibe uno nuevo de tu Vasili Shukshin acerca de un criminal —¿puedes creerlo?— que termina trágicamente por todas las razones ideológicas más incorrectas.

¿Será posible que no lo veamos juntos? He aquí de nuevo mi cruz. Procuro llevarla silenciosamente, pero cuanto más me concentro en un tema «neutral» y me aproximo a su sentido íntimo, tanto más me desvió hacia ti, que eres mi Sentido íntimo. Y otra queja. Prometiste reservarme el nuevo Jardín de los cerezos, pero los amigos me dicen que has estado viéndolo con otro. Tal vez mis celos son femeninos. ¿Pero acaso no te gustaba a ti también trocar los papeles?

 

Me recordaste el estúpido comentario que le hice a Chinguiz mientras cruzábamos el arroyo, y me dolió. Quería decirte esto, y explicarte el porqué. Pero recaí en mi vieja angustia de pensar que nadie puede decir jamás la verdad absoluta sobre ningún tema. Intenté limitar las cien causas originarias para poder discutir las principales, respecto a qué era lo que había fallado en ese paseo... y en nosotros. Pero me sentía Constantemente abrumado por él problema más amplio, de índole filosófica, en virtud del cual todo está interrelacionado, y entonces renuncié porque era imposible dar una explicación realmente sincera.

Me preguntaste por qué estaba callado. Respondí que no podía decírtelo. Porque no quería mentir, ni hacerme pasar por un héroe con falsa profundidad. La misma necesidad de mantener contigo un diálogo totalmente veraz fue la perdición.

De modo que en esa oportunidad mis intenciones fueron limpias... a diferencia de lo que sucede ahora, cuando formulo precisamente ese tipo de explicación con verdades a medias que quise evitar entonces. Pero no existe ninguna justificación posible para mi maldito mes de «distanciamiento». Sólo una explicación insuficiente: estaba tan seguro de nuestra perpetuidad que nunca se me ocurrió pensar que llegaras a imaginar que ése era el fin. ¿Por qué no corrí a rodearte con mis brazos, a decirte que te amaba más que nunca? Eso fue lo que pensé durante todo el mes... y la paradoja consiste en que estaba aprendiendo de Anastasia...

 

Mi compañero de habitación, 'Viktor, está leyendo realmente La sonata a Kreutzer. No sabe con certeza si está furioso consigo mismo porque pierde el tiempo, u orgulloso porqué perseveró. Tampoco sabe si debe espantarse o si debe aplaudir la misoginia prerrevolucionaria de Tolstoi. Cuanto mejor lo conozco, menos temas de conversación tenemos porque no podemos ponernos de acuerdo en una sola frase. Pero es maravillosamente bondadoso, a su manera. Cuando me ve en vela durante la noche, se preocupa. Piensa qué el invierno es demasiado crudo para mí.

¿Puedes imaginar hasta qué punto éste edificio está atrozmente vacío sin ti? -«Desde que te fuiste / mis pensamientos estériles me han congelado hasta los huesos.» Y mucho más porqué imagino cómo té dejé sola en tú residenció.

 

Las cosas que hacíamos en la cama, ésas cosas, eran hermosas porqué eran honestas. Hemingway estaba equivocado: sucede sólo una vez en la vida del hombre. Querida Anastasia, la palabra «amor» evoca tu imagen.

 

Ahora están transmitiendo por la radio el resumen del Pravda, el editorial que concluye con la frase dé «la continuación e intensificación dé la lucha», que yo interpreto a mi modo en relación con la camarada Anastasia Seriguina. No te he dicho cómo me consumen mis pensamientos sobre ti. Lo importante no era el amor sino la confianza. Y el abrirse a lo que hay de hermoso y puro en la vida. Eso es lo que me diste y lo que no debe morir.

Si piensas que exagero, tal vez se deba a que eres más joven, a que no has tenido tiempo de ver la sordidez de todo lo demás.

