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Bebo una copa íntegra de coñac y siento que me invade la locuacidad.

—¿Sabes que los pechos pueden ser contraproducentes? Embarazosos cuando son menudos, intimidatorios cuando son demasiado voluminosos... Nunca los he visto tan perfectos como los tuyos. Tus pezones son símbolos de tu persona. Instantáneamente sensibles al tacto.

Reverenciando su feminidad de diosa, elevo las puntas de los dedos hasta el borde de los pedios que se yerguen, como altares aztecas, debajo de la blusa casera de color limón.

—Aparta la mano.

Sólo la transformación de su semblante me convence de que el rechazo no es fingido. Nada ha cambiado, afirma. ¿Por qué tengo que estropear la velada?

—Vengo a cenar con un amigo y él se disfraza de Tristán y Paris. Me gustaría que dejes de gemir. Me pregunto si sabes hasta qué punto eso te desmerece.

Mientras aún estoy mudo, Anastasia procura mitigar el golpe.

—Cuando encuentres la meta que necesitas, no imaginarás que amas tanto. Tu inseguridad te lleva a exagerar mi importancia.

Mientras espero una respuesta a esta verdad, la futilidad de saber que me he convertido en un latoso y en una carga debilita mi espíritu de lucha. Pero insisto.

—Si no puedes aceptar mis sentimientos, enséñame a sofocarlos. Yo solo no puedo hacerlo.

—¿Cuándo te convencerás de que estoy con otro?

—Y ahora no puedes volver a mí.

—No quiero volver.

No puede ser cierto. Debo recuperar algo. Pero estoy demasiado exhausto para intentarlo. Mi vehemencia se ha agotado.

Se despide, e insiste en que no la acompañe hasta su casa. Siento que convalido mi propia condena al no desestimar sus objeciones e ir con ella, que si la obedezco ahora cometeré el mismo error fatal que cometí cuando estábamos juntos y no supe demostrarle mi afecto. Pero mi excesiva inseguridad no me permite arriesgarme al todo o nada. Mientras desprecio mi docilidad, beso el dobladillo de su abrigo.

—Por última vez, Nastenka. ¿Estás fingiendo?

Me comporto como un subordinado que pide autorización para rebelarse, y mi pregunta es doblemente peligrosa. Ella no necesita contestarla. Mucho después de que la puerta de la planta baja se ha cerrado violentamente detrás de ella y la ráfaga de aire nocturno me ha azotado el rostro, yo aún permanezco en el oscuro rellano de la escalera, reprochándome por no estar tan sumido en mi desconcierto como debería estarlo para no advertir el olor de las coles.

El apartamento vacío me pregunta qué disfraz elegiré ahora.

El cojín de la silla aún conserva su forma. Lavo tiernamente los platos, buscando hidalguía en la derrota.

Durante las semanas siguientes hago el ridículo cuando programo nuevos festejos para ella. Pero soy joven y finalmente tomaré el rumbo que juré no tomar. Aliosha me lleva a patinar sobre el hielo mientras las pistas todavía están congeladas, y sus orgías son más divertidas que mis parodias del joven Werther. En muchos sentidos, la vida es más fácil cuando le tengo a él por compañero, y no a ella.

La primera fragancia de la primavera llega mientras Aliosha está en Alma-Ata, ocupándose del caso de las drogas, y yo decido celebrarla con un concierto sinfónico. El hecho de viajar en el autobús que pasa frente a la Universidad, el mismo donde vi por primera vez el junquillo, me hace sentir, por Anastasia, una añoranza y una nostalgia más intensas que las que he sentido en muchas semanas. Cosa extraña, nunca dijo a dónde iba en esa mañana de septiembre, pero algún día volveré a verla sólo para preguntárselo. Quiero santificar la experiencia, sublimarla hasta una condición mejor que aquella en que la dejó mi torpeza, y para eso tendré que conocer más a fondo todos los detalles.

¿Ella todavía lee mi libro de poemas? Yo lo hago, utilizando el ejemplar de segunda mano que busqué por todas las librerías, como un caballero errante en ciernes que es fiel a su dama desleal. Los poemas de Esenin son un mazapán de dulzura y provocación, como la primera sonrisa de ella en el autobús. Mi poema favorito explica por qué desde el primer momento me encabrité bajo la impetuosidad de Anastasia.

