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Maniobra torpemente con el cerrojo. Retrocedo espantado. No sólo está rematadamente borracho sino también enajenado, como podría estarlo un hombre que acaba de perder a toda su familia en un incendio. Ni siquiera estoy seguro de que me conozca... o de que le importe.

De pronto, recuerdo su visita matutina al hospital. Los indicios patentes que se me han escapado durante todo el día. Está ENFERMO.

—Sé que se trata de eso. Por el amor de Dios, dímelo, Alioshinka. Lo enfrentaremos juntos.

Estoy nuevamente sobrio, con el sabor a vómito en el gaznate. Algo aborrecible ha atacado a mi amigo. Una película mortal empaña los ojos del símbolo de la vida. Me ha estado esperando durante todas estas horas, bebiendo a solas en su cuarto.

Le ayudo a acostarse, pero se levanta otra vez para mirar por la ventana.

—Aliosha, hermanito, háblame. La medicina moderna realiza milagros.

Se resiste a hablar. Pero cuando por fin lo hace, es peor de lo que yo imaginaba. Tiene cáncer de intestino.

Se ha extendido del recto al tracto duodenal. Un joven internista que ha conocido en el curso de su vida social y a quien le tiene más confianza que a los médicos clínicos, le ha confesado, ante su insistencia, que el tumor maligno tiene un aspecto pavoroso.

Destapa otra botella. Le acompaño, porque él así lo desea. Ojalá pudiéramos sentirnos ahora más unidos que nunca, unidos en la adversidad, pero estamos demasiado borrachos para tomar cabal conciencia de nuestras respectivas presencias.

Nos buscamos a tientas y tratamos de bailar. Recuerdo un chiste macabro que oí un día después de la muerte del presidente Kennedy. Trabajaba por la noche como aprendiz de redactor en una estación de radio, y un cínico locutor se presentó para cumplir su labor en el turno de la mañana, que consistía, esta vez, en hacer una reseña recordatoria. Era uno de esos individuos que nunca dejaban pasar una oportunidad sin lanzar un retruécano.

—¿Qué le regalarán este año a John-John para Navidad? —preguntó, arrastrando las palabras. Me quedé esperando. Él hizo esperar la conclusión—. Un monigote en una caja de resorte.4

y yo me reí.

Tenemos ganas de caminar. Creo que intentamos salir a la calle. Aliosha sospecha que ha dejado un poco de ron en el coche. Más tarde saqueamos el cajón donde guarda sus viejas fotos. En alguna de ellas aparece en Sujumi durante la guerra, posando en la playa con un bañador de cinto blanco. Vuelve a gemir.

Al amanecer me duermo en el sillón. Una movida de escenas entrecortadas endulza mi sueño y sólo me inquieta la sensación periférica de que deberé despertar pronto. Imagino que Aliosha engañará al hospital como engañó a la junta de reclutamiento. Que es víctima de una perversa campaña policial. Que estos sueños son realidad y que el cáncer es un sueño.

La radio ha quedado encendida. Las noticias me llegan desde muy, muy lejos. Y ya no sueño, sino que pongo las pistas en orden. La respuesta es un complot de Nixon. ¿Por qué ha venido aquí ese rufián? ¿Por qué se ha entrometido en mi vida con su Gran Gobierno y su Gran Capital? ¿Por qué le ha hecho esto a Aliosha?

7

 

Interludio

MIENTRAS caminaba por los cordiales y relativamente pobres barrios de Battersea, recordé a mi compañero de cuarto Viktor. Se emocionó mucho cuando le dije por primera vez que probablemente pasaría el verano en Londres: en la novela de espionaje que leía en ese momento, un capitán de la KGB reflexionaba que «los únicos que pueden tratar de competir con nosotros en astucia son la Orden de los Jesuitas y el Servicio de Inteligencia inglés».

