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—Que sigas bien, hermano —dice, y aunque es un pordiosero consuetudinario, sus palabras no me suenan como un agradecimiento estereotipado por las monedas que le doy.

Encuentro una cabina telefónica en Buenas condiciones para llamar a Aliosha. Una de las dos chicas que están utilizándola mientras espero —apretujadas, aferrando sus carteras, riendo— lo visitó en una oportunidad en la Oficina de Consultas Jurídicas, pero no me reconoce. Cuando me comunico con él, Aliosha confiesa que está abatido porque una actriz que conoció la noche anterior despreció su «salaam fraterno», y le dejó solo. Para colmo, deberá desaprovechar en parte esa jornada de sol radiante porque un juez se ha negado a posponer una audiencia. La última infamia consiste en que esa mañana debe acudir al hospital.

—¿Al hospital? —repito, esperando que complete el chiste.

—No te preocupes, soy un experto en exámenes físicos dé reclutamiento. El Cairo podrá resistir sin mí... Estaré en casa a la hora del almuerzo. ¿Qué quieres comer?

Son casi las nueve y media. Cuando me apresuro hada el domicilio de Yenia para repetir el intento, tropiezo con Lev Davidovich, el abogado que visita a Aliosha para plantearle sus problemas personales. Dice que tiene entre manos un caso muy inquietante, que debe seguir siendo confidencial. Término acompañándole hasta su estación de metro mientras él, no obstante sus escrúpulos, lo desembucha todo. Un tribunal le ha designado defensor de oficio de un estudiante acusado de asesinar a sus padres. Ambas víctimas eran juristas muy estimados, y el respeto por su memoria determina que no le complazca asumir la defensa.

El acusado es un vástago típicamente consentido de la clase profesional. El conflicto empezó cuando sus padres le negaron la autorización que, por ser menor de dieciocho años, necesitaba para casarse con su amante, una dependiente de tienda mayor que él. Los maduros abogados adujeron que carecían de intereses comunes y alegaron además que la muchacha le había entregado su cuerpo pero no su amor. El chico, enfurecido por esta última afirmación, puso fin al altercado —que había durado todo el fin de semana— descuartizando a mamá y papá en su dacha suburbana.

Pero los abogados de Moscú estaban aún más afligidos por el hecho de que el asesino había usado como cómplice a Oleg, otro chico de dieciséis años. Al principio, el hijo ofendido intentó conseguir la colaboración de su condiscípulo más joven mediante la coacción pura y simple.

—No te comportes como si fueras más imbécil de lo que en verdad eres —le espetó—. Solo, no tengo la certeza de poder acabar con los dos. Y si se me escapa uno será demasiado peligroso. ¿Eres o no mi amigo?

Aunque Oleg no pestañeó al escuchar el plan de su compañero, resultó ser menos maleable de lo previsto.

—¿Qué ventaja voy a obtener de esto? —preguntó, con astucia de adolescente.

—Seré razonable. ¿Cuánto quieres?

Oleg pensó un momento.

—No trates de regatear. No lo haré por menos. ¿Harás el examen de inglés en mi lugar?

—¿El escrito? Sí, es factible.

—Trato hecho. Pero nada de promesas incumplidas.

Consiguieron una segunda hacha para Oleg, y éste ayudó a su amigo a amputar los miembros de los padres que nunca había visto antes. La brutalidad excepcional situó el crimen en una categoría que no tiene cabida en la prensa, y que en cambio exige la intervención de la KGB. Al observar que la puerta de la dacha no había sido forzada, los detectives dedujeron que la familia conocía a los asesinos, y siguieron al hijo. Éste le llevó a su ex amiga una camisa de franela ensangrentada, para que se la lavara, pero por razones ajenas al hecho ella ya no quería verle. Entonces, en compañía de amigos que lo consolaban por su terrible pérdida, recorrió las tiendas en busca de una prenda idéntica. La diafanidad con que se presentaban las pruebas sugería que el chico quería delatarse a sí mismo, pero cuando Lev Davidovich abordó esta teoría durante una entrevista celebrada en la prisión, para preparar la defensa, las preguntas acerca de sus motivaciones sólo consiguieron arrancar encogimientos de hombros.

—No tienes muchas probabilidades —dijo Lev Davidovich en el cubículo especial de la prisión—. ¿Sabes qué te sucederá ahora?

—Me fusilarán. ¿Tienes un cigarrillo?

Oleg, a quien también le aguardaba una ejecución segura, lloró.

