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Objetaba dos de mis tarjetas postales —la reina Isabel vestida con todas sus galas, y un desnudo de Modigliani— que obviamente le habían complacido, y las cotejaba críticamente con la que él me remitía de la famosa estatua del Obrero y la Campesina, que, so pretexto de la admiración por la Amazona que empuñaba la hoz, le permitía notificarme el talle de suéter de una nueva amiga enamorada de las ropas. Luego seguía la hilarante descripción de una visita a la Exposición de Realizaciones Económicas, cuyo verdadero mensaje consistía en una reseña de su cacería de iconos por el monasterio Zagorsk, donde un sacerdote mojigato había discutido encubiertamente los precios, más o menos como Aliosha lo hacía ahora. Colocados en situación parecida a la de un fontanero que dialoga con un naturalista, no podían estar seguros de entenderse recíprocamente, y el sacerdote se plantó antes de vender.

«Oh, sí, los vándalos robaron la última franja cromada que le quedaba al Volga, en el aparcamientos que el monasterio reserva para los turistas occidentales. Pero esto no es tan trágico como alguien podría pensar, porque la desaparición de la ornamentación no menoscaba en absoluto las cualidades mecánicas del coche.»

Ahora el coche disfrutaba de unos pocos días de descanso, los mismos que él estaba pasando en una clínica —una clínica excelente, administrada por el Instituto Central para Especialización Médica Avanzada— donde evaluarían los resultados de la primera serie de tratamientos con rayos X. (¿La primera serie? Me estremecí al entender lo que esto implicaba.) Los primeros análisis ya estaban casi concluidos, y justificaban la esperanza de que pudiera disfrutar de otras décadas de trabajo honesto. «Al fin y al cabo, me faltan siglos para jubilarme». Si pedía nuevamente el «5 Eluorouracil», ello era sobre todo porque sus médicos estaban ansiosos por experimentarlo. La carta la escribía desde su lecho de la clínica, donde le habían visitado una docena de samaritanas... incluida Anastasia. La comida era buena. Lo único que fastidiaba al cocinero aficionado era la regularidad de las tres comidas diarias, servidas por personas bienintencionadas pero ajenas. Y puesto que tocaba el tema, ¿qué comía yo, pobre de mí, ahora que el gobierno soviético había comprado treinta millones de toneladas de cereales para salvar a los agricultores occidentales de la bancarrota?

Sólo un párrafo dejaba traslucir el hondo pesimismo que aún le embargaba. «No puedo perdonarme aquél arranque —escribía—. En esos primeros días sentí que necesitaba compartir mi angustia y por ello te llené de pena. Semejante actitud me parece más necia que nunca, ahora que estoy constantemente de buen ánimo (lo cual no debe confundirse con la fortaleza de ánimo que, con un extraño toque de oscurantismo en nuestras clínicas por lo demás progresistas, nuestra jefa de enfermeras considera perjudicial para la recuperación). Confío en un futuro de salud litoide (callosa), y puesto que de todos modos no puedo llegar hasta tu hombro sin la ayuda de una silla, prometo no volver a dejar mis babas sobre tu pecho. El desaliento es enemigo del pueblo.»

El autorreproche era superfino. Después de la noche de borrachera en que tuve conocimiento de su enfermedad, nos despertamos a mediodía. Durante ese día y él siguiente lloró ocasionalmente, reiterando que esa forma de cáncer no respondía al tratamiento médico, y que éste implicaría un autoengaño. Su proceso mental de preparación para el entierro, dijo, ya habla empezado. ¡Qué cambios se producen en la vida! ¡Cuánto amaba su existencia vacía! Pero esos pocos días fueron los únicos en que se convirtió en una «carga imperdonable» para mí, y ya se había excusado vehementemente por ellos antes de que yo partiera. A partir de ese momento volvió a controlarse, afirmando que su optimismo era «incorruptible», y esta nueva referencia a la primera crisis no podía augurar nada bueno.

