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Aún estamos en el rellano cuando sube Ira Sin Apodo, a quien nunca puedo ver sin pensar en su historia. En la década del 60, su madre, una judía de modales histéricos, era directora de la sección francesa del Departamento Extranjero de la Unión de Escritores, y también era coronel de la KGB, encargada de supervisar la vigilancia de los africanos de habla francesa que visitaban el país. En su condición de ¿al, procuraba que los más susceptibles trabaran relación con chicas especialmente adiestradas, y a veces le hablaba a su hija de las excelentes fotografías que hacía tomar durante las sesiones ulteriores.

Pero Ira no pensó en esto cuando, a los catorce años, un joven la detuvo al regresar dé la escuela, le dijo que era muy fotogénica^ y la invitó a posar en su estudio. Ira tuvo miedo de hablarle a su madre de la violación, pero una de sus amigas le contó la historia; La enfurecida coronela se aseguró de que el violador no fuera sentenciado a la pena máxima de siete años sino a muerte, aplicando el artículo dé la ley que contemplaba las «consecuencias extremadamente graves». Cuando Ira descubrió la verdad, años más tardé, rompió definitivamente con. su madre, a quien nunca volvió a ver. Vivió su propia vida como traductora y como esposa de varios maridos prósperos.

Ahora ha venido a preguntar si un amigo de Aliosha que va a marchar al extranjero podrá comprarle algunos libros en París. (En realidad, el amigo soy yo, pero Aliosha creé prudente no decírselo cuando le promete conseguirlos? Su elegante vestido primaveral me hace pensar que jamás la fe visto totalmente cubierta. Pero aunque ella está dispuesta a damos un espectáculo, Aliosha alega que debemos irnos inmediatamente para asistir a nuestras citas de la tarde. Nos deja, intrigada por el hecho de que ni siquiera la hemos invitado a tomar un vaso de vino.

Por primera vez puntuales, enfilamos apaciblemente hacia el Tribunal del Pueblo donde Aliosha trabaja con mayor frecuencia. El edificio, que fue la mansión de un comerciante, cuartel general revolucionario, clínica y archivo médico, ha sido repintado recientemente, pero los olores de sus cien años de vida aún perduran en los corredores. El día cálido ha seducido a los jubilados, induciéndolos a buscar los bancos de las plazas, y sólo quedan unos pocos que distraen sus ocios asistiendo a los juicios más picantes. Aliosha ésta en un antiguo cuarto para la servidumbre, equipado con tres bancos para los espectadores. Su ¡dienta litiga para que la habitación que ella continúa ocupando con el marido del que acaba de divorciarse sea dividida oficialmente, para poder disponer de derechos individuales sobre siete metros cuadrados.

La audiencia es tan rutinaria que busco algo mejor en el corredor. Predominan los divorcios, las raterías y la habitual sucesión de casos dé gamberrismo: jóvenes andrajosos a quienes les esperan severas sentencias por abusar del vodka y los cuchillos. Un banquillo está ocupado por un apuesto entrenador atlético, de cabellos plateados, la imagen misma de su profesión. Mientras supervisaba las recreaciones en el «Apartado postal 1844» —obviamente uña empresa importante— presuntamente desfalcó él importe dé tres semanas de salarios a unos cuarenta obreros con la falsa promesa— de que les conseguiría sendos equipos dé atletismo valiéndose de los amigos que tenía en el mundo del deporte. Mientras los obreros prestaban su testimonio lapidario, él permaneció enhiesto, como un buen deportista en la hora de la derrota.

Al encontrarme entre los espectadores, Aliosha finge sorprenderse de que asista a semejantes babosees.

—Si la gente aprendiera a controlar su avidez por los equipos de atletismo, viviría sans souci —susurra—. Y él orden social quedaría indemne como una cucaracha, como acostumbramos a decir.

Piando concluye su audiencia, pasa unos minutos consultando a un colega maduro. Después corremos a prestar misericordiosa ayuda a una excelente mujer llamada Galia, quien por su belleza y su porte es la excepción a la regla de los «investigadores», esos rígidos y odiados detectives-inquisidores que preparan el alegato de la acusación. En este momento, Galia también está tan nerviosa que no se da cuenta de que el asiento trasero aún no ha sido reparado y que ella descansa sobre los muelles desnudos. Hace dos días interrogó en la Prisión Butirski a un sospechoso de robo, y por compasión llevó consigo a la esposa del reo. Gomo ella, la investigadora oficial, controlaba la entrevista, los guardias relajaron la vigilancia, y la esposa del detenido aprovechó la oportunidad para deslizarle a éste un poco de salchicha. La grave violación a la regla en virtud de la cual está prohibido entregar objetos a los prisioneros, descubierta cuando le registraron antes de devolverle a la celda, amenazaba cuanto menos la carrera de Galia.

Espero en el automóvil, a una manzana de distancia de la prisión, mientras ella y Aliosha cumplen con su cometido en el interior. Su principal objetivo consiste en disuadir al Alcaide Mayor de qué eleve la denuncia al procurador del distrito, que es él jefe de Galia. Al fin lo consiguen, después de implorar, rogar, suplicar; afirmando que la pobre mujer fue engañada, que no Volverá a suceder, que el oprobió público destruiría a su joven familia. Incluso en la cárcel, y aun después de una auténtica violación de las normas de seguridad, la táctica tradicional de la humilde contrición concluye con el habitual encubrimiento. El rostro ceniciento de Galia ratifica la impetración de Aliosha.

Nuevamente en el coche, la damisela rescatada nos acosa a Aliosha y a mí pata que vayamos a su casa a compartir una cena de celebración.

—Te regañaré aún más que el alcaide; cuidaré que a todos tus clientes les carguen quince años...

Cuando fijamos la fecha para más adelante, Galia nos besa, temblando aún, y se apea en una estación de metro. Me entero, con sorpresa, de que Aliosha sólo tiene relaciones profesionales con ella, y le ha ofrecido su ayuda porque es inusitadamente justa con sus clientes. Pero no aceptará la invitación porque su fama podría llevar a Galia a una situación engorrosa con su marido.

Hoy Aliosha está enigmáticamente melancólico. Me rezonga porque uno de mis comentarios acerca del tribunal es demasiado cruel, y después me pasa el brazo en torno del cuello mientras conduce con la mano izquierda.

—De un asno no podrás obtener un trino de ruiseñor —dice—. A mi edad, la fiebre primaveral puede traducirse en una jaqueca.

Las piernas desnudas son cautivantes en medio de la atmósfera cálida, pero dejamos atrás muchos pares de ellas sin detenernos. Probablemente la nueva actriz de Aliosha dejaría de mostrarse esquiva en este segundo día, más no le telefonea, y en cambió murmura que nos conviene dar un largo paseo y sugiere que vayamos al cementerio Golovinskoie, por si aún no lo he visto.

Claro que lo he visto, cuando él mismo me llevó a presenciar mi primer funeral ruso. Esa fue una de las más memorables de nuestras primeras salidas. Un día de febrero de una nueva Era Glacial— Aliosha y yo intercambiamos mi sombrero, como dos amigas que se disputan la cuenta del restaurante, y seguimos los pasos de una charanga que interpreta marchas fúnebres, pisoteando la nieve hasta un rincón apartado del cementerio. Los ecos nos condujeron hasta el entierro dé un director de fábrica. El discurso de despedida parecía copiado de nuestro chiste más viejo: «Descansa en paz, camarada. Cumpliremos el plan.»