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El poeta recibió dinero para comprarse zapatos nuevos, y le prometieron vagas recompensas a cambio de que simulara ser profesor por un día. Su dominio del inglés, idioma en el que había leído casi toda su bibliografía occidental sobre el tema, imperaba una gran ventaja. Más importante aún era su gran juventud, porque esto ayudaría a crear en el visitante la impresión de que los estudios soviéticos marchaban a paso acelerado.

—¿Cuántas personas están trabajando en esta disciplina, profesor? —preguntó el californiano.

El sagaz estudioso visitaba Rusia por primera vez, —a—, ni siquiera a esos norteamericanos se los engaña siempre, y un error frustraría las posibilidades del poeta de salir del trance con alguna ventaja personal. En busca de orientación, miró a los funcionarios de la Academia que le flanqueaban. Pero debía arreglarse solo. Todos los secretarios y cancerberos juntos sabían menos que él.

—En realidad, actualmente son ocho científicos —respondió, y luego agregó, como si lo hubiera pensado mejor—: Con dedicación exclusiva.

Con esa desaforada exageración había querido dar una buena imagen de la Madre Patria. Sin embargo, el visitante lo trasladó todo a la escala californiana: ocho científicos implicaban ocho laboratorios muy bien equipados, y si él conocía a los rusos, le estaban dando una versión maliciosamente recortada. Cuando regresó a los Estados Unidos presentó un informe alarmante a Washington, y pocas semanas después la administración Nixon asignó veinte millones de dólares inmovilizados del presupuesto de Salud y Educación para financiar urgentes investigaciones parapsicológicas citando la amenaza soviética en ese campo potencialmente siniestro. Superado su momento de peligro, la Academia echó a su reciente recluta «como a una Biblia por un sumidero del Kremlin».

Un mes más tarde, llegó a su apartamento un cable, en el que se le invitaba a pronunciar una conferencia en el California Institute of Technology y anunciándole que un pasaje de ida y vuelta le esperaba en las oficinas de Pan Am en Moscú. Desde que lo habían expulsado de la Unión de Escritores trabajaba en un almacén, y carecía de los seis rublos indispensables para cablegrafiar anunciando su negativa. De todos modos, sabía que a esa altura de los acontecimientos el auténtico profesor no creería una palabra de la verdad, y lo interpretaría todo como una torpe maniobra para sabotear la respuesta norteamericana al desafío de la percepción extrasensorial soviética. Al diablo, pues, con la comprensión mutua. El director de la revista médica tampoco pretende que yo crea ahora su historia, aunque, como puede confirmarlo Yenia, es palabra de Dios.

Por pura casualidad, sé que los científicos soviéticos están experimentando con la percepción extrasensorial desde la década de 1960. Pero el traductor ha creído obviamente hasta la última coma del relato, y Yenia ha asentido constantemente con movimientos de cabeza, como un hippie frente a una descripción de las supercherías burguesas.

En la puerta retumban más golpes que anuncian la llegada de varios amigos de porte bohemio que se alimentan con cigarrillos y cinismo— Pronto está en marcha un pequeño festejo, y los jóvenes de ambos sexos entran y salen con aire de importancia, en razón de la especial circunstancia, y con el sentimiento trágico de la vida, porque la partida de tantos judíos debilita aún más la ya frágil atmósfera cosmopolita de Moscú.

Yenia se escanda un generoso trago de la botella que ha traído un amigo pródigo, y sirve de anfitrión a los que se quedan. En el patio, los párvulos de edad preescolar juegan con tortas de lodo mientras sus abuelas tratan de fisgonear a través del polvo que oscurece las ventanas del estudio. Nuestra reunión produce lo que ellas interpretan como un bullicio fascinante.

Los hombres que ocupan el centro de los corrillos son los puntales de la intelligentsia «izquierdista» de Moscú. Un crítico manifiesta un desdén nabokoviano por los imbéciles que no se dan cuenta de que Vladimir Vladimirovich es el más extraordinario escritor ruso en la actualidad. (Buena parte de la fortuna que paga en el mercado negro por los libros de Nabokov la gana escribiendo artículos denigrantes contra él en un periódico literario.) Otro prohombre defiende a Solyenitsin contra la rutinaria subestimación de su complejo de mártir. Cuando todo está dicho, arguye el vehemente polemista, lo que cuenta es el genio de Alexander Isaievich.

—Sí, el genio. Para los chiflados religiosos y los papanatas occidentales que se convencen a sí mismos de la «grandeza» rusa. ¿Por qué no aprende a ver a la gente de carne y hueso? ¿Por qué mierda no escribe acerca de nosotros!

—Habrase visto estupidez... ¿A quién representas ! ¿Qué carajo somos nosotros en este lugar, sino una escoria intrusa?

—Estamos hablando de Solyenitsin.

—Del mismísimo Jesucristo, que no puede escribir sin disfrazarse de nuevo Salvador de Rusia. Y que tiene las respuestas para la salvación de toda la humanidad, además, por si fuera poco.

—¿Hablamos de literatura o estamos diciendo Sandeces? Nombra un solo gran escritor ruso que no tenga un cúmulo de ideas locas. ¿Has leído los artículos «filosóficos» de Tolstoi?

—El vegetariano que simula no ver la carne que hay en su sopa. Y nuestro nuevo San Alexander representa su comedia de pobreza. Alaba el pan negro, abomina del materialismo occidental... mientras acude a una tienda donde se paga en divisas fuertes.

—Amigo, has demostrado que tengo razón.

En otras partes, el debate se encona en proporción directa al desconocimiento del tema abordado: la eficacia de la asistencia médica escandinava, la integridad artística de Salvador Dalí. Varios interlocutores están a punto de Regar a las manos en defensa de «principios fundamentales» agraviados por comentarios aparentemente inocentes, Pero la discusión principal gira en torno a Solyenitsin, y especialmente sobre su aserto plañidero de que el mayor crimen de la Revolución ha consistido en destruir la afabilidad del pueblo ruso. Alguien afirma que a partir del siglo XVI todos los viajeros describían al campesino ruso como un individuo esencialmente dichoso y hospitalario, peto eso era cuando las tragedias del país sólo exterminaban a centenares de miles, en lugar de decenas de millones Ahora cada día encierra un peligro potencial, y la vigilancia soviética ha reemplazado a la tradicional benevolencia de la gente...

—Desde luego, siempre has sentido ese amor insaciable por el pueblo —interviene alguien—. Todos tus escritos anteriores donde decías que se trataba de «animales estúpidos» eran una ingeniosa simulación. Una gran pasión... ¿y qué te parece si idealizamos un poco los felices tiempos zaristas para ahondar la herida?

Una muchacha decorativa que está en la periferia resucita el viejo acertijo krushcheviano: cuánto se podría haber rectificado si él y su deshielo de la década de 1960 hubieran perdurado. Un artista que viste unos vaqueros Levis de cien rublos habría despreciado, en condiciones normales, semejante trivialidad, pero se ha prendado visiblemente de los pechos de la chica y la recompensa con el argumento de que su hipótesis no es válida. La caída misma de Nikita demostró que su política era inaplicable: la jerarquía del Partido tiene demasiado poder, y continuaría teniéndolo aunque a las masas les importara realmente quién pinta y escribe y cómo lo hace.