 

Recuerdas,

recuerdas cada momento, claro está:

cómo yo aguardaba, con la espalda contra el muro;

y tú recorrías el cuarto, agitada,

arrojándome dardos al rostro.

 

Dijiste

que había llegado el momento de separarnos;

que estabas harta de mis bufonadas

y que debías volver a la realidad

mientras yo avanzaba, me hundía, hacia mi sino.

 

¡Tesoro mío!

No me amabas.

No entendías que entre las multitudes ciudadanas

yo era como un caballo que piafa exhausto;

 

y hostigado por las espuelas de un jinete temerario.

Ignorabas que la densa humareda de mi existencia desquiciada era lo que causaba mi angustia, impidiéndome ver

a dónde nos conducían las extrañas jugarretas del destino.

 

¿Estos versos la conmueven también a ella? El autobús se detiene patinando en la Lenin Prospekt. Una poderosa sensación de déja vu se apodera de mí y trato de entender qué es lo que la ha provocado, antes de volver a mi vieja Weltschmerz. «No se puede deslindar lo que es ilimitado...» Evoco esta máxima que a ella le gustaba, junto con una imagen de brazos que intentan abarcar la infinitud de los misterios universales. De pronto reconozco un cartel que identifica esto como la parada.

Mis pensamientos se desbocan por planos de tiempo y espacio, de hado y destino humano. Estos mudos edificios, faroles, árboles retorcidos que han permanecido incólumes mientras yo me crispaba en mi drama, encierran la respuesta a los enigmas de la existencia. Orgánicos y permanentes, suministran todo lo que falta en nosotros, mortales, perecederos.

Esta grandilocuencia inane me exaspera incluso mientras la elaboro mentalmente, y sin embargo el sentimiento de revelación perdura, mucho más vertiginoso que si sólo fuera producto de la coincidencia. Quizás éste es exactamente el mismo autobús. Miro hacia la plataforma trasera. ¡Veo a una chica! Corre hacía las puertas abiertas, con las mejillas arreboladas en medio de la gélida oscuridad...

La escarcha de mi ventanilla dificulta la visión, pero juro que es ella. Con el pañuelo flameando por efecto de la carrera, ya estira la mano hacia la baranda de la escalerilla posterior, que no alcanza porque el conductor se lo impide con una brusca arrancada. Mi oído interior capta su «Peste negra», la maldición que profería en tales ocasiones.

Mi corazón galopa a la par de las detonaciones del motor Diesel. Quizá son fuerzas ocultas las que me han ladeado, y no la emoción. Tomo conciencia del movimiento del autobús sólo cuando empiezo a injuriarme por no haber saltado por la puerta trasera, aprovechando esta milagrosa segunda oportunidad que se me presenta con ella. Hemos llegado a la parada siguiente, donde aquella mañana la busqué en el vestíbulo del metro. Marcho torpemente hacia la salida, pero una indignante desorientación me impide alcanzarla a tiempo. Una violenta arrancada en una primera defectuosa, un manoteo fallido en dirección a uno de los agarraderos, y mi abrigo se empapa con el cieno herrumbroso que cubre el piso.

Vuelvo a mi asiento y me digo que debo reflexionar. Un autobús destartalado con dos centímetros de escarcha en las ventanillas porque la calefacción estaba averiada. En el extremo opuesto del espectro de lo ordinario y lo fantástico, la extraña coincidencia de que su fantasma estuviera allí... Si me apeo ahora no la encontraré nunca. Pero el vozarrón alcohólico del conductor, que anuncia por el micrófono la próxima parada, trata de indicarme lo que debo hacer. «¡Camarada Seriguina, hay que apearse en la calle Herzen!» Eso es... ¡Anastasia va al Conservatorio! Poco importa que nunca haya ido allí sola, y tampoco que no sospeche que esta noche presentan La consagración de la primavera. El instinto puro la empuja hacia mí: ésta es la razón por la cual llevaba consigo el bolso de plástico donde transporta sus zapatos de gala. Su aparición en el concierto demostrará que es imposible separamos.