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Consigo disuadirlo cuando menciono a mis compañeros, y pronto lucimos la sonrisa lela de quienes no tienen nada más que decir. Sin embargo, pocos minutos después vuelve a acercar los labios a mi oído.

—En tus Estados Unidos... ¿se cometen delitos?

Confirmo la triste verdad.

—Eso es lo que siempre dicen nuestros diarios, pero... bien, tú sabes. Es bueno oírlo de un testigo veraz. Dime, ¿hay muchos delincuentes?

—Demasiados.

—Espera, no me aturdas. Por ejemplo, ¿hay karmanchiktí

Mi memoria suministra la traducción, pero mi imaginación no funciona. Visiblemente satisfecho con mi respuesta —claro que hay carteristas— el individuo esmirriado se da vuelta con expresión pensativa, y un minuto después me encara nuevamente.

—Transmíteles nuestros saludos. Los carteristas rusos abrazamos a nuestros colegas norteamericanos, con un sincero espíritu de paz y amistad.

Cuando descifro las claves —por qué estaba tan interesado en mi ropa, por qué se aproximó tanto, qué había ido a hacer a Siberia— me alejo instintivamente un paso. El experto profesional lee en mis ojos.

—Por el amor de Dios, no te preocupes. No te desplumaré a ti. ¿Desvalijar al Tío Sam? No soy un traidor.

 

Es el día señalado para que me traten como norteamericano. Al enterarse de la novedad, el taxista que me conduce a la Universidad me endilga un discurso acerca de mi presidente, que ya ha llegado al aeropuerto Sheremetievo. Con la gorra calada sobre los ojos, el chófer se lamenta de que perdió noventa minutos porque buena parte del centro de la ciudad está clausurado hasta que haya transitado la comitiva. Un destacamento de policías ordenó que todos los conductores de su calle aparcaran junto a la acera, haciendo caso omiso, hasta que llegaran nuevas órdenes, de las súplicas de quienes deseaban desplazarse por otra ruta. Pero no obstante su enojo, está sorprendido de que no me haya sumado a las multitudes que vitorean a Richard Nixon.

—¿No estás orgulloso de tu propio presidente? La gente debe defender a su patria, o ésta se debilitará. Nosotros somos un ejemplo. Incluso tus patrones norteamericanos vienen aquí para aprender. Para negociar acuerdos... porque somos fuertes.

Después de la última carrera me separé de Aliosha e Ilia para ocuparme de algunos asuntos particulares en mi habitación. Ilia ha saludado los cuatro rublos que ganamos con un burlón «Nuestra Suerte Descansa en Nuestras Propias Manos», consigna que se emplea para estimular la productividad, a lo cual Aliosha respondió con un viejo proverbio ruso: «La suerte no existe... y tampoco te molestes en esperar la dicha.» Fiel a su inusitado pesimismo, y a su extraña conducta de todo el día, le pidió a Ilia que le sustituyera en una cita que tenía a las cinco con una ninfa. Volvió a su casa y me pidió que fuera a visitarle lo antes posible.

La residencia casi destila alegría en la tarde de primavera.. Antes de iniciar mis fastidiosas diligencias, respondo a una nota que me ha dejado Masha, solicitando que me comunique inmediatamente con ella. Después de señalar el techo —lo cual es una tontería, porque estoy seguro de que en su cuarto no hay micrófonos ocultos— me arrastra al corredor para anunciarme que han detenido a Chinguiz.

Está casi segura. Se lo llevaron la noche anterior. Para evitar que los activistas judíos provocaran situaciones incómodas, todos los rebeldes conocidos permanecerán encerrados mientras dure la estancia de Nixon, y en la Facultad de Filología ha circulado el rumor de que Chinguiz se había ofrecido para prestarles algunos servicios o tenía algún otro tipo de vinculación con el movimiento disidente.

