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El autobús traquetea por la desierta plaza de Octubre y sigue por la calle Dmitrova, pasando frente a la embajada de Francia, Una vez se arriesgó a asistir a una recepción en la antigua casona, en la época en que no podíamos dejar de manoseamos. Nos refugiamos en una antesala y nos sobamos mutuamente, simulando que buscábamos nuestros abrigos entre la montaña de prendas. Nuestros apetitos eran... sí, desmedidos.

Hay una probabilidad sobre un millón de que la viera en nuestra parada. Una sobre cien millones de que aparezca en el Conservatorio. Sin embargo, ya me la imagino en medio de la multitud, buscando a un vendedor de entradas sobrantes desde el pedestal de la estatua de Tchaikovski. Doy un rodeo para cogerle el brazo desde atrás. «Enhorabuena, mi zorrito —exclama con risa gangosa—. Sabía que estarías aquí.»

Esperará junto a mí, protegiendo su rostro con el pañuelo contra la bruma extraída de una novela de Bulldog Drummond, y dará por sobrentendido que yo encontraré la forma de conseguir que nos abran las puertas. Los dos corriendo nuevamente el riesgo de la herejía, unidos para la experiencia sensual. Blandiendo mi pasaporte, argüiré a gritos, en inglés, que soy el promotor de la gira de la orquesta por Nueva York.

A continuación, nuestro ingreso en la sala de conciertos, el cuarto de música del siglo XVIII, con las austeras paredes blancas y los refulgentes tubos del órgano. Y Stravinski... aún mejor, porque sus disonancias son más electrizantes que en la Noche de la Declaración de Amor. Su rostro aparece dorado y pulcro como el salón. Estamos fusionados por el exquisito entorno, por la magnífica coincidencia de nuestro encuentro, por el alucinante paganismo ruso de la música. La consagración de nuestra primavera. Estaremos juntos...

Basta ya. Estoy harto de esta historia antes de obligarme a desistir de ella. Por fin empiezo a ver claro: mi obsesión por dramatizar y adornar las relaciones con ribetes románticos, no es, como pretende ser, un incentivo para el amor, sino un instrumento inconsciente de destrucción. Antes de que volvamos a encontramos, tendré que entablar un diálogo franco conmigo mismo. Ella no se deja ganar por los artificios teatrales. Anastasia también vive los cuentos de hadas, pero consigue de alguna manera que no falseen su existencia. Mientras yo me estaba persuadiendo de que el episodio había sido decretado en el cielo, a ella le basto con atrapar en el aire el libro de Esenin y seguir viaje. Sí, antes de volver a verla, debo aprender a ver, y ver por mí mismo.

Además, si la conservo como símbolo, lo mejor de ella me enriquecerá durante años. Puedo pasar un millar de horas de ensueño compadeciéndome, calculando hasta qué punto ella se apartaba de la norma rusa, tratando de analizar en qué medida su excelsitud era producto de mi idealización Mis recuerdos son tan conmovedores como las circunstancias mismas La imaginaré durmiendo, asomando la cabeza fuera de las sábanas y apropiándose de cada inhalación como si el oxígeno fuera una de sus adoradas vituallas. O quitándose el reloj antes de copular, como un atleta antes de realizar su exhibición. Le tenía tanta antipatía en la cama, que si notaba que aún lo llevaba puesto lo arrojaba lejos de sí.

Recordaré cómo se maquillaba, examinando su imagen reflejada en el espejo con un narcisismo tan desprejuiciado que dejaba de ser vanidoso para tomarse espontáneo. Compenetrado de los secretos de su tocador, sentía que yo era parte de ella, y del puro encanto físico que siempre había anhelado. ¡Qué lujo yacer sobre las sábanas y no hacer nada excepto disfrutar del espectáculo que ella brindaba acicalándose para nuestros bellos ojos!

