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—Experimentas una gratificación moral al defraudar a la fábrica que produjo semejante basura.

Sale bien parado de su ya habitual serie de maniobras equivocadas y llega a la Leningradski Prospekt. Allí se ha congregado un millón de policías: estamos sobre la ruta que seguirá Nixon desde el aeropuerto. Aprovechando la relativa seguridad que ofrece la ancha avenida, Ilia inicia un monólogo acerca de la obsesión de su familia, mucho más fuerte que la que le ata a los automóviles y los caballos de carrera.

Los ascendientes de Ilia eran judíos de Odesa, la Marsella de la Rusia prerrevolucionaria, con su barrio portuario, que era escenario de alborotos, mezclas raciales y actividades criminales. Su abuelo, un sastre de la alta sociedad que viajaba anualmente a París para copiar diseños y tener la satisfacción de hablar francés, era un elemento superfino en la nueva unión de obreros y campesinos. Y en verdad, un mes después de la implantación del régimen soviético en la ciudad, los reclutas de la Cheka —predecesora de la NKVD y la KGB— le visitaron para echarle un vistazo y para expropiar los bienes que les llamaron la atención. Cuando los matones se hubieron ido dando un portazo, su abuelo se dedicó a esconder el resto de su oro y sus valores en huecos dispersos por las paredes. Luego el soviet urbano requisó seis de las ocho habitaciones del apartamento, y las cedió a miembros del lumpen-proletariado que obstruían continuamente los retretes. Así se perdieron inmediatamente tres cuartas partes de la fortuna. Era impensable entrar clandestinamente y rescatarla, o proponer un trato a los nuevos vecinos, que estaban inflamados por el odio de clase típico de los desheredados victoriosos. Habría bastado que alguien elevara una denuncia a las autoridades para que fusilaran al ex explotador.

El antiguo barón de los sastres de Rusia meridional envejeció rápidamente, sin poder darse siquiera el gusto de echar una mirada ocasional a sus riquezas. Además, ahora traía a casa apenas los víveres suficientes para alimentar a sus hijos, y menos de lo indispensable para él mismo. Incluso cuando había vituallas en el mercado, él no compraba más por miedo a las delaciones, y murió en 1921, tan cerca y tan lejos de su tesoro. Al regresar del cementerio, la familia descubrió que la séptima habitación estaba ocupada por nuevos vecinos, y que les habían robado los muebles que aún conservaban. Gobernados ahora por el padre de Ilia, un escritor cómico de folletines periodísticos, los cinco miembros de la familia se hacinaron en el único cuarto que les quedaba: tres generaciones en quince metros cuadrados. Las riquezas ocultas en esas cuatro paredes les permitieron superar varias crisis inimaginables durante las hambres y purgas subsiguientes. Triunfaron, lo que equivale a decir que sobrevivieron.

Pero cuando el padre de Ilia terminó de prestar servicios en la Segunda Guerra Mundial, no regresó a ese cuarto, ni siquiera a Odesa, cuya importante comunidad de escritores judíos estaba siendo aniquilada en ese mismo momento, en el marco de la pavorosa campaña de posguerra contra los «cosmopolitas». La provinciana Kaluga, donde se estableció con su familia, estaba mucho más a salvo de las denuncias y ejecuciones. Nuevamente sobrevivieron indemnes hasta que la muerte de Stalin les libró del terror, pero el tesoro oculto se hallaba más lejos que nunca de sus manos. Esto le indignaba, especialmente a Ilia, que ya había crecido y vivía desahogadamente en Moscú. Había iniciado su vida rumbosa de ropas importadas, restaurantes costosos y mujeres bellas, y para mantenerla necesitaba urgentemente joyas y oro. No se trataba de que aborreciera el régimen soviético, o por lo menos no lo odiaba únicamente por los padecimientos de su familia. Pero al margen de la política, ese dinero desaprovechado le enfermaba.

