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Mientras aún estaba en Siberia, hizo sus primeras incursiones en el mercado negro, hada el cual la mayoría de dos inmigrantes —incluidos los tusos— orientaban la mayor parte de sus pensamientos activos. Traficantes con nervios de acero vendían y revendían el cargamento íntegro de los trenes; en algunas industrias,— desaparecía el setenta por ciento de la producción. Los investigadores llegaban de Omsk o de Moscú, confiscaban el botín, y lo vendían al mejor postor... que a veces era el delincuente desenmascarado. Su ghetto de Cracovia no había sido, ciertamente, un centro cultural, pero las leyes de la jungla que imperaban en Rusia le dejaban sin aliento.

—Aprendí las lecciones, y deprisa. Si tienes boca, come. Si tienes verga, jode. Si tienes seso, enriquécete. No pierdas ni Un minuto pensando en política. ¿Y el socialismo'? ¿De qué hablan esos dos? —señala al Kandidat y al ilustrador de libros—. Oi, no me hagas reír.

Lo extraño, continúa, es que los míseros años de posguerra podían ser formidables si uno tenía un poco de ingenio y era aficionado a los placeres físicos. Estas gratificaciones ya no le tientan; pero es demasiado tarde para partir, aunque tiene un primo en Massachusetts o podría conseguir que le invitaran a Israel. Sin embargo, Yenia procede inteligentemente al irse. Las satisfacciones que pueden obtenerse en Rusia se agotan a medida que el hombre se desgasta...

El mismo Yenia guarda ahorrativamente en la maleta sus últimos calcetines sucios. Alguien se pregunta en voz alta si sucumbirá a la tentación de copiar los estilos de moda en Occidente, renegando de su propia visión del arte. Si se convierte en el favorito de los salones y las fundaciones, agrega otra voz, su futuro será sombrío. A continuación, los preocupados —y envidiosos— comensales se preguntan si podrá seguir explotando su papel de artista indefenso para conseguir que los demás le mantengan. Incluso en Moscú, el barbudo rebelde utilizaba los «retiros creativos» dé la Unión de Artistas, que abandonaba prematuramente despotricando contra los «privilegios corruptores», para que nadie se formara una idea equivocada. El joven cicatero se convertirá: en un cicatero viejo, comenta alguien, fuera del ¿canee de los oídos de Yenia, Pero en el trayecto encontrará vetas prósperas.

La fiesta decae. Antes de partir rumbo al trabajo, algunos amigos de Yenia lo besan en la boca. Otros se despiden con un informal «hasta pronto», como si esperaran volver a encontrarlo al día siguiente. Cuando llega su hermana—, comunico que debo irme. Yenia, exultante y rezongando a un tiempo por su futuro, me acompañó hasta el patio, con un raro gesto de hospitalidad.

—Te veré en Nueva York, viejo. Me convidarás con una buena cena.

Su apretón de manos me tritura los huesos. No menciono el dibujo a lápiz que me ha prometido a cambio de pequeños favores, ni el otro, estupendo, del mundo flotando en un lago, que Anastasia se olvidó de recogerme y que yo codicio aún más.

—Sí, el buen y viejo Nueva York.

Aunque la idea de verme allí, y mucho más la de ver a Yenia, me suena como otro de sus disparates, le deseo buena suerte.

—Y deja de preocuparte. Los sinvergüenzas avispados, y talentosos, para colmo, no pueden perder en la Gran Tienda.

 

Aliosha me ha invitado a almorzar. Para disfrutar del aroma de las hojas de primavera, por contraposición al de los gases de los motores Diesel, regreso pasando por el mercado aldeano, donde deseo comprar mi aportación al festín. Después de las jactancias del estudio de Yenia, la población harapienta del mercado me reconforta. Tres elegantes periodistas africanos se apean majestosamente del Mercedes aparcado fuera. Van a buscar hortalizas frescas para su almuerzo. Una dama provinciana le comenta a su compañera que un buen invierno ruso les blanquearía el áspero pellejo.

Un esmirriado vendedor georgiano estudia mis zapatos obviamente importados y se me acerca con paso sigiloso como si quisiera ofrecerme fotos pornográficas.

—Pssst —susurra—. ¿Quieres comprar unos... tomates? ¿Por qué me miras así? Hablo en serio.

En su mano aparecen como por arte de magia varias esferas rojas —¡sí, tomates auténticos!— que estaban ocultas en la manga de su sayo. Cuando le digo que quiero comprar los cinco, de alguna otra parte surge una balanza en miniatura, y me informa que el precio asciende a cinco rublos, el salario que un obrero especializado gana en una jomada de trabajo. Alentado por la transacción, el georgiano se ofrece a mostrarme un auténtico pepino.

Fuera del mercado no hay taxis a la vista, de modo que hago señas a los coches que pasan, indicando que pagaré el rublo de rutina por el viaje hasta el centro de Moscú. El conductor que se detiene conduce un Volga nuevo, el cual pertenece a una de las ubicuas organizaciones a las que sólo se conoce por el número del apartado postal porque son tan secretas que ni siquiera se puede mencionar su nombre. Hace comentarios sobre el sol y la pesca, y luego describe la visita que hizo la semana anterior a su abuela en una granja colectiva del Norte, donde, en son de broma le dijo que las féculas la habían hecho engordar demasiado, y que debía comer menos patatas.

—Eso no tiene ninguna gracia. Hace meses que no vemos una patata.

La pensión de esa mujer de ochenta años no le alcanzaba ni para comprar pan. Sólo podía sobrevivir gradas a la ayuda económica de los parientes y al trabajo que realizaba en la granja, con horario reducido... El conductor pensó que su abuela le tomaba el pelo, con socarronería campesina, basta que vio la cara con que un muchacho le miraba comer el cerdo que él había llevado consigo para la excursión. La semana próxima volverá a la granja con sacos de patatas comprados en Moscú.

—Supongo que es algo así como llevar un samovar a Tula —comento.

Sonríe agriamente y pronto empieza a enumerar los defectos que tiene su coche nuevo si lo compara con el Volvo que condujo en una oportunidad para una embajada. Naturalmente, ni las apreturas de su abuela ni los defectos del Volga hacen mella en su alegre certidumbre de la superioridad soviética.

Aliosha no está en casa. Recientemente ha levantado un garaje de chapa en la tierra de nadie situada detrás de su patio, para cuando el BMW de sus fantasías reemplace al Volga. Dentro, sentada sobre un cajón, descansa una bruja que acostumbraba a cojear por la calle como un perro sin dueño hasta que Aliosha le permitió utilizar el garaje para calentarse los pies. Murmura que a Aliosha le han llevado al hospital, pero interpreto esa afirmación como otro de sus habituales desvaríos.

Dos nuevas chicas ataviadas con vestidos de verano atraviesan el patio, suben la escalera y pulsan el timbre de Aliosha. No puedo persuadirlas para que se queden, pero prometen telefonear más tarde. Vuelvo al frente del edificio y observo cómo los escasos coches que transitan esquivan el bache que se formó en la calzada cuando empezaron las primeras heladas y deshielos de noviembre. Pronto saludo la redondeada nariz del Volga que aparece en el lugar de siempre, asomándose por la esquina.

Noto una ligera palidez en las facciones de Aliosha, probablemente porque tiene que trabajar esta tarde o porque pasó una noche de juerga, pero el cálido apretón de su brazo en torno de mi cintura no tiene nada de excepcional. Después de una comida más frugal que las usuales, permanece en el cuarto de baño durante veinte estrictos minutos, pero esto no me extraña porque desde marzo sufre ligeras indisposiciones y tiene menos apetito. Como siempre, tenemos entre manos negocios turbios. Aunque los dos discos de Jimi Hendrix que he traído —y que venderemos muy caros a un coleccionista, durante el fin de semana— no son expresamente ilegales, realizamos la transacción con ademanes, susurros inconclusos y salidas al rellano para eludir los micrófonos, maniobras éstas que condimentan todos nuestros encuentros. Lo único que falta hoy es la pulla que nos haga reír del sistema y de nosotros mismos.