Con las sienes palpitantes, marco el número de su residencia. Afortunadamente, ella atiende el teléfono. Procuro no parecer melodramático, y me limito a informarle, como si ella fuera ya médico, que su ausencia me está sofocando. Me asombra oírle decir que me verá esa noche. Mi alivio es instantáneo.
El resto del día es un cúmulo de actividades felices. Aliosha me presta el apartamento para que la reciba «en casa». Pero yo compro la comida, satisfecho por este programa que, al fin, es digno de mi tiempo. Un corresponsal norteamericano servicial me ayuda a conseguir biftecs y tomates que proceden de la colonia occidental, y compro un mantel bordado en la mejor tienda de artículos de artesanía popular. La última hora la dedico a doblar servilletas, fregar vasos, y otras trivialidades en las que soy especialista. Siempre he inflado la importancia de este tipo de concesiones —así como de los obsequios de esmalte para uñas Revlon y entradas de teatro— porque de alguna manera procuraba convertirlas en sucedáneos de cosas más trascendentes que me abstenía de ofrecer. Pero ahora confieso estos defectos.
La mesa brilla. Anastasia quedará satisfecha. Cuarenta minutos después de la hora fijada, empiezo a rogar. Por favor, Nastenka, ven, aunque llegues con tres horas de retraso. Descubro, desolado, que mi ansiedad traspone el límite más allá del cual se convierte en el viejo resentimiento que experimentaba cuando me hacía esperar.
He empezado a preparar el biftec. No estará jugoso, como le gusta. Nunca permite que ponga en juego todas mis aptitudes... ni siquiera por ella.
Recuerdo cuánto me irritaban sus irracionalidades favoritas. Su predisposición a permitir que la comida —restos de los manjares que Aliosha nos reservaba— se pudriera, porque era aburrido volver a guardarla en la nevera. He sido un tonto al dedicar un día de trajín a ese suculento banquete que ella va a echar a perder. En última instancia, ha sido mi lucidez instintiva la que me ha salvado de la trampa de su impetuosidad.
¡Pero está golpeando! Mi corazón reacciona con un brinco, y mi rencor blasfemo se extingue como una cerilla defectuosa. Ha respondido a mi súplica y aparece recortada en el vano de la puerta, con su rostro tan prodigioso como yo lo recordaba.
Una nueva blusa de color limón, el viejo collar de ámbar: se ha vestido para mí. Sus ojos se fijan en el foie gras, y luego se elevan hacia mí. Nuevamente está enamorada de los manjares, y saborea cada plato con una amable lisonja. Además, mi lengua está a la altura del banquete: tal vez mi breve enojo ha ayudado a soltarla. No hablo de la crisis de la cabina telefónica, y menos aún de El Tema. Anastasia se sienta con la espalda erguida, como siempre, e inclina la cabeza, regocijada, cuando cuento la historia de una Navidad pasada en Dallas. Durante la conversación, me ocupo de su vaso de vino con una destreza de anfitrión digna de Aliosha.
En el tocadiscos, paso de Vivaldi a Rachmaninov. La cadencia del concierto transforma la habitación, y ella me impone un nuevo apodo, que juega con las semejanzas entre kulik y kulinar: chocha y culinario. Todo marcha tan bien que la parte abyecta de mí desea que esto termine pronto, antes de que se me agoten los temas entretenidos. En parte para hacer más emocionante la conversación, pero también porque ya siento los dolores que presagian los que experimentaré cuando se vaya, me relajo un tanto y empiezo a interrogarla.
—¿Pero cómo pudo habernos sucedido esto? ¿Esta separación imposible?
—Lo ignoro. A veces yo también me siento consternada.
Su voz destila una nueva sabiduría que me enseñará, lo juro, a preservar el romance eternamente. Por fin vamos a conversar con total sinceridad. Sospecho que he urdido todo, incluso la ruptura, sólo para llegar a esto.
—Estamos mucho mejor que los demás —digo—. Incluso esta noche.