Hizo varias visitas a la casa próxima a la célebre calle Deribasovskaia de Odesa. Cuando la miraba le transpiraban las palmas de las manos. Sentía la presencia del tesoro en su interior... pero no se le ocurría ninguna estrategia para recuperarlo. En cada oportunidad, se paseaba durante una semana como un león enjaulado y después volvía a Moscú. Cuando se enteró, tres años atrás, de que existía el plan de reconstruir el viejo edificio como anexo del museo histórico, su desesperación se intensificó y sus consultas con Aliosha asumieron un nuevo clima de urgencia. Cada vez que se encuentra con él no pierde la oportunidad de pasar revista, como dice ansiosamente, a su colección de ideas inútiles. Esto es lo que también hace hoy.

Nos aproximamos al hipódromo y se interrumpe para dedicar toda su atención a la tarea de conducir y aparcar. Una vez concluida la operación, apresuramos la marcha para sumamos a la multitud que, aprovechando la belleza del día, asiste a las últimas carreras.

Es entretenido visitar el hipódromo, de cuando en cuando, como si fuera un parque de atracciones. La idea de jugar por dinero en la Unión Soviética es regocijante, pero la pista de carreras es, en sí, tan lúgubre como una orquesta de jazz de Volgogrado. Los rostros de la multitud son los más graciosos: jubilados zaparrastrosos que pasan todas sus horas y derrochan sus últimos kopeks en las graderías; aspirantes a gángsters con bigotitos finos. Periódicamente, los diarios hacen una campaña en favor de la clausura del hipódromo, y se refieren a las carreras amañadas, a los jugadores compulsivos que desfalcan fondos del Estado, y a las «heces de la sociedad» que pululan en ese intolerable centro de oprobio enclavado en la capital de la nación. Pero aquí todos tienen la nariz metida en sus hojas de pronósticos, como si los artículos indignados hicieran relación a algo que sucede en el continente africano.

Desde el punto de vista físico, las crujientes gradas de madera también recuerdan un tanto al parque de atracciones de Coney Island. Después de abrirnos paso entre matones y adolescentes que llevan los mensajes de los tahúres de poca monta, como otrora lo hacía Aliosha, encontramos un lugar libre junto a la baranda. Por fin la tarde toma forma. No siento verdaderos deseos de estar aquí, pero no se me ocurre ningún otro lugar donde preferiría hallarme en este momento, e intuyo que un poco de acción despejará las ambigüedades.

Nuestra primera carrera, la novena y penúltima del programa, comienza a las 3,40... y luego a las 3,45 porque se produce un contratiempo y hay que alinear nuevamente los carruajes.

—¿Cuál te gusta? —pregunta urgentemente una voz rezagada por encima del bullicio.

Y cuando los siete trotadores desfilan frente a nosotros se eleva un coro de «Vamos, vamos», con una entonación universal. Pero apenas proclaman al ganador —Burma, guiado por una mujer musculosa— los tacos que salen de labios de los apostadores desilusionados son mucho más soeces que en el estadio de Yonkers.

—Mierda.

—Grandísima puta.

—Coño de yegua, molestó a los competidores.

Mientras Aliosha e Ilia están haciendo sus apuestas para la última carrera, contemplo a la mujer que está a mi derecha, una arpía arrugada con botas y abrigo de invierno. Gradualmente, tomo conciencia de que un hombre vestido con una zamarra me codea por el otro costado. Entablo una conversación intrascendente. Divaga en dialecto campesino acerca de la suerte, la vida y las penurias de Siberia, que él... «eh... ha visitado en una oportunidad», aunque por alguna razón se turba cuando le pregunto de dónde es. Por fin masculla «de Odesa», pero cuando le pregunto a qué actividad se dedica allí, pensando en la casa de Ilia, se toma belicoso. Le vuelvo la espalda al excéntrico desconocido, mas entonces palpa le tela de mis pantalones e inquiere de dónde soy yo, el muy entrometido...

—Eres norteamericano. O no. ¿De veras, de veras? Brindemos por eso. Quiero compartir una botella contigo. Insisto.