Esta tarde partirá rumbo a Israel en el tren que hace escala en Viena. Es uno de los treinta mil privilegiados del año. Cuando yo llegué, la esperanza de semejante éxodo quedaba relegada a la categoría de lo irreal, pero Yenia obtuvo sus documentos con la décima parte de los problemas que aguardaba. Los casos difíciles a los que se había referido la prensa occidental aún languidecían en su limbo pavoroso, porque les prohibían no sólo partir sino también ganarse el sustento, y estaban condenados por puro espíritu de venganza a la mendicidad y la desesperación. («No te queremos aquí; te despojamos de tus empleos y pensiones. Pero tampoco te dejaremos salir, traicionera bazofia judía.») La relativa facilidad con que Yenia logró el visado reforzó su presunción de que estaba predestinado a triunfar.
El sionismo seguía sacándole de sus casillas. Se mostró grosero con los activistas del movimiento «dejad-salir-a-nuestro-pueblo» que aparecieron para felicitarle y formularle sugerencias apenas corrió la voz de que había presentado la solicitud. (Sin su activismo, claro está, nunca se le habría ocurrido la idea de que podía viajar al extranjero, y menos aún emigrar.) Despotricaba contra los comités sionistas norteamericanos que se arrogaban el derecho de hablar en nombre de sus tres millones de hermanos oprimidos, y alegaba que las tres cuartas partes de ellos no deseaban partir, incluidos los «bolches hijos de puta»: judíos miembros del Partido y del Gobierno, que ni Israel ni ningún país occidental debería recibir a menos que sus autoridades hubieran perdido la razón. Y la idea de establecerse en Israel le aterraba. Sencillamente sabía que Rusia estaba desahuciada y que se había hartado de ella. La única alternativa era Israel, donde planeaba quedarse muy poco tiempo antes de trasladarse a los Estados Unidos. El paso siguiente consistió en permitir que su hermana, profesora de gimnasia, le infundiera el valor necesario para solicitar el visado. Dio por supuesto que ella le acompañaría, para prepararle la cena y barrerle alguna vez el cuarto. No se molestó en comunicárselo a su madre, hasta más tarde.
Un día, le acompañé para echar un vistazo a la oficina donde se tramitaban las solicitudes, una dependencia del ministerio del Interior controlada por la KGB. En el despacho exterior, vimos el cuadro arquetípico de refugiados a merced de burócratas inalcanzables: a las 8,40 de la mañana había ciento cuarenta y ocho personas en la cola formada para ver a los funcionarios encerrados en cubículos. Un sargento desalmado que se hallaba detrás del mostrador de la recepción injuriaba a todos, pero preferentemente a las mujeres de sesenta años. Una de ellas —que deseaba visitar a su único pariente vivo, una sobrina que residía en Bélgica— tenía ochenta y cinco, y le temblaban tanto las manos que le pidió a Yenia que la ayudara a llenar la solicitud. «Lo he hecho cinco veces en otros tantos años —se excusó—. No recuerdo todos los lugares donde viví antes de 1905, de modo que siempre cito nombres distintos. ¿Eso me perjudicará?» Había campesinos de granjas colectivas vestidos con chaquetas acolchadas, de algodón; zorras pintarrajeadas, con botas de gamuza extranjeras, que pedían autorización para partir con sus flamantes esposos, estudiantes árabes; y ancianos que lucían sus medallas de la Brigada del Trabajo Comunista para aumentar su índice de posibilidades. Y el trato era democrático: al salir de las entrevistas, tanto los jóvenes como los viejos lloraban...