Anastasia estira su nueva falda plisada. Recuerdo la que llevaba antes, que la hacía parecer más sencilla pero también más accesible. Las quiero a ambas: la mujer superior y la muchacha de la granja colectiva. Deseo subyugar y someterme a un ente femenino de gracia desdeñosa.
—Quiero decírtelo como se lo diría a un amigo —proclamo adustamente—. No debes despreciar una devoción de esta magnitud. Tal vez nunca vuelvas a encontrarla.
Parpadea. Me apresuro a continuar, porque temo que se ría.
—Nuestra amistad se estaba abriendo a posibilidades interiores, tuyas y mías, que pocas otras personas tienen. Créeme, soy mayor.
—Ya lo has señalado. Dime algo nuevo. ¿Qué tenéis entre manos tú y Aliosha?
Sin hacer caso de su comentario, le pregunto cautelosamente por su «amigo». Contesta únicamente que si lo abandonara en ese momento, se sentiría partida por la mitad. Maldigo mi edad amorfa.
—Pero lógicamente eres mía. El sentimiento que me inspiras es tan intenso como el instinto de supervivencia.
No puedo terminar de creer que elija precisamente este momento para excusarse. Se aleja como una empleada de oficina y cierra la puerta en lugar de invitarme, como antaño, a la ceremonia de su meada. Enfrentado con nuestra intimidad perdida, cuando vuelve debo empezar desde el principio.
—Te estoy inmensamente agradecido, pero aún no sabes por qué. Te estoy agradecido porque me has hecho conocer el amor y sus colores. Víctima de mi ignorancia, siempre despreciaba los cuentos de hadas, la poesía y las novelas románticas como imposturas. Ahora entiendo: cómo París raptó a Helena, por qué Tristan nunca olvidará a Isolda, qué es lo que motiva a las familias que habitan este mismo edificio. Los significados reales y alegóricos de la vida y la literatura... eso es lo que me has dado.
Se lleva un dedo a los labios, pero nuevamente sus ojos me autorizan a continuar. El hecho de que mis alusiones literarias hayan aflorado sin premeditación consciente refuerza la dependencia que ellas pregonan, así como la plegaria refuerza la fe. Pero no puedo descifrar lo que Anastasia piensa, excepto que desea más vino. Obviamente, el profesor le ha enseñado a beber mucho.
—Eres la mujer más bella que veré en mi vida... ¿pero sabes que eres regordeta? No esbelta como te ven los extraños, sino redonda y radiante como... como la obra de un artista de Nueva York que pinta el sol y la luna en forma de círculos concéntricos: la tibieza del día y la santa luz de la noche... ¡Aguarda, era ruso! ¿No crees que esto demuestra que tengo razón?
Si al menos pudiéramos conservar eternamente esa euforia, escuchando el tributo de mi adoración por ella —in vino varitas— que acalla todas las voces escépticas. Mientras le imploro sin vergüenza que vuelva, Anastasia me acaricia las manos, diciendo que me entiende, que es- duro para mí. Es otra vez mi mejor amiga, que me ayuda a pasar un trance difícil.
—Te estimo —dice—. No me gusta verte sufrir.
—El sufrimiento no es lo principal, ahora. Es que... sin ti soy un perro extraviado.
—Eres lo que siempre fuiste. Un muchacho estupendo.
Me pregunto si lo que me infla es su lisonja o su devastador menoscabó. Siempre usaba la palabra «estupendo» para describir el caldo de gallina.
—Mírame a la cara —murmuro—. Escucha mi corazón. Te he mentido antes, pero...
Me hinco de rodillas, apretando las suyas contra mi frente. Pero pienso que hemos recuperado nuestra camaradería en la medida suficiente para sentimos cómodo el uno con el otro, incluso en esa situación ridícula. También intuyo que estoy progresando, y que ese progreso debe consumarse con la unión física. Romperé todas las barreras y aniquilaré al profesor cuando apriete mi boca contra la de Anastasia, cuando la lleve en brazos a la ¿ama.