Cuando Lev Davidovich desaparece en la boca del metro, veo una cabina telefónica. No obtengo respuesta en el estudio de Yenia, pero como en el sistema telefónico de Moscú nunca basta una sola llamada, vuelvo a marcar dos veces. La segunda vez, levantan el auricular al décimo timbrazo, pero mi saludo queda sin respuesta.

—¿Yenia? —inquiero, dirigiéndome al ominoso varío. Me sobresalto nuevamente. ¿Quién está en el otro extremo? Posiblemente un capitán de la KGB que supervisa una requisa. Me pregunto si debo llamar a Leonid, el miembro judío de la camarilla, que me presentó a Yenia hace varios meses.

—Sí, sí, sí —responde una voz bronca—. Ven. Aún no he terminado de hacer mi equipaje.

 

Había subestimado la mugre. Sin los bosquejos y los cuadros que antiguamente decoraban las paredes, el estudio parece exclusivamente cubierto de cochambre. En los rincones otrora atestados de telas se ven excrementos de rata y tarros llenos de encurtidos putrefactos. Aún cuelgan dos elementos: un dibujo del mundo flotando en un lago, que Anastasia compró, pagó con su dinero y no recogió nunca. (Tampoco Yenia le recordó que lo hiciera.) El otro, centrado en la pared más destacada, consiste en una cita escrita sobre papel de arroz... para ayudar, según argumentaba Yenia, a descubrir el surrealismo de la vida cotidiana.

 

ENTONCES SE MARCÓ CON PARTICULAR NITIDEZ LA DIVISIÓN QUE EXISTÍA ENTRE LAS TENDENCIAS PROGRESISTAS Y REACCIONARIAS DEL PAISAJISMO. LOS CRÍTICOS DE ARTE DE LOS AÑOS 1890 INTENTARON FINGIR QUE EL PAISAJE ERA UNA FORMA ARTÍSTICA AJENA A LA LUCHA IDEOLÓGICA.

 

El arte ruso desde la antigüedad hasta hoy Editorial «Arte», Moscú, 1972

 

También Yenia, y su barba espesa, parecen más grandes que de costumbre contra el fondo desnudo. O quizá se debe a que él está envanecido. Mientras realiza los últimos trabajos con el martillo y el escoplo, narra los triunfos que obtuvo en las etapas finales de la batalla por la emigración. Poco importa que a primera hora de esa mañana su valor haya flaqueado hasta el punto de acudir a refugiarse en el apartamento de un amigo, lo cual explica por qué el estudio estaba desierto cuando lo visité anteriormente, y las precauciones que tomó con el teléfono. Ahora se siente inspirado por su propia intrepidez.

Contra toda lógica los emigrantes potenciales —que tratan de abandonar el país y no entrar en él— deben presentar cartas de recomendación de los comités del Partido y los organismos estatales que han supervisado sus vidas. La clínica donde Yenia solicitó su certificado de salud pulmonar adujo no tener película, pero, previsiblemente, su soborno en metálico hizo aparecer inmediatamente la placa de rayos X deseada. Mas si estos éxitos eran vulgares, otros demostraron su aguzada imaginación mercantil. Aunque el estudio lo había recibido en préstamo de la Unión de Artistas, consiguió venderle a un desprevenido pintor ruso unos derechos inexistentes para su usufructo, y ese dinero lo empleó para pagar los gravámenes usurarios que el Estado cobraba por el visado de salida y la renuncia indispensable a la ciudadanía. Reforzaba saludablemente su amor propio al compensar la extorsión de mil rublos que practicaba el Gobierno con su propio desfalco de idénticas proporciones.

—No me importan sus defraudaciones mientras los rusos se dejen estafar, a su vez, con tanta facilidad.

Suena la campanilla del teléfono. Yenia reacciona como lo hizo ante mis primeras llamadas, y no contesta... pero ahora quizá porque no tiene ganas de que le distraigan, más que por temor a los subterfugios de la KGB. Luego me relata la hazaña que más le enorgullece: «Cómo Evitó Que El Pueblo Le Robara Sus Cuadros.» Se trata de una historia típica de triunfo sobre la burocracia contada por un adversario que no ha sido catalogado como «enemigo» porque en el curso de la defensa de sus intereses egoístas —conducta que las autoridades entienden— no proclamó que luchaba por la libertad. La actitud de Yenia ha consistido siempre en violar las reglas, no en combatirlas.