La expropiación se fundaba sobre la prohibición de que cualquiera, incluido el mismo creador, exportara una obra de arte original sin permiso del ministerio. Si esto parecía absurdo en el caso del inconformismo de Yenia —ningún gobierno racional reprime la exhibición del arte «decadente» y al mismo tiempo impide su exportación con el pretexto de que es un «tesoro nacional»— hay que pensar que se trataba sólo de una prolongación de la política merced a la cual las obras maestras de Kandinslri, Chagall, Lissitzki y otros se conservan cuidadosamente en lugares cerrados al público. Yenia sabía que era inútil protestar recurriendo a cuestiones de principios y que también era estúpido claudicar sin recurrir a maniobras igualmente arteras.
Envió a su dócil hermana a la Galería Tretiakov, sede de la comisión para el estudio inicial de las solicitudes de exportación, con cincuenta de sus mejores composiciones.
—No son más que mis borrones y garabatos —musitó, tal como le habían enseñado—. Recuerdos de mis sesiones de terapia física. Como ven, todo esto carece de valor artístico.
La secretaria sugirió que fuese a buscar a Yenia. Si no hubiera conocido su obra —varios de sus dibujos estaban en el repositorio gráfico cerrado de la misma Galería Tretiakov— tal vez el ardid habría dado fruto en ese primer momento. Pero incluso la mecanógrafa reconocía el empleo que Yenia hada de la perspectiva.
Cuando Yenia llegó a la galería, con otros den lienzos que completaban la obra que deseaba llevarse, fue recibido por la misma secretaria y por un miembro de la comisión que también valoraba sus cuadros. Yenia pasó a la ofensiva.
—Escuchad, amigos. Si quisiera, podría sacar mis cosas sin vuestra intervención. —(Esta era una referencia velada a los clientes occidentales con acceso a las valijas diplomáticas, que enunció en parte para fanfarronear y en parte para tener un medio de regateo.)— Si estoy aquí es para proceder legalmente, y todos nos ahorraremos disgustos si vosotros me ayudáis.
—Entiéndeme, Yenia —contestó el joven funcionario—. Si dependiera de nosotros, fijaríamos un gravamen de un rublo por cuadro y extenderíamos pases para los ciento cincuenta. Pero sabes que el ministerio lo revisa todo. Seamos sensatos y evitemos despertar sus sospechas, que nos perjudicarían a todos.
Así planteados los criterios antagónicos, los dos bandos comenzaron las negociaciones en torno de las obras acumuladas. Circuló la voz de que esa era la última oportunidad de ver los cuadros de Yenia, y los empleados de la Galería Tretiakov se aglomeraron en el despacho como si fueran el público de una subasta. Yenia regateó, controlando su vanidad. La comisión separó unas pocas obras, dictaminando que eran inadecuadas para la exportación, e impuso a las otras un gravamen que oscilaba entre cinco y quince rublos. Todos los presentes estrecharon la mano de Yenia y le desearon buena suerte.
Cuando acudió a la cita en el ministerio de Cultura, la lista había sido revisada y las tasas habían sido aumentadas en un veinte por ciento, aplicando la política de exprimir lo más posible. Un experto había ejecutado el trabajo, porque el viceministro, un funcionario veterano del Partido, entendía tanto de arte contemporáneo como de la jerga de Harlem. Pero fue con él con quien Yenia solicitó entrevistarse cuando se enteró de que otros cuarenta cuadros habían sido considerados excesivamente abstractos, tanto que no podrían salir del país a ningún precio.
—Por el amor de Dios, yo quiero exportarlos, no importarlos. Si son tan peligrosos, deberíais sentiros dichosos de que os libre de ellos.
El burócrata encendió un cigarrillo y hurgó en un cajón. Cuando respondió, lo hizo con el tono ofendido de un portero a quien le niegan el derecho a controlar la identidad de los visitantes del edificio.
—Lo que tú pienses es intrascendente. Tú no gobiernas este país. El pueblo soviético tiene olfato para reconocer tus depravaciones. Y... no eres tan listo como piensas.
Luego volvió a convocar a Yenia para completar su pensamiento.