Pero no importa lo que suceda, doy gracias a Dios por tu belleza. Él deberá hacerte feliz... conmigo, si es posible, o sin mi si no lo es.

Por cierto, aún no te he contado la historia de aquel emigrado que me enseñó ruso por primera vez.

 

Las mentiras inofensivas eran mínimas. No obstante la apariencia de espontaneidad, corregí el texto una docena de veces, con la esperanza de que la prosa despertara el recuerdo de nuestros mejores días. La insinuación de que lo había escrito después de | una noche de insomnio también es engañosa: lo pulí durante todo el día, y el primer párrafo lo agregué en el último momento. Pero esta fue una licencia poética, porque en verdad me refería a las anteriores noches de insomnio que había pasado en mi cuarto y frente a su residencia.

Sólo omití las verdades esenciales: que la auténtica razón por la cual desaparecí fue la cobardía, unida a la voracidad por las chicas que frecuentaban el apartamento de Aliosha. En este sentido, la carta tenía la elegancia de la simplicidad.

Aproveché la ocasión para visitar una biblioteca por primera vez en muchos meses. Allí solicité en préstamo un libro de estilística rusa. Asimismo pedí prestada una máquina de escribir para mecanografiar el texto definitivo, y también, en parte, para tener en qué ocupar el día siguiente: una página bien escrita en ruso, exigía una hora de trabajo. Además, quería conservar una copia de mi desconsuelo. Hacía mucho tiempo que no escribía nada. Me gustaba que mi angustia fuera pulcra.

El tiempo impuso su monótono alivio. Fiel a la norma rutinaria, una parte de mi ser continuó aborreciendo el hecho de que yo hubiera abandonado el papel de héroe trágico para recuperar mi vieja personalidad, aún más patética sin mi princesa. Pero también me resistía a rehabilitarme porque la idea de que la existencia podría tornarse tolerable sin Anastasia era en sí misma intolerable: la recuperación de un mutilado que se reconcilia con la perspectiva de vivir en adelante sin la pierna amputada. También a esa altura mi tendencia a dramatizar el sentimiento de pérdida no impedía que lo experimentara sinceramente. Todo era cierto.

Había empezado a pasar todos mis ¿lías con Aliosha. Y olvidé, e incluso a veces me regocijaba. En otras oportunidades me zambullía en un abismo distinto y me resultaba tan difícil halagar a una dependiente de tienda, para no hablar de acostarme con ella, como comer carbón. Esta polarización se extendía también a Anastasia. Algunas mañanas, en la cama, me sofocaba de deseos por ella como objeto puramente carnal. Mi lengua lamía el aire donde imaginaba las formas y los olores de su cuerpo. Pero generalmente mi respeto por ella superaba a la lascivia: circunscribía mi anhelo a la resurrección de nuestra camaradería. Con este consuelo podía sobrevivir, y demostrar simultáneamente mi pureza.

Cuando fantaseaba sobre lo que sucedería seis meses más adelante, a veces me veía como un tahúr temerario que había perdido estoicamente al jugar su baza. Pero durante aquellas horas en que mi pena me llenaba de ternura por todos los seres vivientes, intuía que esta nueva capacidad de sentimiento no podía existir en vano. Me había sido impuesto ese suplicio para templarme con vistas a una unión realmente santa... quizá ni siquiera con Anastasia, aunque yo trataba de reprimir este pensamiento blasfemo.

Las recidivas parecían calambres musculares. Estoy en una vieja calle comercial canonizada por nuestros paseos juntos. Paso frente a la floristería en la cual entré corriendo una tarde después de pedirle enigmáticamente que esperara, para luego volver con un ramo de azucenas que la fascinaron. La imagen del mismo escaparate me produce un espasmo, y me abro paso entre la muchedumbre en busca de una cabina telefónica, como un asmático en pos de oxígeno.