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La callada blancura de aquella mañana ha dejado paso, maravillosamente, a infinitos matices de verde. [Pero es extraño que Aliosha, capaz de recordar las alternativas de conversaciones intrascendentes que se desarrollaron meses atrás, lo haya olvidado! Cuando ya nos hemos internado mucho en el cementerio, doblamos hacia una sección situada a la derecha. Aunque la atmósfera es menos fantasmagórica que en invierno, las verjas puntiagudas que rodean la mayoría de las tumbas y los retratos coloreados de los difuntos perpetúan el efecto macabro. Crucifijos de estaño en las lápidas, parcelas apaciblemente descuidadas... Mientras superamos

un laberinto de senderos de tierra, tomo conciencia de que Aliosha busca algo. La tumba de su madre.

—Pero yo creía que tu madre había muerto en Asia Central.

No es mucho lo que me ha contado acerca de ella, excepto que murió de fiebre tifoidea, e intuyo que él mismo sabe menos de lo que desearía saber.

—Se enfermó allí pero volvió a Moscú. Buen viaje en tren.

Su falta de sentido de la orientación es tan extraño como el lapsus de su memoria. Más raro aún es el súbito arrebato que le ha inducido a visitar la tumba de su madre en lugar de disfrutar de las últimas horas de sol en la campiña. No podemos encontrar la sepultura porque ya no está allí. Nos enteramos de ello al consultar las listas en la oficina del cementerio, y al escuchar luego la explicación de un sepulturero, quien nos informa que las parcelas que permanecen descuidadas durante dos años se pueden desocupar para un nuevo entierro. Aliosha desvía perceptiblemente la vista al oír estas palabras.

—No importa —responde Aliosha, pero su voz deja traslucir hasta qué punto sí importa. Cuando volvemos al coche me dice, a modo de excusa, que dejó de ocuparse de la parcela cuando estalló la guerra.

En el trayecto de regreso al apartamento, pasamos frente a un cine hasta el cual fuimos Anastasia y yo en una oportunidad para asistir al reestreno de El teniente Kije, el filme de los años 30 con música de Prokofiev. ¡Cómo nos amamos esa noche! Aún más por ver el viejo clásico en el improbable cine anexo a la vivienda obrera. Cuando lo veo a la luz del día, recuerdo todo. Es mío, tierno y privado.

—¿Ha telefoneado?

El ritual estipula que Aliosha debe responder: «¿Quién ha telefoneado?»

—Pienso que vosotros dos deberíais anudar el vínculo y poner fin al tormento. O... eh... viceversa.

—¿Ha telefoneado?

—Perdió mi número.

No le digo lo que pienso porque él sigue convencido de que estoy representando un melodrama. Además, repite que podré reconquistarla fácilmente si eso es lo que realmente deseo, aunque la idea no le seduce mucho.

Doblamos la esquina para encontrarnos con una de esas escenas estilo Cartier-Bresson que parecen expresar el espíritu de Moscú. Sobre la empalizada que oculta una obra en construcción, la brisa de primavera hace flamear los restos de una pancarta que proclamaba «¡COMPLETAREMOS ANTES DEL PLAZO EL PLAN ANUAL!» Recortada contra las tablas combadas, una hilera de trabajadores polvorientos zigzaguea desde un quiosco de venta de cerveza, a cambio de la cual los hombres soportan jubilosamente una espera de veinte minutos y la inevitable estafa del robusto vendedor que infla descaradamente la espuma. Pero los parroquianos se muestran entusiasmados con su hallazgo. Mientras arrojan al suelo el pellejo del pescado marinado, bizquean a contraluz e intercambian chistes, y beben su recompensa proletaria con tanto deleite que nos apeamos del coche para sumamos a ellos.

—Si hay cerveza, tanto mejor; si no la hay, esperaremos —repite Aliosha, al avanzar. El viejo proverbio campesino refleja fielmente la paciencia y la gratitud de los rusos frente a los pequeños placeres. Es una lástima que la cerveza esté aguada.

