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—Ha salido... al teatro.

Evidentemente, «teatro» era una palabra obscena, del enemigo de clase. En realidad, ella estaba viendo El jardín de los cerezos por trigésima vez en cuarenta años.

Sé que si rememoro la vida de Irina Sergueevna me refrescaré, pero quizás esto sea mejor. Evoco las instantáneas desteñidas que me ha mostrado: una mujer cimbreante cogida de la mano de su esposo. En una de ellas luce una capelina; en otra, un velo de encaje. Nunca imaginé que esas cosas despertaran interés durante el primer Plan Quinquenal.

Ocho años antes, ella, huérfana, estudiaba con una beca en la mejor escuela de segunda enseñanza de Kazan. Dos comunistas —los primeros que ella veía— emocionados con la victoria en la guerra civil, irrumpieron en la clase de francés para comunicarle a su profesora el nuevo programa de estudios socialistas. Ninguno de ellos sabía una palabra de francés, exceptuando el epíteto bourgeois. Pero más que esto, lo que le dio a la tímida escolar la lección de su vida, fue el ruso que hablaban los nuevos amos locales, un patois abyecto en el que se mezclaban la jerga del hampa y la malevolencia contra los mejores.

Hasta entonces, las monsergas antibolcheviques que le soltaban en la escuela la habían inducido a admirar secretamente al misterioso Lenin. Pero fuera lo que fuere lo que él intentaba hacer en Moscú, una mirada a los sujetos que controlaban la política en el nivel popular le bastó para intuir hacia dónde era probable que se encaminara el país. Irina Sergueevna sabía que era peligroso contrariar a los frecuentadores de tabernas, pero ni su mansedumbre innata ni el apocamiento que cultivó premeditadamente a partir del episodio revelador del aula la salvaron de correr la suerte reservada a millones de personas menos prudentes. Por eso, sus compañeros son el teatro y los libros.

En 1934, se trasladó a Moscú con su marido, un talentoso ingeniero, y su hijita, que era la niña de sus ojos y a la que sus vecinos apodaban «Ángel». Mamá, que se había graduado como médico, trabajaba en un hospital para tuberculosos, con doble tumo. Dos años más tarde, Irina Sergueevna le trasmitió involuntariamente a su hija la meningitis de un enfermo de su sala, y la pequeña murió. Sólo las vigilancias nocturnas de su marido la salvaron de la locura.

Sus pesadillas cesaron el bendito día en que descubrió que estaba embarazada nuevamente. Tal vez era un error traer otra criatura al mundo aterrorizado por las purgas, pero en una época en que incluso los leales amigos temían conversar con franqueza, la pareja solitaria necesitaba un vástago a quien consagrar sus instintos normales. La única esperanza que les quedaba de recuperar la esperanza misma, estaba en esa sustituta de la desaparecida Ángel. Palpaban el vientre abultado, trabajaban con más empeño que nunca, contaban las semanas.

Cuando faltaban quince semanas, el ingeniero fue detenido. Un antepasado suyo había emigrado de Wurtemburgo a Kazan, a principios del siglo XVIII, invitado por Pedro el Grande. El ingeniero aún ostentaba el apellido alemán de su familia: prueba de que era agente de la Gestapo.

Irina Sergueevna se sumó al enjambre de esposas y madres, mudas e histéricas, que pululaban en torno de las oficinas con la esperanza de averiguar si sus maridos, hijos y padres estaban vivos. Los viajes de prisión en prisión, las jornadas de espera en medio del frío invernal, le provocaron un aborto, y perdió la razón de su vida junto con su capacidad para engendrar otra criatura. Cuando le dieron de alta en el hospital, se enteró de que su esposo había sido fusilado.

Durante los primeros años vivió como un zombie. Empezó la guerra. Una sobrina enviada como enfermera al frente la revivió al dejar una hija bajo su custodia, pero alguien —probablemente el Rechoncho, su vecino— la denunció como esposa de un enemigo del pueblo, inepta para criar a una niña soviética. Le quitaron la criatura.

Irina Sergueevna se dedicó a cuidar heridos de guerra. El día de la victoria, un cirujano le propuso matrimonio, pero un funcionario del Partido que trabajaba en el hospital alertó sobre el peligro de que una mujer contaminada se casara con un «cosmopolita». El judío sospechoso fue trasladado a otro lugar; Irina Sergueevna volvió a los tuberculosos y a su excéntrico amante, el teatro, convirtiéndose insensiblemente en una jubilada de edad mediana.

