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En cierto sentido, me sentí liberado por ese robo. Me liberó de las urgentes misiones encomendadas por uno de cada dos rusos que se habían enterado de que yo iba ir al extranjero.

—¿Irás a Londres?

—Así es. ;

—Ayúdanos, por favor, por favor. Necesitamos un medicamento.

—¿Qué medicamento? ¿Dónde se fabrica?

—No lo sé con exactitud. En Japón, en Francia... en algún país de Occidente.

—¿Para qué sirve, entonces? ¿Cómo se llama la enfermedad?

—No estoy seguro. Pero debes encontrarlo. Si no me lo traes, morirá mi hermana.

Estar en la ruina también tenía otras ventajas. Recorrí a pie las calles de Londres, desde Hampstead hasta las dársenas de East End, descargando mis nervios con el movimiento perpetuo de la caminata. En los pubs, las salchichas cuestan casi tan poco como los tomates en las ferias callejeras. Me cansaba, podía dormir. Pero lo más satisfactorio era la concordancia entre mi situación financiera y mi posición en la vida. Orwell tenía una respuesta para los comunistas de salón que decían a los trabajadores que tanto valía media hogaza de pan como ninguna: quienes así hablaban desconocían totalmente a la clase obrera. Por otro lado, como también lo sabía Orwell, a peces era gratificante no tener nada que perder. Saboreaba la libertad del vagabundo. En Petticoat Lane pagué una libra por un paraguas para resguardarme de la lluvia. Se convirtió en mi bastón y mi amigo.

Ya aparecería una solución; no podía ser de otra manera. Y apareció: la Betty Vogl de Joe Sourian. Al principio de ese mismo verano, ella había visitado a Joe en Cincinnati. Le telefoneó desde su cuarto de hotel y le preguntó si había visto El graduado. Después viajó a Londres en una gira de dos semanas organizada por la BOAC. Joe me lo comunicó por carta —en papel con membrete de la Universidad de Cincinnati, donde ya era profesor adjunto— por si quería disfrutar del placer de la compañía de Betty. En esa oportunidad (como estaba aprendiendo a decir), tomé un baño en su cuarto y cené en la cafetería del hotel. Pero, al compararme con Joe, me encontró flaco e indiferente... aunque esto último, desde luego, era el reflejo de la impresión que ella me causaba a mí. Prefería deambular.

Se presentaría otra solución. Por suerte ya no era dueño de mi destino. ¡Qué catarsis la del semivagabundeo, qué aspirina para la tensión del yo! Además —poco importa la contradicción— tenía un plan fabuloso. Siempre había estado convencido de que Rusia me haría rico.

Mi producto-milagroso era Domingo, una novela desconocida de Tolstoi que había exhumado en Moscú, que una ex amante había recomendado y que yo había leído de una sentada mientras Aliosha estaba de viaje por necesidades profesionales. Si bien no estaba a la altura de Ana Karenina o La guerra y la paz, ciertamente era una obra profunda (por lo cual me sentía bastante orgulloso de haber podido leerla sin ayuda).

¿Pero qué importaba mi opinión acerca de un nuevo best-seller de Lev Nikolaevich Tolstoi? Porque hacía apenas una semana que me hallaba en Londres cuando descubrí que nunca había sido traducido. ¡Una obra maestra de Tolstoi y nadie conocía siquiera su existencia! Eso ratificaba mi teoría de que Occidente ignoraba a Rusia, pero ni siquiera yo habría soñado que la atmósfera de terra incognita se extendía también a la literatura clásica. Había tenido que intervenir un sujeto de agallas como yo, que vivía al estilo nativo, para desenterrar un tesoro cultural tan importante como las reliquias de Tutankamón que enloquecían al Museo Británico... y probablemente más valioso desde el punto de vista monetario. Porque, desde luego, los derechos de autor habían expirado. Lo traduciría deprisa para asegurar mis derechos, después puliría el trabajo... y ganaría una fortuna alucinante.

