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Cuando despierto en mi querida litera, me siento mejor. Quizá no fueron las noticias acerca de Chinguiz las que me dejaron tan exhausto, sino el estar en pie desde las seis de la mañana. La luz se ha reducido a una intensidad crepuscular, y hacia el Norte todo tiene la transparencia de la noche de primavera. Permanezco inmóvil, experimentando simultáneamente la gran libertad de tener a mi disposición una ciudad entera, sin que ninguna obligación me ate a nadie, y una restricción mayor sobre todas y cada una de las libertades. El infortunio de Chinguiz ya parece sellado.

Al ver que estoy despierto, Viktor enciende la radio. «Brigada del Trabajo Comunista... compromiso voluntario... plan anual de producción de linóleo...» Un coro altisonante de «Rusia, Madre Mía», refuerza mi sensación de encontrarme prisionero. ¿Y qué decir de Viktor, quien sin duda aportó sus testimonios al periodista, pero que no hizo ruido, respetando mi siesta?

No puedo prestar atención a mis obligaciones. Ahora sólo deseo hacer una cosa determinada, y la certidumbre de que sucumbiré me llena de un caviloso placer egoísta, condimentado por el remordimiento. Sí, intentaré ver a Anastasia.

Para silenciar una voz disonante doy un largo trago de la botella que guardo en el baúl, y después me encamino hacia el metro, aligerado por la ducha. El estado de trance parcial en el que caigo cuando obedezco a la llamada de Anastasia esfuma la imagen refulgente del tren cuando éste llega: filtra todo lo que cruza por mi campo visual e impide que se grabe nítidamente. Cuando atravesamos el puente sólo atino a aspirar la fragancia del río henchido. Toda la tierra está activa, como una glándula estimulada. ¡Estas sensaciones podrían unimos mucho más que las citas en escaleras húmedas! La dulce primavera, cuando la naturaleza reúne a todas las parejas, cuando mi propia naturaleza es inmensamente más dichosa y podríamos disfrutar mucho más, juntos, que durante el invierno mezquino.

Pero en la otra margen el tren se introduce bajo tierra. El viaje entre una estación y la otra dura una eternidad. Reprimo la premonición claustrofóbica de que jamás voy a salir de allí. Los respetables ciudadanos sentados frente a mí parecen tan atildados como otros tantos burgueses, y me pregunto si me habrán visto beber un trago de mi botella de bolsillo. «Reservado para Niños e Inválidos» y «¡Prohibido apoyarse aquí!», leyendas que se graban en una placa de mi memoria, como el viejo anuncio de Camels, de Times Square... Por fin llegamos a una hermosa estación nueva y un grupo de turistas queda previsiblemente atónito... ¿pero qué hacen en esta zona poco frecuentada de la ciudad? ¿Y por qué subo por esta escalera mecánica interminable cuando sé que el momento de placer que he venido a buscar no hará más que arrastrarme a los abismos?

El profesor vive en el pasaje Troitski Primero, una travesía sinuosa próxima a la antigua oficina de Aliosha. La primera vez, me resultó difícil encontrarlo, como siempre. Hay, desde luego, un Troitski Segundo y un Troitski Tercero ovillados alrededor del Primero, así como una calle Troitski. Pero nadie había oído hablar de Troitski en ninguna de sus versiones, y el hombre que finalmente dijo conocerlo hizo el habitual ademán vago y murmuró un lacónico «por ahí», como si hubiera que evitar aun en esto un exceso de orden. La propia incertidumbre refuerza mi sensación de estar en casa ahora que sé orientarme por el laberinto.

Los comparsas representan sus papeles contra el telón del atardecer apacible. Los adolescentes vagabundean, fuman, silban a las chicas reunidas en un pequeño campo de juegos por donde paso, y en una tienda de comestibles del pequeño-burgués pasaje Segundo, los clientes se apiñan en la sección de licores para asegurarse su ración de alegría. Me asocio a este homenaje al poder del vodka bebiendo otro trago de mi botella, y luego corto camino atravesando una parcela donde una mujer rolliza se levanta de un banco para pedirme que le enhebre la aguja bajo la luz menguante. ¡Oh, la naturalidad del pueblo ruso en su numerosa y a veces feliz familia! La mujer deduce que estoy achispado porque no consigo introducir el hilo, y me dice «hijo mío».