Al recordar su historia, ansio hacer algo que la enaltezca... y me enaltezca a mí. Es sacrílego comparar las dos tragedias, pero la pérdida de Anastasia me ha ayudado a entender las privaciones de Irina Sergueevna. Me inspira, incluso, un mínimo de envidia: su soledad fue provocada por la crueldad ajena; la mía, por mis patéticas ilusiones. Mi compulsión de destrozar mi vida, para luego autocompadecerme... ¡Dios, qué llorón soy!

La primera gota de un traicionero chaparrón estival, traída por el viento emboscado, se estrella contra mi frente. Vuelvo a recurrir a la botella para que me proteja del agua. Mi suerte perra. O quizás un dios de la lluvia me ordena que cierre el pico. Hablo demasiado.

El café hacia el que corro después de buscar rápidamente un refugio próximo ocupa un edificio nuevo, chato, en medio de las tiendas locales. Sin ninguna razón visible, la mitad de las mesas ostentan cartelitos con la leyenda «Aquí no se atiende», y las camareras me ahuyentan para defender sus sectores vacíos. Pero ahora ha empezado además a granizar, y después de recibir algunas pedradas en la cola vuelvo a abrirme paso a empujones y me apodero de uno de los asientos libres.

He sido muy sagaz, porque el espectáculo es uno de los mejores. A la vista de los parroquianos que se empapan en la cola, varias camareras fuman congregadas en el corredor que conduce a la cocina. La jefa, una mujer desaliñada que luce un prendedor con la imagen de Lenin, devora hamburguesas en la mesa del rincón. Finalmente, un cliente se resigna a no cenar y la regaña por ese caos escandaloso que supone dejar a los ciudadanos bajo la lluvia y «engullir» mientras los demás esperan.

—¿Comer? —la respuesta es un chillido de cólera—. ¿Y por qué no habría de comer? Estoy aquí desde las seis de la mañana. ¿Usted es el único que tiene derecho a alimentarse? ¿Acaso debo trabajar como una esclava hasta desplomarme exhausta?

Después del altercado habitual, un pulcro caballero sentado a mi mesa consigue encargar su cena, y luego intensifica gradualmente el volumen de los golpes que da con el tenedor sobre el mantel encerado para demostrar hasta qué punto le impacienta la larga espera. Finalmente, nuestra camarera le sirve los tres platos simultáneamente, satisfecha porque sabe que cuando concluya la ensalada de berenjenas la sopa estará fría y la salsa de pescado congelada. A continuación, la camarera se encarniza con la mujer sentada al otro lado de mí, que ha pedido un pimentero que contenga pimienta.

—Todos los días tengo que llevar a mi hijo caminando hasta la escuela, y traerle de vuelta, de modo que no me fastidie —sisea la camarera—. Mi esposo bebe pero no presta ninguna ayuda.

La mujer murmura una excusa y prescinde de la pimienta. En ese momento, mi vecino, con el estómago lleno, se pone filosófico.

—Les bastan unos pocos borrachos por noche —reflexiona—. Timándolos ganan lo suficiente para enviar al resto de los clientes a la madre de los infiernos.

Lo que no sospechan es cuánto disfruto yo. Toda la velada ha sido demasiado cochinamente solemne. Por alguna razón —o quizá porque el nombre de Nixon resalta en la primera página del Pravda con el que mi vecino de mesa está fabricando un gorro para resguardarse de la lluvia— la escena me recuerda la proximidad de mi presidente. Uno o dos kilómetros al sur del Kremlin, debe estar atracándose en la comilona oficiaclass="underline" caviar, esturión bañado en champán, solomillo y carne de venado ahumada con fruta. El colmo. Y manifiesta su agradecimiento y el de Pat por la hospitalidad. Me figuro su estilo: «Los Estados Unidos y la Unión Soviética son dos grandes potencias... los nuestros son dos grandes pueblos... Nos reunimos para inaugurar una nueva era en las relaciones entre nuestras dos grandes y poderosas naciones... Nunca dos pueblos han enfrentado un desafío más formidable ni han tenido un objetivo tan extraordinario...»