La vida es imprevisible. Veintiuna horas después de que me hubieron robado la cartera, comprendí por primera vez qué era lo que tenía entre manos. Un accidente te abruma; el siguiente te salva. Un parroquiano de un pub de Russell Square, que para mí efímero bochorno demostró saber mucho más que yo sobre literatura rusa, nunca había oído hablar de Domingo. Ahí terminaba su arrogante erudición. Investigué en Foyles y en la Escuela Eslava. Allí figuraban todos los clásicos, desde Infancia hasta la Sonata a Kreutzer, pero el mío era como si nunca hubiera existido.

El secreto me sonaba como la invocación de Solyenitsin a los cuatro acordes de Beethoven. ¡Colosalmente rico y famoso de un día para otro! Especialistas para curar a Aliosha, una convalecencia en la suntuosa Riga. Todo presidido por mi sagaz comprensión de que no estaba ante un ciego golpe de suerte, sino ante la ley natural de las compensaciones justas. Si me hubiera consagrado esmeradamente al trabajo y a mi carrera, en Moscú, en lugar de perder todo el año, habría perdido esa excelsa oportunidad...

Para grabarme el sabor de la pobreza, esperé un día más antes de visitar al editor. También tenía que planificar la táctica: ¿ofrecería los derechos mundiales, globalmente, o los vendería por separado en cada país? Probablemente, la mejor manera de expresar mi discreta generosidad consistiría en crear un fondo para cualesquiera Tolstoi que siguieran vivos. Entonces llegó la hora de actuar. El mayor boom editorial desde los tiempos de la Depresión estaba a mi alcance.

Así fue como se lo planteé, precisamente, al asistente de editor con quien finalmente conseguí entrevistarme en un subsuelo de Bloomsbury. Pensé que un enfoque enérgico reduciría al mínimo el tiempo perdido y le induciría a conducirme cuanto antes al despacho de su jefe. Sus dedos de aristocrático graduado en Eton que asomaban de una manga a rayas y que se estiraron para coger un diccionario ruso situado a mis espaldas fueron los encargados de pinchar la burbuja de mi fantasía. El título que le había dado era correcto. Pero como me explicó, regañándome con el índice en alto, «voskrensenie» se traduce no sólo como «domingo» sino también como «resurrección». Mientras él iba a buscar las copas de jerez, me escabullí escaleras arriba.

Fuera me esperaba la garúa, y no ensayé un retorno sigiloso para rescatar el paraguas olvidado. El penoso episodio también me mostró con más claridad que nunca que debía marchar en la dirección opuesta, en sentido contrario a las riquezas y de regreso a Rusia. Para revivir necesitaba las aventuras y el sentimiento de lucha que sólo podría hallar en Moscú. Volvería y reconquistaría a Anastasia, a quien, en la afable extranjería de Londres, adoraba cada vez más como imagen de mi futura esposa. Y tenía que cumplir una misión. El joven internista amigo de Aliosha me había dado una lista de medicamentos, incluido uno suizo, experimental, que tal vez podrían salvarle la vida.

Otro presagio fue la rapidez con que el comité de becas aceptó patrocinarme para un tercer semestre, Deberían haberme cortado la subvención, pero una carta de diez páginas en la que aducía que precisamente antes de partir, en julio, había logrado acceso a los archivos del soviet de la ciudad, y en la que ensalzaba la administración del programa de intercambio estudiantil —en párrafos que ellos podrían citar para obtener nuevos fondos de Ford— obró el milagro. El presidente del comité de becas publicaba cada tres meses una apología de la literatura del samizdat en The New York Times Magazine, y yo mencionaba de pasada la gran ayuda que me había prestado su (inútil) perspicacia socio— política. El comité declaró que confiaba en mi juicio si yo creía importante regresar, y se limitó a hacer algunas observaciones nerviosas acerca de mi curriculum académico hasta entonces.