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La parte soviética fue menos complaciente. A diferencia de los estudiantes que se disponían a partir de los Estados Unidos, que dejaban la coordinación y la solución de sus trámites por cuenta del comité, yo debía obtener mi propio visado. El embrollo se agravó en el consulado soviético, bajo la mirada del Lenin enmarcado en oro. Los consejeros Kuznetsov, Kutuzov y Rasskazov, los tres mosqueteros de la sala de espera para la concesión de los visados turísticos, plagada de propaganda, no podían entender la desmesura —¿o la desfachatez?— de mi petición. Oh no... ellos no se dejaban engañar tan fácilmente. Si yo pretendía realmente lo que decía pretender, ¿cómo explicaba la presencia en Londres de un estudiante del programa de intercambio norteamericano? ¿De modo que ellos debían cablegrafiar a su embajada en Washington para verificar mi historia? Jo, jo, ¿y a continuación sugeriría que me enviaran a la luna?

No, señor, sus cables los remitían a Moscú, gracias. Ellos conocían muy bien su cometido. Un presunto «estudiante norteamericano» no podía estar en el extranjero sin que su gobierno lo supiera y consintiera; en consecuencia, ¿por qué no era el organismo correspondiente de Washington el que trataba de resolver mis problemas? Y si yo quería que alguien consultara la correspondencia acerca de mi persona intercambiada entre un sedicente Comité de Becas norteamericano y la Comisión Estatal Soviética para la Educación Superior Especial, ¿por qué acudía a ellos con mi extraña petición? ¿Acaso no sabía en qué edificio me ‘encontraba? Y que éste cerraba a la una, hora en que todos los visitantes debían estar fuera.

El funcionamiento del consulado soviético refrescó todos mis recuerdos. Mejor que las oficinas soviéticas porque estaba equipado para engañar a los extranjeros, pero con idéntica hostilidad para con los peticionantes; las mismas manifestaciones de resentimiento, desconfianza e insolencia para con el público al que teóricamente debía servir. ¿A qué categoría pertenece este fastidioso extranjero? ¿Rata? ¿Fisgón? ¿Espía? ¿Tendremos que gastar dinero en él? (Las copias Xerox son endemoniadamente caras en Moscú: recientemente censuraron a un viceministro de Comercio por haber empleado una hoja de más para la demostración de una nueva máquina, derrochando así nueve décimas partes de un céntimo de moneda fuerte.) El telefonista —¡en pleno Londres!— me contestó con un colérico «da» (adivinen donde lo habían educado) y casi no sabía inglés. Fuera como fuere, Kuznetsov no estaba en su escritorio, Kutuzov había salido y nunca había oído hablar de Rasskazov. Sería mejor que volviera a llamar por la tarde (cuando el consulado no atendía al público).

Al día siguiente, Kuznetsov había salido, Rasskazov no estaba en su escritorio y nadie sabía dónde se encontraba Kutuzov. Cogí un autobús...y me fui a Hackney, en busca de un nuevo lugar para mis caminatas.

A mediados de agosto, el sol brillaba casi todas las mañanas, y un cheque del comité, para mis gastos, me permitió elevar la categoría de mis comidas y llevar a mi cuarto él curry comprado en una tienda de Queensway. Un farmacéutico del Sobo, el decimoséptimo a quien se lo imploré, me vendió, sin receta, una docena de tubos de un ungüento llamado «5 Fluorouracil». Estaba destinado a aliviar las quemaduras que los rayos X producían en las nalgas de Aliosha. Pero no consiguió el medicamento suizo, y un facultativo de la Fulhan Cancer Clinic me dijo, después de escuchar la traducción del diagnóstico de Aliosha, que no podía prescribir tratamiento para una persona que no era su paciente. Además, la posición en sí misma podía ser letal. Llegó a la conclusión de que en ese momento lo más humanitario que podía hacer era ayudar a que mi amigo ruso se preparase para la muerte. Era un aristócrata inglés de mierda e hizo el comentario de que Nixon debería haber arrasado Haifong.

Al día siguiente invadí la embajada, además del consulado. (Cada vez era más difícil ponerse en contacto telefónico. Cuando los operadores de la centralita oían los «blips» típicos de las llamadas hechas desde una cabina pública, cortaban la comunicación antes de que yo tuviera tiempo de introducir mis dos peniques.) Kuznetsov y Kutuzov estaban de vacaciones en Moscú... lo cual ya ni siquiera era remotamente cómico. Una voz tan potente como la mía dijo que no tenían información acerca de mi caso y que no me quedaba más remedio que esperar. Sin embargo, le parecía «improbable* que a un consulado cuya misión consistía en manejar los negocios soviéticos en el Reino Unido lo facultaran para conceder un visado de estudiante a un norteamericano. ¿Por qué no volaba a mi patria? Acostumbrado a resolver problemas mediante procesos «lógicos», Moscú aprobaría ese trámite «más directo».

Me senté entre las institutrices de Hyde Park, oscilando entre la furia y el temblor. La estupidez burocrática —no podía darme el lujo de suponer que se trataba de algo más— constituía ahora un agravio personaclass="underline" Rusia no pagaba la deuda que había contraído conmigo. Al cabo de otra semana tendría que pedir dinero prestado y volar realmente a Washington. Aliosha necesitaba los medicamentos, y yo necesitaba estar con él. Habíamos urdido un plan para encontrarnos en Bucarest, si a mí me resultaba imposible regresar: Aliosha conseguiría que los médicos avalaran su solicitud de una autorización especial para viajar al extranjero, arguyendo que estaba gravemente enfermo. Pero sus amigos médicos más antiguos, los mismos que habían firmado miles de certificados para que sus amiguitas pudieran faltar al trabajo, se encogieron tristemente de hombros. A ellos les resultaría tan fácil conseguirle un visado como a Pravda obtener la libertad de los negros de Scottsboro, falsamente acusados de haber violado a una mujer blanca. No podría viajar a ninguna parte. El hecho de que ahora todo dependiese de mí simbolizaba el desplazamiento antinatural que se había registrado en el equilibrio de nuestra relación. Yo debía encontrar fuerzas que pudieran compensar la declinación de las suyas.

En el momento más crítico, reconocí su escritura en un sobre que vi desde lo alto de la escalera del hotel. «Llegaron noticias de un país extranjero como si allí descansaran mi tesoro y mi fortuna». Mientras pugnaba con el cierre engomado, temí lo peor y esperé un milagro.

«¡Hola, muchacho! El cielo estival es azul y la cosecha de rábano se agolpa en nuestros mercados. Acepta nuestras felicitaciones por el advenimiento del Día de los 'Trabajadores de Máquinas Herramientas. Sé que puedo estar seguro de que continuar ras conmemorando nuestras fiestas patrióticas. Por nuestra parte, preparamos una celebración acorde...»

Tal vez el censor interpretaría literalmente el texto, no obstante su tono cursi, y pasaría por alto el resto. Pero me brotaban las lágrimas porque estas primeras noticias suyas que recibía desde el día de mi partida demostraban que por lo menos una parte de él seguía indemne.

Ese año el Día de los Trabajadores de Máquinas Herramientas se festejaba el 29 de septiembre, agregaba. Me lo advertía con anticipación porque toda mi correspondencia dirigida a él, y que yo había despachado a lo largo de julio y agosto, le había llegado junta, la semana anterior. «Sin duda los camaradas ingleses están nuevamente en huelga. No tengo derecho a entrometerme, ¿pero acaso se puede pretender que los trabajadores explotados presten un servicio eficiente?»