Encontramos un lugar donde estamos al abrigo de oídos indiscretos, en el hueco de la escalera. Masha cuenta una historia que me duele por la parte de responsabilidad que me corresponde en la desgracia de Chinguiz. Hace un mes, le convocaron a una oficina del edificio principal y le entregaron un manuscrito. Era el borrador de un artículo periodístico en el que se hacía relación de mis pecados, desde la «depravación» hasta la «falta de respeto por los representantes electos del Soviet», y que, según entendió, sería publicado instantáneamente si me expulsaban por mezclarme con elementos nocivos. Entre los testomonios que me desenmascaraban como instigador de conversaciones antisoviéticas figuraba una declaración de Chinguiz. El autor de la nota, un periodista maduro que se especializaba en las transgresiones de la colonia occidental, le pidió que firmara su testimonio.

Chinguiz respondió que nunca me había oído hacer esos comentarios ni había observado que mi conducta fuera la que allí se describía. El periodista vociferó que ésa no era la actitud que se esperaba de un ciudadano soviético y lo amenazó con la expulsión. El relativo liberalismo del rector y la argumentación muy endeble del autor del artículo convencieron a Chinguiz de que ésa era una mala farsa, pero Masha piensa que el episodio está relacionado con la detención. Quizás el periodista recurrió al vicerrector, conocido por sus tendencias stalinistas. El hecho de que quien ordenó la confección de la denuncia haya escogido a Chinguiz para convertirlo en uno de los «testigos», también es ominoso.

La noticia asume la forma de un ataque desde muchos flancos. Como Masha no pertenece a la fraternidad de la oposición temperamental, me siento incómodo al hablar con ella de política. Hace pocas semanas, sin ninguna justificación, me acusó de pensar, «como todos los norteamericanos», que los palestinos son infrahumanos. Nuestra relación descansa sobre la premisa de eludir todo lo que separa a Oriente de Occidente, y sólo una circunstancia de esa gravedad pudo haberla inducido a franquearse acerca de la presión ejercida sobre Chinguiz y acerca de los subterfugios del periodista. Pero por supuesto, el más perjudicado es Chinguiz. No puedo hacer nada por él. Mientras no sepa a dónde lo han llevado, y por qué, sería contraproducente contar la historia a un corresponsal occidental. Cuando nos damos cuenta de nuestra impotencia, Masha y yo quedamos fugazmente unidos por un vínculo de camaradería, hasta que ella vuelve a experimentar un sentimiento de rencor y me acusa sin palabras de haber comprometido a Chinguiz con mi necio liberalismo.

La verdad es que él desdeñaba mis ideas políticas. A diferencia de otros disidentes, si es que se cuenta realmente entre ellos, Chinguiz aún consideraba que el socialismo marxista es la última esperanza para el progreso. Tenía más conciencia que la mayoría de sus compatriotas de que la sociedad soviética era, en muchos sentidos, más autocrática que los peores regímenes zaristas, pero insistía en que si se eliminaba la dictadura esto cambiaría, en tanto que las apariencias de opción que había en Occidente —un voto para el banquero, uno para el negro parado— sólo servían para subrayar las imposibilidades. El capitalismo, con su infraestructura de contradicciones, hipocresía y codicia, nunca podría dar como resultado algo noble.

En nuestro último encuentro discutimos el Homenaje a Cataluña de George Orwell, que él había leído trabajosamente con sus rudimentarios conocimientos de inglés. Lo que le impresionó no fue la campaña sanguinaria de los soviéticos encaminada a asumir el control de las fuerzas republicanas durante la guerra civil española, porque él había previsto cabalmente esa crueldad. En cambio, la confianza inalterable de Orwell en el socialismo democrático reforzaba la suya propia. Me leyó un pasaje que había copiado concienzudamente: «En todos los países del mundo, una numerosa tribu de funcionarios del Partido y de arteros profesores de baja estofa se afanan por ’demostrar que el socialismo no significa sino el capitalismo planificado del Estado, que deja intacto el espíritu de lucro. Pero afortunadamente existe una visión del socialismo muy distinta de ésta.»

Por tanto, Chinguiz nutría su idealismo con Orwell, así como antes lo había nutrido con Maiakovski... no obstante las grandes reservas y desilusiones que demostraban ambos hombres. Él también necesitaba consagrarse a algo noble. Y como última ironía, el libro de Orwell, que yo le había conseguido, era un libro prohibido. Pero no puedo hablar de nada de esto con Masha. Si Chinguiz ha desaparecido verdaderamente, no sólo lo perderé a él, sino que también perderé en parte la amistad de ella, por razones absolutamente equivocadas.