—No es tan fácil engañarme como pensáis vosotros, los «artistas». Quieres sacar esta bazofia y venderla a alguna «exposición» para desacreditar a la Madre Patria. No lo harás mientras yo esté a cargo de la vigilancia. Ahora vete antes de que cambie de idea respecto de las demás obras.
A la noche siguiente, Yenia convidó a sus amigos con una botella de vino. No sólo había obtenido autorización para sacar más obras con un gravamen menor que el previsto, sino que también había logrado sacar de contrabando la mayoría de las embargadas. Yenia calculó que los vistas de aduana serían incapaces de distinguir un cuadro de otro —si bien se resistirían a confesarlo— y se limitó a embalar los prohibidos junto con los otros. Ciertamente, en tanto que registraban a fondo los equipajes de los aterrorizados emigrantes que pasaron antes y después que él por el andén de carga, en busca de diamantes y manuscritos, nadie cotejó sus telas con el largo y ambiguo inventario. Su discusión con el viceministro tampoco había sido en vano: repetida en Occidente, aumentaría el valor de sus obras. Toda la farsa en el ministerio había sido una cortina de humo para disimular su plan de embalaje, y el necio palurdo no sospechó nada.
—Esto es lo que me gusta en la casta gobernante de la buena y vieja Rusia. Vive con años luz de retraso.
Yenia completa esta parábola cuyo protagonista es él con una sonrisa jactanciosa que entreabre su barba. Sin mencionar la versión de la historia que cuenta su hermana —según la cual se cagaba en los calzoncillos y dormía en las estaciones de ferrocarril porque temía volver a su estudió— le paso las direcciones de Nueva York y una guía que consiguió Joe Sourian. Después de guardar mis obsequios en su cartera vuelve a tomar el martillo. En los meses que duró nuestra relación le he regalado camisas y libros de arte Skira —que él vendía a las librerías por un elevado precio en rublos— y le he pagado sumas fabulosas por tres dibujos. Nunca me ofreció una miserable taza de café, ni siquiera cuando lo preparaba para su propio consumo, y ahora está enfadado porque no le traigo los dólares que necesita. Pero es extraordinariamente divertido y su talento me reconforta. Creo que es uno de los pocos genios autodidactas que conseguirá en Occidente algo más que una semana de publicidad como víctima «disidente».
En rápida sucesión, dos redobles de golpes sacuden la puerta del subsuelo. Entran un traductor y el director de una revista médica: de unos cuarenta años, enfundados en chaquetas de cuero, forman parte de la comunidad de bohemios moscovitas cuyo pasatiempo es el humor negro, según la solemne definición que dan de sí mismos. Como si Yenia estuviera haciendo el equipaje para una excursión de fin de semana y no para un éxodo definitivo, los tres entablan su conversazione cotidiana acerca de los resultados del fútbol, las locuras de los amigos comunes y la estupidez oficial. Un programa sobre los aumentos trimestrales de producción de la República Autónoma de Yakutsk, que llega desde una radio encendida en una cocina, refuerza la naturalidad que impregna la atmósfera. Al enterarse de mi nacionalidad —y de que no es peligroso despotricar delante de mí, porque así lo dice Yenia— el director de la revista médica narra la aventura que le aconteció recientemente a su mejor amigo.
El amigo es un poeta cuyos versos clandestinos acerca de la ocupación de Checoslovaquia pusieron fin a su carrera editorial. Seis semanas atrás lo habían invitado a la Academia de Ciencias, distinción apabullante que se explicaba por su devorador interés en la percepción extrasensorial. Muchos aficionados rusos, que actúan movidos por la curiosidad que despierta el fruto prohibido, y que no se sienten frenados por los vetos ideológicos, saben más que los profesionales acerca de estas cuestiones esotéricas... sobre todo, como sucedía en ese caso, cuando el tema es ajeno al materialismo marxista-leninista y cuando muchos de los estudios occidentales han sido escritos por hombres que, como Koestler, son abominados por razones concomitantes. Pero nadie buscaba los conocimientos del poeta por su valor intrínseco. Un célebre parapsicólogo californiano que visitaba Moscú había solicitado una audiencia a la Academia, que deseaba aprovechar la oportunidad para entrevistar personalmente a un experto, sin revelar su propia ignorancia en la materia.