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Su héroe es Maiakovsky. («Ale confeccionaré pantalones negros con el terciopelo de mi voz.») Chinguiz sabe de memoria sus largos poemas y le encanta recitar «La nube en pantalones».

 

Con una tajada sanguinolenta de corazón me burlaré

de tu pensamiento

que cavila en un cerebro empapado

como un lacayo hinchado sobre un sofá grasiento;

y saciaré mi desprecio insolente, cáustico.

 

No sé con exactitud qué es lo que admiro en Chinguiz. Aún no nos hemos sincerado plenamente, aunque sé que le preocupan ciertos problemas políticos «delicados» y que lleva en la médula de sus huesos el odio a la represión. (¿Sabes por qué se suicidó realmente Maiakovsky?, me preguntó en una oportunidad. ¿Por qué todos los auténticos poetas revolucionarios se habían suicidado hacia 1935?) En verdad, es raro que discutamos un tema en profundidad. El domingo pasado, durante una «caminata» por los suburbios de Moscú, una marcha de seis horas por aldeas destartaladas y bosques desconsolados, apenas intercambiamos una frase. Nos bastaba absorber la corriente balsámica de la campiña, transmitida a través del silencio inmenso, estimulante, y de los carámbanos de sol. Chinguiz nunca habla de sus muchachas, que son legión, ni explica cómo gana las competiciones de natación sin entrenarse. Reflexiona, bebe, disfruta del bien ganado privilegio de no tener que soportar a la camarilla ni a los activistas del Komsomol que tratan de reclutar «voluntarios» para el último proyecto encaminado a despertar la conciencia política.

Su programa se adecúa a la pauta general. Asiste a las clases y seminarios durante todo el día: cuarenta largas horas de clases por semana, porque los pedagogos soviéticos prefieren el estudio colectivo y el saqueo de los textos antes que la lectura y la investigación independientes. El sistema educacional, lo mismo que las escuelas del servicio militar, concede certificados sobre la base de las horas de asistencia a cursos y no en razón de los méritos individuales. Por las tardes, Chinguiz juega al dominó en la sala común, pasea por la ciudad, o recibe a una chica en su cuarto. Lo novedoso no es lo que hace, sino cómo lo hace. Incluso cuando lee en la cama está más solo y es más vehemente que los otros, y sin embargo toda la gama de actividades de la Universidad parece no ser otra cosa que una distracción para él, como si estuviera a la espera de algo más importante.

Leonid me contó que el padre de Chinguiz fue uno de los primeros comunistas calmucos, un Robin Hood a quien los pastores locales admiraban con la misma intensidad que despreciaban a los crueles comisarios enviados desde Moscú. Víctima de una de las primeras purgas, una mañana se lo llevaron de su casa antes de que amaneciera, después de haber sostenido la frente de Chinguiz durante un acceso de vómito que había sufrido esa misma noche. Chinguiz nunca volvió a verle, ni tuvo noticias de lo que le había sucedido. Ni una palabra en treinta años, hasta que en 1958 su madre recibió una carta con la noticia de que su marido había sido rehabilitado en forma póstuma. Los autores de la carta compartían su dolor por el infortunado error y prometían que el Partido jamás volvería a tolerar las «violaciones aisladas de la legalidad socialista» que habían sido permitidas durante el «culto de la personalidad». Su madre arrojó el papel. Alguien que evocaba las expectativas de la época de Krushchev elogió en una oportunidad al Partido por haber rehabilitado a los comunistas purgados. Chinguiz se puso en pie y salió de la sala, poniendo fin a la discusión con su ira silenciosa.

Otro estudiante me contó que Chinguiz había hablado recientemente, por primera vez, en una asamblea del Komsomol. El debate giraba en torno de un alborotador indisciplinado a quien el Presidium había aconsejado que se expulsara. Los activistas se sintieron asombrados, y luego irritados, por el discurso extemporáneo que Chinguiz pronunció en defensa del reo. Semejante desafío a la autoridad en una asamblea pública era insolente. (Sin embargo, no carecía de precedentes: durante los días osados de la liberalización de Krushchev se habían ensayado análogos tanteos democráticos.) Cuando se votó y la recomendación fue rechazada, varios jefezuelos sucumbieron a la ira. Chinguiz se retiró discretamente, y reapareció con un gran emblema de Lenin abrochado a su suéter negro de cuello cisne.