De vuelta en el coche, Aliosha recuerda a un Monipodio local que le pagó su primera cerveza en 1935. Rodamos lentamente, adormecidos por el movimiento, hasta que un Moskvich moteado por sucesivas capas de pintura se detiene bruscamente en la bocacalle de la plaza Krasnopresnenskaia, y Aliosha debe pisar el freno a fondo para evitar un choque. El conductor ni siquiera nos ve hasta que nos asomamos por las ventanillas para injuriarlo. Resulta ser nada menos que Ilia, uno de los viejos amigos de Aliosha.

Protagonista de muchas anécdotas sobre caídas en baches, el rollizo ex petimetre es administrador de un célebre teatro dramático, cuyas entradas canjea hábilmente por las cosas más diversas: desde reservas de mesa en restaurantes hasta las cada vez más necesarias reparaciones de carrocería en todos los garajes oficiales y clandestinos de la ciudad. Va deprisa a las carreras de trotadores donde rematará una jomada de trabajo de cuatro horas, y nos persuade para que le acompañemos. Aliosha y yo vacilamos fugazmente antes de montar en su Moskvich proclive a los accidentes.

Pero en él no hay micrófonos ocultos y podremos conversar con más tranquilidad que en el Volga.

Rumbo al hipódromo, Aliosha mira pasivamente por la ventanilla —como yo lo hago a menudo— en tanto el jocundo Ilia cuenta el último chiste de la mañana, una variante de la nueva moda que consiste en trocarlo todo por su opuesto, para mofarse del principio hegeliano adoptado por Marx. La escena se desarrolla en los aposentos privados de Brezhnev en el Kremlin, adonde esa misma noche del 22 de mayo conducirá orgullosamente a Nixon, después del suntuoso festín. La cena opípara y el alcohol abundante han intensificado su tendencia compartida a verse como los adalides de sus mayorías silenciosas y sus nobles amigos, incomprendidos por sus respectivos intelectuales.

—Dime, Lenny —exclama el Presidente—. ¿Cómo marchan realmente las cosas aquí? Me refiero a la chusma.

—Te juro, Dick, que los rusos son fabulosos. Arrestamos a los malditos disidentes, y ni una palabra. Aumentamos el precio del pan, y siempre nada. Eliminamos los ahorros inflacionarios al desvalorizar nuestros bonos obligatorios... y siguen aplaudiendo al Partido. No hay como el pueblo ruso.

—Dios mío —gime el envidioso Nixon—. ¿Cómo podría inspirar yo un poco de patriotismo auténtico?

Brezhnev apoya la mano sobre la rodilla de Nixon.

—Disculpa, Dick. Le he prometido a Kissinger que no exportaríamos la revolución... ¿Pero no te parece que quizá deberíamos desembarazarnos de ese judío entremetido?

El chiste regocija a Ilia porque pone al desnudo el turbio cinismo que consolida la nueva distensión soviético-norteamericana: ambos bandos renuncian a todos los principios. Alentado por mi risita, examina rápidamente otras nuevas historias y planes encaminados a burlar el sistema. La iniciativa de un funcionario teatral, colega suyo, que consiguió sumarse a un grupo que viajó a Japón, estimula su curiosidad comercial. Al viajero le resultó muy difícil reunir los mil rublos —casi el salario anual del trabajador ruso medio— para pagar el precio total de la gira, pero en Tokio compró dos grandes mantas de pelo de Angora. Al regresar las cortó en cuarenta tiras que vendió como chales, a veinticinco rublos cada uno. Con eso pagó el viaje, y los rotuladores y otras chucherías fueron pura ganancia.

Ilia saluda con un silbido la proeza —o el rumor, que tanto da— y relata su última hazaña personal, encaminada a solucionar el problema de la escasez de piezas de recambio. La reparación de un Volga de propiedad privada se puede realizar generalmente en un taller oficial, mediante pago o soborno, porque la mayoría de los organismos del Gobierno utilizan dicho vehículo. Pero la reparación de un Moskvich incluso puede poner a prueba el ingenio de vividores como Ilia. Sin embargo, su propio coche acababa de ser sometido a una compostura total. Bastó con ampliar la garantía de fábrica por un lapso insignificante de ocho meses, falsificación de poca monta perpetrada por un dentista de pulso firme que le cobró menos que por una incrustación de oro.