Le guardo gratitud, incluso por su rechazo. Aun cuando éramos excelentes amigos, siempre sentía que competíamos con una extraña rivalidad, y todavía es posible que yo triunfe finalmente al convertir esta experiencia en algo enaltecedor. «El hombre nace para vivir, no para prepararse para la vida», dijo Zhivago. Ella hace una cosa y yo la otra... ¿pero quién será dichoso al fin?

Algún día sabré distinguir lo que ella es de lo que yo deseo que sea. Entretanto, el autobús me aleja de ella como un Greyhound en una autopista de los Estados Unidos.

6

 

El día del Presidente

EL DÍA de la llegada de Nixon a Moscú amanece con el cielo cubierto por rechonchas nubes pintadas al pastel. El aire fragante como aliento de vaca me lame la piel a través de la ventana de la residencia, abierta de par en par. ¿Qué capital del mundo puede compararse con esta vasta aldea llamada Moscú cuando brilla el sol primaveral y el olor de la tierra os hace tan libres como Huck Finn? El polvo tardará horas en levantarse. El Kremlin es Disneylandia recortada contra un horizonte de color lavanda. En la residencia aún no se mueve nada, excepto los labios de Viktor para su ronquido rítmico y las pantuflas de Kemal que recorren de un extremo al otro la cocina comunitaria. Paso deprisa para no tener que rehusar el vaso de té, que me sirve al tiempo que implora consejo ahora que ha sido rechazado por el Massachusetts Institute of Technology y por una universidad de Illinois.

Me he levantado desusadamente temprano para sorprender a Yenia en esta última oportunidad, y para conseguir tal vez uno de sus dibujos «clandestinos». En esta ciudad, el rótulo de «arte clandestino» puede evocar más de una imagen equívoca. Algunos occidentales suponen que es necesariamente creativo y bueno... el corolario de su hipótesis de que la persecución convierte a los disidentes políticos en individuos honestos y virtuosos además de valientes. Los críticos no sentimentales, por el contrario, han visto tantos testimonios de esterilidad, pomposidad y autobombo vacío —débiles plagios de Chagall, experimentos superficiales con el Op Art— que sólo esperan encontrar, en los infectos estudios de los rebeldes, imitaciones exhibicionistas de las modas occidentales. Y afirman que nada más se puede esperar de una comunidad artística desgajada de sus raíces durante cuarenta años, atiborrada de mercantilismo realista socialista, que actualmente pinta exclusivamente para protectores occidentales del arte disidente, muchos de los cuales no saben distinguir, en un cuadro, la parte superior de la inferior. Cuando se sinceran ante los extranjeros, muchos intelectuales y artistas dejan flotar la convicción de que están en posesión de grandes talentos, que pasan inadvertidos sólo por culpa de la represión política. La triste verdad que se oculta detrás de esta reconfortante ilusión es otra: algunos de ellos merecen tanta compasión por esta falsa idea de sus propias dotes como por el hecho de haber sido relegados a las letrinas de la comunidad cultural.

Yenia el Gigante es una feliz excepción a esta regla. Su estudio, situado en un sótano, es tan infecto como los demás, una mazmorra de desechos y hedores. Pero su talento atrae incluso a algunos funcionarios del ministerio de Cultura, quienes le visitan —secretamente, desde luego— para contemplar sus obras más recientes: dibujos a lápiz y telas que están tan divorciados del realismo socialista como los poemas de Pasternak de los editoriales de Pravda. Los mejores son óleos de tronos cósmicos y de muchachas vestidas con trajes de época enmarcadas en playas lunares... siempre con colores enérgicamente menguados, atisbos de surrealismo erótico y omisiones desconcertantes que obligan al espectador a completar el cuadro. Nostálgico, ominoso, exasperante por sus percepciones y verdades inefables... el talante rara vez falla, porque no obstante su desaseo, su avaricia y su indiferencia al Arte —nada le importa menos que el Hermitage, para no hablar del Louvre— Yenia tiene un don singular.