La carta concluía con un brindis por mi «suerte, amor, dicha, riqueza, salud; escoge el orden que más te plazca, agrega lo que haya olvidado», y estaba firmada «Tu viejo amigo y honrado colega». Pero «honrado» también podía significar «confiable», tal como lo aplicábamos siempre di fiel Volga, y está era una promesa de que seguiríamos marchando eternamente, a pesar de los pequeños contratiempos. Y al ridiculizar la acepción soviética de «colega» con su falsa connotación de funcionario virtuoso que trabajaba por El Pueblo, evocaba una docena de imágenes de nuestras actividades clandestinas conjuntas. Era uña disquisición satírica para un auditorio unipersonal. Y aunque no contenía ninguna referencia directa a mi retorno —antes de que yo partiera, Aliosha no se cansó de repetir que debía progresar en la vida y que no debía poner a prueba mi suerte al regresar— cada una de las cuatro páginas de escritura apretada era una impetración arrojada al mar en una botella.

La posdata estaba escrita con oirá estilográfica. «Té envío grandes abrazos y besos. (Mi enfermedad no es contagiosa.) Es maravilloso disponer nuevamente dé tiempo para la lectura. ¿Puedes sugerirme algún libró instructivo? Casualmente, aquí Sé pone de moda pasar las noches, ya sea leyendo o realizando alguna otra actividad útil, a la luz dé la vela y no con la ayuda dé vulgares lamparillas. De modo que si tus cortes de energía té dejan circunstancialmente sin electricidad, podrás recurrir a fuentes dé luz más en boga. Cuando tú digas, podré enviarte algunas velas. Y resígnate a estas cartas largas y tediosas. Con saludos clínicos, Alexei.»

 

El semestre para los estudiantes del programa de intercambio comenzaría el 8 de septiembre... Jornada de los Tanguistas según el «Calendario Leninista» que se exhibía en la embajada soviética. Fui inmediatamente al consulado, seguro de que si fracasaba ese día, 6 de septiembre, perdería el comienzo del curso, claro indicio de que no tenían intención de dejarme volver. Un individuo que probablemente era el Monsieur de Tréville de los Mosqueteros echó una mirada a mi expediente, cubrió el micrófono del teléfono interno para formular una pregunta, y deslizó un visado en las páginas de mi pasaporte, todo ello en el lapso de dos minutos. Era bastante obvio que la autorización descansaba en su escritorio desde hacía varias semanas, a la espera de ese toque final cuyo sentido se me escapaba.

—¿Irá a nuestra capital para estudiar —no entendí bien si la idea en sí misma, o mi pretensión en ese contexto, era disparatada—. Comunique al Comité del Estado el momento exacto de su llegada. Buena suerte.

 

El magnetismo de la Madre Rusia me llevó a Heathrow con varias horas de anticipación, y también embotó mis sentidos con una mezcla de aprensión y alivio. Un grupo de turistas soviéticos —caras tan chatas como los zapatos, trajes que chillaban «siviético» a pesar de que habían sido expresamente comprados para la «Gira por Occidente»— se apiñaban en el vestíbulo en torno de su guía. Años atrás, acostumbraba a acercarme a esos corrillos para probar mi dominio del ruso, pero la forma patética en que me rehuían me enseñó a desistir. Miedo de verse comprometidos, de que los confidentes los delataran, recelo al mundo exterior por sí mismo... ¿Qué era lo que me empujaba hacia el país que producía todo esto?

(Una mañana, en la embajada, vi al gallito Alek, el amigo de Anastasia, que integraba una delegación de estudiantes de medicina. Cuando se dio vuelta y me vio, su mirada siguió siendo tan inexpresiva que por un momento pensé que me había equivocado. Me di cuenta de lo que sucedía y fingí no reconocerlo, pero escudriñé desesperadamente a los otros por si Anastasia también había venido. Luego recordé que su relación conmigo era motivo suficiente para excluirla de cualquier delegación oficial enviada al exterior.)