Desde la cabina que utilizo para estos menesteres le telefoneo al profesor. Sería absurdo que me quedara a esperar su regreso porque es posible que ellos ya estén en casa. Una muchacha dice «Hola», y antes de darme cuenta de que es un número equivocado la confundo con Anastasia y cuelgo deprisa. Entonces sonrío, imaginando cómo Aliosha habría perseguido a esa anónima voz adolescente de contralto. Un trago de magia blanca para serenar mi pulso, dos llamadas sin respuesta para verificar que la presa realmente no ha llegado. Me apresuro a ocupar mi atalaya antes de que vuelvan.

Me oculto dentro del zaguán que conduce a su patio. Deben pasar por aquí porque la entrada de delante está permanentemente cerrada con llave, pero no me verán detrás dé la puerta que ellos mismos abrirán. En cuclillas sobre una capa de hojas del otoño pasado, escudriño la acera de enfrente desde abajo del marco herrumbrado. Nada sospechoso, nadie me vigila a mí. El barrio consiste en una mezcla de nuevos edificios prefabricados y de claudicantes construcciones de madera convertidas en viviendas comunitarias. La casa de apartamentos prerrevolucionaria del profesor es el edificio más sólido del entorno, exceptuando la torre del Club Militar Soviético, que descubro a lo lejos cuando fuerzo la vista.

Mi reincidencia en esas travesuras infantiles es reconfortante y degradante al mismo tiempo, constituye un nexo con mi yo íntimo, una prueba de que sigo siendo el mismo. Una vez más estoy en octavo grado, espiando a la chica que me «gusta»... Me pregunto qué seré cuando crezca... Me pregunto también cuánto tiempo ha transcurrido y por qué no soporto usar un reloj. Otros tragos sorbidos de la botella alivian el entumecimiento de mis rodillas, ¿pero dónde diablos está Anastasia? Quiero verla mientras mi borrachera está bajo control. Me hace esperar, como en los viejos tiempos.

Por una ventana abierta pasa el fragor de la Tijuana Brass, y ahora una sonata de Mozart para piano que alguien practica varias plantas más abajo. En el rincón más oscuro del patio, una pareja adolescente estudia el progreso de la mano de él debajo de la blusa de ella. Un hombre rechoncho, con una camiseta de satén, se asoma de una escalera distante para ahuyentarlos, mientras bufa contra la situación en que se encuentra la moral pública. La chica se acobarda, y su enamorado retrocede, murmurando «Bésame el culo». Un niño de menos edad pasa corriendo detrás de un gato vagabundo.

El hombre rechoncho vuelve a su cuarto para ver la televisión en un aparato con un cristal amplificador ahumado. Esto lo sé porque cuando fui a buscar el apartamento del profesor por primera vez, llamé a su puerta. El protector de la moral socialista se estaba hurgando los dientes con un cortaplumas. Con los ojos clavados en el partido de fútbol, hizo un comentario acerca de mi acento, y yo le dije que era checo para alejar sus sospechas. Me informó que el ruso es el mejor idioma del mundo, y que lo habla casi toda la gente civilizada.

—Usted es un ejemplo, ve la necesidad de aprender ruso. Ahora nadie vale nada si no lo sabe hablar. La ciencia, la cultura... todo lo que importa está escrito en la lengua de la Madre Patria.

Le pregunté qué otros idiomas conocía, y ya estaba retrocediendo hacia el hueco de la escalera cuando vi que se le congestionaba el rostro.

Cuando el gordo desaparece, Irina Sergueevna entra en el patio haciendo sonar sus pantuflas descuajaringadas. Curiosamente, el gordo, su repulsivo vecino en el apartamento comunitario, fue el primero que me habló de ella. Al pasar frente a su puerta, resolló innecesariamente: