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Ahora Kemal sufre por Anna. La relación de cuatro años ha concluido. En verdad, Anna y Serguei acaban de casarse con otras personas, aunque todavía pasan ocasionalmente una noche juntos.

—En los cuatro años que conviví con él —dice Anna—, no supe que existían otros hombres. Nunca dormí con otro, antes o después. No puedo acostarme con ese hombre a quien llamo marido. Pertenezco a Serguei.

El final fue desagradable. A pesar de la infidelidad de él y el erizado resentimiento de ella, su matrimonio de fado resultó sorprendentemente sólido... hasta octubre, cuando Serguei empezó a temer. Dado que ni él ni Anna eran moscovitas, ambos serían enviados, después de graduarse en junio, a una aldea o a una ciudad pequeña, donde deberían cumplir con sus obligaciones en los empleos asignados por una comisión estatal. La perspectiva de una «sentencia» por tres años en provincias era espantosa, y aún peor era la escasa posibilidad de llegar a obtener algún día el sello de residencia que les permitiera volver a establecerse en la capital. Serguei propuso el subterfugio habituaclass="underline" él se casaría con la primera Maskvichka potable que se cruzara en su camino; y Anna con el primer Moskvich soltero. De esa manera podrían permanecer en Moscú, libres para continuar viviendo casi como antes. Después de un lapso razonable —no menos de dos años, porque la policía había empezado a revocar los permisos de residencia obtenidos mediante matrimonios obviamente contraídos por interés— les pagarían lo indispensable a sus cónyuges, se divorciarían de ellos y se unirían oficialmente.

Anna accedió a regañadientes cuando comprendió que, dadas las circunstancias, eso era lo más parecido posible a una propuesta de matrimonio. Pero cuando Serguei concretó su elección de compañera —una muchacha tímida a la que conoció, en la biblioteca y a la que se declaró inmediatamente— Anna perdió el control de sus actos. Sin dejar de llorar, de maldecir, de suplicar, agredió a la mortificada novia con los puños y las uñas. Esta crisis de histeria afianzó la determinación de Serguei, que siguió adelante con su plan.

Para vengarse, Anna también se casó con el primer hombre que manifestó interés —un funcionario insignificante de cincuenta años— a cambio de su propio permiso de residencia en Moscú. Pero Serguei fue feliz con su dócil desposada y lo único que logró Anna fue acrecentar su desdicha al comprobar que él ni siquiera manifestaba celos. Ahora ella trata de cultivar amistades en las altas esferas, porque está decidida a tener más éxito que «ese necio trepador al que en otro tiempo creí amar».

 

Hay problemas peores que los de Anna. El mes pasado una joven se ahorcó en una habitación del corredor contiguo. Hizo un lazo con una cinta a través del picaporte de un armario empotrado sobre la puerta, y la madera soportó su peso durante el tiempo necesario para que ella lograra estrangularse. Dicen que en las residencias estudiantiles se registra una docena de suicidios por semestre. La mayoría de las víctimas saltan desde las ventanas del piso alto después de prolongados accesos de melancolía invernal. Estos episodios no se divulgan nunca. Por el contrario, la administración de la Universidad los acalla con grandes esfuerzos. En consecuencia, un bullir de rumores constantes rodea las circunstancias de cada suicidio. ¿El muchacho que murió en octubre era hijo de un determinado ministro?

La víctima del mes pasado había sido hallada culpable de robar a una compañera de cuarto: rublos sueltos, de los bolsillos, de vez en cuando, y algunas prendas de vestir que después vendía. La compañera de cuarto comunicó sus sospechas y, en la mañana en que debía presentarse la comisión investigadora, bajó a esperar a sus miembros en el vestíbulo principal. Cuando veinte minutos más tarde acudieron a la habitación para interrogar a la sospechosa, encontraron su cadáver sobre el suelo. Había dejado una nota: «No puedo enfrentar mi culpa ni soportar el bochorno de comparecer ante el Tribunal de Camaradas. Les ruego que me disculpen. Algo falló.»

Chinguiz vino a contármelo. La joven muerta había sido su amante. Se sentó en el suelo, acariciando los libros que ella le había dejado la noche anterior, y dijo con voz entrecortada:

—Galia robaba porque tenía necesidad de afecto. Es la reacción psicológica más elemental. Necesitaba más que lo que le dábamos, y mañana, cuando se hayan disipado nuestros remordimientos, seremos tan egoístas como antes. ¿Por qué fingimos «sentimientos fraternos» cuando estamos todos solos? Malditas sean las mentiras que vivimos.

No fue el primer suicidio del que Chinguiz tuvo noticia. Es un individuo —desdichado a su vez, pero sólido— a quien recurren las personas que se sienten al límite de sus fuerzas. Aunque sea una tonta premonición, estoy convencido de que nuestras propias malas noticias nos harán converger.

Chinguiz y yo no habíamos intimado antes de esa mañana, pero intuíamos que llegaría ese momento. Al cruzarnos en el corredor siempre nos sonreíamos afablemente, complacidos de poder tomarnos nuestro tiempo. Cuando descubrieron el suicidio, fue lógico que acudiera a mí. También fue lógico que se metiera en un cine, en lugar de hacer una exhibición formal de duelo.

Soñador, libertino y ex trabajador, Chinguiz tiene el aspecto exacto de lo que ha sido y de lo que es. Es alto y delgado, tiene porte de cowboy y luce una melena oscura que ensombrece su rostro de indio apache asiático. Exceptuando sus ojos, que a menudo son impenetrables, me recuerda a un Jack Balance menos anguloso. Por la libertad de su espíritu se parece a un Aliosha más joven, si bien él, Aliosha, mi amigo entre los amigos, nunca se muestra mohíno.

Chinguiz, el de los ojos negros, nació en la vasta estepa semiárida situada al norte del Cáucaso. Sus compatriotas son una mezcla de rusos y calmucos: budistas seminómadas que hablan mongol y se dedican a la cría de ovejas. La primera emoción que recuerda es la sensación de algo muy próximo y muy placentero: su madre, que cabalgaba llevándole atado a la espalda. La segunda es la pasión por la vida errante. Su madre y su padre le adoraban y lo consintieron, puesto que era el joven querubín de la colonia, pero cuando, con el trascurso del tiempo, aprendió a dominar un caballo brioso, llegó a la convicción de que debía explorar. Después de media docena de tentativas adolescentes encaminadas a fugarse, y después de abordar media docena de trabajos temporales en camiones y campamentos de edificación, se dirigió a Odesa y se empleó como marinero. Luego fue tripulante de primera, a continuación fue oficial, y finalmente oficial de barcos de ultramar.

No importaba que la tripulación estuviera constantemente vigilada para evitar deserciones y que el comisario político de a bordo le asqueara. Chinguiz había descubierto su vocación. El movimiento y el aire libre le serenaban, al tiempo que su trabajo silencioso y esmerado le hacía acreedor a ascensos regulares. Ingresó en la Universidad hace dos años porque alimenta la ambición de ser capitán de su propio barco —o sea, de ser su propio jefe— y para obtener la licencia soviética se necesita un título universitario... en cualquier especialidad. Y a falta de otras inclinaciones intelectuales, Chinguiz optó por la literatura rusa. Ahora, el mar tiene un temible competidor: Chinguiz ha descubierto que la poesía le ayuda a comulgar con el Vasto Mundo, tanto como la contemplación de un amanecer desde el puente de una nave solitaria.