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Al imaginarme los brindis intercambiados en el Salón de Banquetes del Kremlin me siento más feliz que nunca de estar en ese tugurio, y levanto mi vaso rajado con una mueca burlona. Para apuntalar mi alegría bebo vino de Crimea, la única bebida alcohólica que a esa hora no está tachada en la lista. También he pedido un picadillo que la mujer me insta a terminar porque estoy «flaco»... De pronto, me harto del uno y del otro y siento necesidad de salir a tomar aire.

Nuevamente fuera, recuerdo que me he olvidado de recoger el cambio y maldigo a la puta camarera que me ha timado tres rublos. Pero qué diablos, también la admiro... y admiro a mi compañero de mesa que me advirtió discretamente lo que me iba a ocurrir. La lluvia ha formado grandes charcos sobre la acera, pero el resto del asfalto ondulado ya empieza a secarse. Para disimular mis zigzagueos juego a eludir el agua. Sin embargo, tropiezo y caigo en la alcantarilla. Mi manga de ante se cubre de cieno.

—Ha sorbido su ración —comenta una pareja al pasar. Yo me pongo en pie majestuosamente.

¿Es hora de dar por concluida la velada? Vuelvo a telefonearle al profesor y descubro, parcialmente compungido, que no está en casa, de modo que podría suspender el último acto. La claustrofobia alcohólica me impide introducirme en mi escondite habitual, pero ahora el patio está silencioso y los oiré llegar con tiempo para deslizarme detrás del portón. Eso es lo que hago cuando un coche dobla la esquina. Falsa alarma. Me pregunto si el tiempo puede retroceder realmente, como postula la nueva física. En la entrada a la casa del profesor, un cartel mural anuncia un curso de conferencias gratuitas sobre «Nuevas Formas de la Lucha de Clases Mundial». Abajo, un cartelito ofrece en venta una tabla para planchar, usada pero barata.

Me sumerjo en una nostalgia tan ansiosa que suena en mis oídos su partitura musical, Till Eulenspiegel, de Strauss. Recuerdo mi primer trabajo como mandadero de una tienda de pinturas, cuando el patrón dijo que era obvio que yo me esmeraba, pero que se veía obligado a despedirme porque los negocios marchaban mal. Omito la gratitud por el don de la memoria, y procuro descubrir la clave de mi existencia encerrada en este episodio olvidado. En ese momento se detiene un taxi. Sé que es el de ellos porque he vivido el trance anteriormente.

Lo que me paraliza no es el miedo sino la incomprensión. No puedo discernir los impulsos antagónicos que se disputan el control de mis extremidades. La luna de mayo se desprende de la última nube de tormenta. Anastasia aparece en el portal, seguida por el profesor, cuya larga pierna tropieza con el marco. Ella luce el vestido que reserva para el Bolshoi y lleva un bolso de mano. Sé que han asistido a un buen teatro. Y que ella, aunque atada todavía por la lealtad y la admiración intelectual, no puede vencer el retraimiento del profesor. Ya son desdichados cuando están juntos.

¡De modo que mi rival también es débil! Me gastaría saludarle antes de esconderme, pero mis pies continúan atascados en el lodo formado por la lluvia. Todos los movimientos de Anastasia son muy familiares, tanto como la Danza eslava de Dvorak que ahora interpreta mi orquesta cerebral. Deseo formular algún comentario acerca de su belleza, más lo único que se me ocurre decir es que la convivencia con un hombre ha pulido su esplendor. Es una Catherine Deneuve intacta.

Pero la he idealizado durante demasiado tiempo, olvidando su sensualidad. La ligera protuberancia asiática de su boca me recuerda la franqueza con que hacía el amor, su lascivia sin inhibiciones. Mi estómago empapado queda exangüe, en medio de grandes palpitaciones... más deprisa, ahora, porque su reacción al verme es de halagado deleite. Qué cosa extraña, la transforma inmediatamente en una mueca de reproche contra mi atolondramiento juvenil, apretando los labios.