Evidentemente, su hipótesis de que el retomo a los principios revolucionarios auténticos salvaría al país, es producto de la veneración que su padre tributaba a Lenin. En otras palabras, su «oposición» es incorruptiblemente leninista. Por el contrario, los estudiantes más lúcidos, como Leonid, han llegado al convencimiento de que la mayor tragedia de Rusia fue precisamente este leninismo, dogmático, intolerante y pronto a reprimir las discrepancias, y nacido de la mezquina insensibilidad del líder mismo, que trocó siglos de sabiduría por las «respuestas» marxistas para todo. ¿Es una ley de la naturaleza la que estipula que Leonid sepa más y sin embargo haga menos para enmendar los errores presentes? ¿Qué su mayor comprensión sólo sirva para inhibirlo, a diferencia de lo que ocurre con el testarudo Chinguiz?

¿Responde a alguna otra ley que el único estudiante que ha participado realmente en una forma de disidencia política, entre todos los que yo conozco, se cuenta entre los menos simpáticos desde el punto de vista personal? El zancudo Piotr nunca ha dicho claramente qué es lo que hace, y por supuesto yo no se lo pregunto. Pero en contacto con un norteamericano, está dispuesto a insinuar que en una oportunidad ayudó a reunir materiales del samizdat que documentaban la persecución política. O sea que fue un auténtico miembro del «movimiento democrático» hoy casi desaparecido, uno de los pocos defensores «clandestinos» de los derechos civiles, cuya persecución, narrada por la prensa de Occidente, les ha hecho acreedores a una portentosa admiración internacional.

Y Piotr es obviamente valeroso. Sus principios políticos, por los que es muy probable que obtenga el campo de trabajo y una vida desquiciada, son ejemplares. Pero hay cuestiones de personalidad que dificultan el análisis de las razones por las cuales él y sus compañeros despiertan tan escasa simpatía en el pueblo ruso, en cuyo beneficio se sacrifican voluntariamente. No obstante su desinterés social, Piotr es un tiranuelo farisaico, bastante parecido a algunos revolucionarios de salón norteamericanos. La perversa resistencia de los rusos a aceptar los esfuerzos esclarecidos de quienes pretenden mejorar la condición del país y sus habitantes, no es en absoluto nueva. Pero por lo menos en este caso, hay justificantes para que pocas personas sientan deseos de estrechar la mano de Piotr el pedante. No debo revelar nada más acerca de él. Sin embargo, si bien es posible decir de los villanos soviéticos muchas cosas que no figuran en las crónicas periodísticas, también es posible examinar más a fondo a aquéllos que otrora yo aceptaba, ipso facto, como héroes impolutos.

Cuando Chinguiz se pone locuaz, a veces cuenta anécdotas de la Universidad y la ciudad que no oigo en otra parte, a pesar de que teóricamente estoy introducido en la vida local, puesto que comparto la genuina experiencia rusa. Estudiantes expulsados de la Universidad y deportados de Moscú por haber negado algunos de los mitos más falaces de la versión según la cual El Partido salvó a Rusia, mitos éstos que se enseñan en el curso (obligatorio) de Historia del Partido Comunista; varios profesores que fueron destituidos —y a quienes les fueron confiscados manuscritos en los que trabajaban desde hacía muchos años— por haber firmado peticiones contra la sentencia de doce años impuesta a Vladimir Bukovski; diversos intelectuales degradados o incluidos en listas negras por haber confraternizado con occidentales que más tarde publicaron artículos «denigrando la realidad soviética». (En algunos casos, habían obtenido discretamente autorización para invitar a los occidentales a sus apartamentos, pero los funcionarios policiales se mostraron luego disconformes con el mal uso que habían hecho de este privilegio: evidentemente los anfitriones no habían sabido ejercer el debido control sobre sus huéspedes.) Chinguiz dice que la actuación de la KGB en la Universidad es casi tan activa como en las fuerzas armadas y en el Partido mismo, y que este organismo ejerce prácticamente tanta autoridad como en los otros dos ámbitos. Uno de sus amigos más íntimos, un díscolo estudiante de Historia, fue expulsado por haber puesto a un profesor en la tesitura de reconocer que Trotski había sido el padre del Ejército Rojo.