También llegué a vislumbrar que me había convertido en un chiflado. Durante las siete semanas conversé con media docena de personas, y siempre mencionaba a Rusia al cabo de pocos minutos. Aunque si me apresuraba a notificar el nexo que me unía con ese país exótico era para darme ínfulas, la gran verdad era que me sentía incompetente para hablar de otro tema, aunque fuera conmigo mismo. Las verdulerías estaban repletas de suculentos aguacates. Yo no decía: «Mirad qué hermosos aguacates», sino: «En Moscú no tenemos aguacates. Tampoco tenemos judías, ni puerros.» Recordaba a un hombre que conocí en Nueva York y que había escrito once libros sobre otros temas, pero cuyo punto de referencia para todo seguía siendo la Unión Soviética, donde había estado en 1935. «En Rusia es peor. En Rusia lo hacen de otro modo...»

Descubrí, con gran sorpresa, que en las calles de Londres había chicas más guapas —y, por supuesto, más elegantes— que en las de Moscú, y pensando en Moscú, me sentía impulsado a intentar conquistas. Pero en el último momento desistía. En Bond Street habría sido inútil decir: «Discúlpeme, señorita. ¿Puedo hacerle perder un momento?—» Tantas cosas elementales parecían más fáciles en el país de las penurias.

Y había algo más importante. La fascinación que todos sentían por el mundo de los enigmas y el misterio reforzaba mi impresión de que los otros países y temas eran ajenos a las verdades íntimas de la vida. Incluso la conversación sobre Vietnam parecía abstracta cuando se la comparaba con la tristeza y la evasión magnéticas de las calles y los pisos de Moscú. La intensificación de las sensaciones, la confusión de emociones. Trataba de identificar al autor de la cita que reverberaba en mis oídos: «Oh, Rusia, qué desdichada eres, qué llena estás de luchas y dolor absurdos. ¡Y cuánto te amo!» ¿Pushkin? ¿Gogol?

También tenía la impresión de que Rusia me debía algo. Esta sensación no me abandonaba nunca, pero como no podía definir con exactitud qué era lo que me debía, empecé a pensar que lo mejor sería que me pagara en metálico. Durante varias semanas examiné diversos planes para ganar ese dinero, planes que, escarneciendo al caído Nikita, han sido catalogados como «descabellados».5 ¿Escribir una crónica sobre los placeres de las chicas rusas? ¿Comunicar a los diarios de Fleet Street que conozco secretos acerca de Raia Brezhneva, la «picante» hija del mandamás? De una manera u otra, tenía que obtener un beneficio pecuniario de mi conocimiento íntimo del país.

Después de pasar tres días en un hotel de Marble Arch, me trasladé a una pensión donde daban cama y desayuno en la zona menos recomendable de Westbourne Grove. Del otro lado de las paredes de cartón prensado, mis vecinos eran multitudes de griegos, hindúes y paquistaníes, más indigentes que yo y ansiosos por conseguir permisos de trabajo para mantener a sus críos vociferantes. Sobre el pórtico descascarado, un cartel anunciaba que esa antigua mansión de estilo Regencia era un hotel. El corredor olía a humedad rancia y a curry cocinado en hornillos portátiles, y ostentaba una alfombra pisoteada por pies descalzos que enfilaban hacia el retrete. Mis sábanas estaban pegajosas incluso en los días soleados. El Londres trashumante. La casera afirmaba que era el verano más lluvioso desde la guerra.

Podría haberme instalado en un lugar mejor si no hubiera sido por mi percance. Mi situación era tan menesterosa que mi cena consistía en dos porciones de habas sobre pan tostado ingeridas en un café de tránsito («kaf») situado detrás de la estación de Paddington. Después de abandonar Moscú, literalmente, con la ropa que llevaba puesta —había distribuido entre mis amigos todas las camisas, corbatas, suéters y camisetas, todo menos mi viejo abrigo— me encaminé hacia Oxford Street para aprovisionarme de pullovers. Mi americana descansó durante siete segundos sobre un mostrador, mientras me probaba un jersey de cuello de cisne. La detective de la tienda, una dama que parecía extraída de un filme de Alec Guinness, explicó que las liquidaciones de julio eran la Meca de los rateros, pero que mi pasaporte no serviría para nada y probablemente me lo devolverían. En la cartera llevaba mi fortuna para ese verano. A partir de entonces me vi en la necesidad de estirar los billetes que me habían quedado en el bolsillo del pantalón.