¡Es un error que me haya ocultado a medias detrás de un árbol, en lugar de mostrarme totalmente! Pensará que pretendía espiarla por las ventanas... como lo hice en otra oportunidad, cuando trepé al viejo chopo imitando las hazañas de los niños por las tardes. Pero no esta noche. Se acerca a mí como si yo fuera el gandul del patio. Deseo ser imponente y sin embargo humilde, desplegar mi flamante virtud y llevarme su mano a la frente... cien cosas al mismo tiempo. El muy torturado gato vagabundo pasa corriendo entre nosotros, en dirección al portal, y le hace olvidar el discurso que pensaba endilgarme. Anhelo oír mi sentencia de labios de la encumbrada princesa, que ya avanza acompañada por los acordes de Scheherazade. El profesor la alcanza. Su expresión revela que sabe quién soy, y se siente ofuscado. El pobre parece dispuesto a cederme por esa noche a su difícil pupila, pero yo no tengo semejantes pretensiones. Queridísima Nastenka, sólo he venido a impregnarme de tu belleza.

—Queridísima Nastia, no fue mi intención beber. Sólo vine a... desearte buena suerte.

—Qué barbaridad, si ni siquiera te gusta. No puedes atribuir tus mañas al alcohol.

¿Qué mañas? ¿Acaso sabe que aún la sigo a veces en el metro?

El profesor titubea, porque quiere invitarme a entrar, pero Anastasia pasa de largo y él la sigue escaleras arriba. Su perfume queda flotando detrás de ella, como la fragancia de un hada posada sobre los olores terrenales del patio. Una cabellera rubia iluminada por la luna sobre el jersey negro, perdura en mis nervios ópticos como el punto brillante de la televisión cuando se apaga el aparato.

Nuevamente el silencio sonoro. La visión fue demasiado fugaz. Me siento en el banco favorito de las abuelas trocadas en niñeras. En el cielo todavía quedan jirones de nubes. La certidumbre de su rechazo borró mi confusión. Lo único que me duele abofa es que está mejor que nunca, más destinada a mí.

Peto es hora de seguir la marcha. Levántate y da el primer paso. Las hojas mecidas por la brisa me recuerdan que Moscú tiene inmensas ventajas sobre Nueva York, como lugar de residencia. Espacios verdes, aire para respirar, no hay que esquivar porteros. Encuentro otro banco en mi trayecto hacia la casa de Aliosha. Es bueno estar ya en marcha, pero no necesito darme prisa. Tomaremos bocado de medianoche y escucharemos a Ray Charles. Olvidé decirle que he presentado mi solicitud para realizar un viaje al Mar Negro, pues así podremos pasar una parte del verano juntos en la playa antes de que yo parta definitivamente. Y debo acordarme de mencionar el caso de Chinguiz, por si él puede prestar alguna ayuda.

No responde cuando pulso el timbre. Qué extraño... el coche está en el patio y veo las luces encendidas. Repito la nueva contraseña, y luego la muy especial que sólo yo conozco. Una obrera adolescente vive del otro lado del rellano, junto con sus padres, abuelos, tíos y tías. Acostumbraba a trasladarse sigilosamente al apartamento de Aliosha, donde copulaba sin siquiera desvestirse, hasta que su hermano mayor vino a buscarla, un día, con intenciones asesinas. Aliosha reaccionó tan bien que el hermano terminó por invitarnos a ingresar en una banda que se dedicaba a robar papel embreado de su brigada de construcción.

Me parece ominoso que no conteste. Un momento: algo ha ido mal durante todo el día. No puedo golpear, porque irritaría a los vecinos. Me siento en la escalera, descifrando la extraña configuración del hormigón.

Me tiemblan las piernas cuando oigo pasos que se acercan espasmódicamente a la puerta. ¿Aliosha borracho? Imposible, no importa lo que beba... y falso, porque el atractivo de su disipación reside en el hecho de que siempre la controla, como un colapso mental expresado en una obra de arte. A veces puedo alimentar pensamientos morbosos, aun en mayo.