El estudio de Yenia, situado en un edificio de apartamentos próximo a la plaza Dobrininskaia, está dominado por una estatua de Lenin que podría servir como parodia de su género. Por la noche, el patio está en tinieblas para ahorrar electricidad, pero en lo alto de Vladimir Ilich una lamparita ilumina su calva para que la vean los transeúntes. Es un recordatorio cotidiano de aquello contra lo cual hay que rebelarse, y ha sido uno de los factores que más influyeron sobre Yenia para inducirle a buscar nuevas formas. Cuando él vuelve a casa, toca a menudo el zapato de El Líder, para agradecerle el «estímulo dialéctico» con que le ha impulsado hacia el arte genuino. Ahora paso junto al pedestal, bajo los peldaños rotos que conducen al refugio de Yenia, y golpeo la puerta. Se alegrará de verme en el día de la victoria, sobre todo porque le traigo algunas direcciones de Nueva York que me ha pedido.
Diez minutos más tarde, pienso que mis golpes podrían atraer una atención indeseada. Del otro lado de la puerta no llega ningún ruido.
Para matar el tiempo, camino hasta otro subsuelo cuya entrada es contigua al patio. Se trata de la «oficina de administración del edificio», una combinación de taller de reparaciones, centro de vigilancia ideológica y vía para comunicar movimientos sospechosos. Por supuesto, estoy acostumbrado a los misterios y desencuentros en Moscú, sin que ello me dé la experiencia que debería darme. El mismo Yenia ha descuidado más citas que las que ha
cumplido. Pero se supone que en este momento debería estar completamente absorbido por los preparativos para ese viaje que, cuanto menos, se podría calificar de importante. ¿Qué ha fallado? Por encima del hombro, inspecciono los automóviles aparcados fuera. Una de las hazañas de la KGB consiste en arrestar en el último momento a los judíos que se disponen a partir. Ninguno me parece sospechoso, peto un arsenal militar custodiado por guardias armados, que está en la vereda de enfrente, me induce a seguir la marcha.
La húmeda oficina de administración está tapizada con los habituales retratos de Lenin, mezclados con consignas que exhortan a trabajar más y mejor. Desde detrás del escritorio, una mujer de edad mediana que luce el sombrero de las asistentes sociales voluntarias, le suplica a un trabajador de mono mugriento que repare un retrete con historia, y que se recomponga y se ponga en condiciones para cumplir con su jornada. El individúo tiene los ojos legañosos y los carrillos fláccidos: está ebrio de vodka a las ocho de la mañana. Y no tiene ganas de recibir órdenes de Sombrerito. ¿Quién dice que los proletarios no disfrutan de verdadero poder en este país? La desconcertada dama se siente dichosa cuando la interrumpe una llamada telefónica.
—Hola, Mamachka, sí, es temprano pero estoy bien... «Al que madruga Dios le ayuda», como dicen.
Aparece tan desbordante de máximas sabias y buenas intenciones que parece imposible que la KGB haya arrestado a Yenia, a diez metros de allí.
Me encamino hacia el mercado aldeano de Dobrininskaia. Este barrio de la ciudad, que casi no se ha visto afectado por la reurbanización, tiene una atmósfera de villorrio. En un «snack bar» decrépito me desayuno con kasha y café grumoso. Después de escudriñarme, el hombre andrajoso que comparte el pequeño mostrador conmigo, me informa espontáneamente que pasó la década 1944-1954 en campos de concentración, y especialmente en el famoso complejo de Vorkuta. Le faltan los dedos de ambas manos —Vorkuta estaba por encima del Círculo Polar Ártico, me recuerda— y le resulta difícil tragar un buñuelo. ¿Puedo regalarle unos kopeks? Su crimen consistió en caer prisionero de los alemanes en. 1942, cuando su unidad quedo dispersada cerca de Rostov. Trabajó y pasó hambre hasta convertirse en un esqueleto viviente, y finalmente escapó y alcanzó sus propias líneas, donde enseguida le sentenciaron porque los ex prisioneros de guerra estaban catalogados como probables traidores. Es el primero que he conocido personalmente entre los centenares de ¿tiles que han recibido semejante trato, y no sospechaba hasta qué punto muchos de ellos aún se encuentran mal.