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«Air India, vuelo 506, Hueva Delhi vía Moscú.» «¿Es vegetariano, señor...?» «Serviremos bebidas, ¿tolera usted el alcohol?» No importaba, seguramente el piloto se había adiestrado en Gran Bretaña, y partimos puntualmente. Los rajas hindúes viajaban en primera clase, en tanto los funcionarios soviéticos y los turistas occidentales se hacinaban en los asientos de clase turista, como victimas igualmente humildes del escarnio del Tercer Mundo.

El Boeing volaba a una altura pasmosa. El sol de la tarde se ocultó en algún lugar de Europa septentrional mientras enfilábamos velozmente hacia el Este, alejándonos de la fuente de calor y de luz. Como si aún conociera su rumbo —a esa altura gloriosa, hacia el Espíritu Santo del Ártico— la cabina se enfrió. Las azafatas vestidas con saris servían jugo de mango pero la sensación de dejación terrestre aumentaba a medida que nos internábamos en la penumbra de las nuevas zonas horarias. Zambulléndonos entre las nubes para descender en Moscú, sobrevolamos kilómetro tras kilómetro de marismas rusas y bosques deshabitaos. Sentí deseos de estirar la mano y acariciar el continente de la congoja perdurable.

Nos posamos en el aeropuerto internacional Sheremetievo, correteamos, nos detuvimos cerca de la terminal... y nadie se ocupó de nosotros. Cuatro horas antes, Heathrow había sido una mezcla de tiendas Woolworth y Feria Mundial, bullicioso, palpitante, poblado de mercancías refulgentes y de pasajeros apresurados que corrían hacia un Hit Parade de vuelos. Ahora, el nuestro era el único avión detenido en la zona de desembarco, y la desidia, la pachorra, vibraban en el aire. Un flaco letrero de neón que proclamaba MOSCÚ se esforzaba por permanecer encendido. El personal que transportaba la rampa para pasajeros no tenía prisa. Tres trabajadores calzados con pesadas botas hurgaban en busca de fósforos. Les leí los labios.

—Nu, Fedia, vamos.

—Ten paciencia, muchacho. Voy a terminar mi cigarrillo.

—Me dijeron que en éste viaja un personaje.

—Se aguantará. Le hará bien.

Un inmenso cuervo se posó sobre la torre de radar. El lodo, las agujas de abeto, la lluvia de otoño y los fusiles ametralladores saludaron a los recién llegados. Y los obreros se embelesaban con el milagro del crio arropado de un colega. A través de las junturas herméticas del avión se filtraba en la cabina el olor de Rusia: una mezcla aceitosa, polvorienta, de gases de motores Diesel, eneldo, brea, lana impregnada de sudor, savia de abedul, desinfectante de letrinas y tabaco de los Balcanes... Un guía encolerizado de Intourist vituperaba al conductor de nuestro autobús. Nada había cambiado. La fiebre que me producía el estar perdido en la desolación se apoderó de mí, y al mismo tiempo tomé conciencia de los espíritus que vagan por la masa terrestre como vientos de la pradera, suspirando acerca de la inutilidad e importancia de la existencia.

Finalmente, se abrió la escotilla para dejar paso a una ráfaga de aire tónico acompañada por un oficial del ejército, armado, que vestía el capote hasta los tobillos del uniforme invernal completo. Ingresó en la cabina dando grandes zancadas, y completó el escrutinio general con un «¡Pasa-portes!», cuya Acritud sorprendió a los pasajeros que oían hablar por primera vez a un ruso en territorio local. En tanto los soldados se apostaban entre la rampa y el autobús, un caballero diminuto en tránsito hacia Nueva Delhi trató de tomar contacto.

—Parece que aquí ya ha llegado el invierno. Es asombroso.

El oficial no dio muestras de haberle oído, y cogió el pasaporte del hindú como si fuera un vaso de gaseosa servido por una máquina automática.

—¿El invierno? ¿Tan pronto? Pero vosotros podéis resistirlo. Sois un pueblo vigoroso.

Los ojos del robot apuntaron hacia abajo, se clavaron en el hindú y lo estudiaron en silencio. (¿Dónde estará Kemal?, me pregunté. Fuera de la Universidad, rechazado por las facultades norteamericanas. Nunca volveré a verle.) Replegándose, el caballero le susurró a su esposa: «¡Vaya bienvenida a este país!» Pero de un autocar próximo al avión salió una bandada de azafatas de Aeroflot para entrelazar sus brazos, estrujar cinturas, besar mejillas.

—Do svidania, muñeca, envíame una tarjeta postal.

—No olvides el suéter, Sveta.

—Galka, llama a Kolia de mi parte. Olvidé despedirme.

Abrazadas antes de la separación, las muchachas exhibían con la mayor naturalidad la otra cara de la moneda, en lo que concernía a las relaciones personales dentro del país.

No me había equivocado: esa era la patria de los sujetos paradigmáticos. El soldado rústico del mostrador de pasaportes que leía cuatro veces cada visado, lentamente, desde la primera hasta la última letra. Y cuando reapareció nuestro equipaje extraviado, la vista de aduanas con aire de camarera de taberna que revisó hasta la última hoja de material impreso, y que confiscó mi Time porque mostraba la foto de una estrellita con un nuevo peinado llamado «Romanov», pero que dejó pasar benévolamente las dos docenas de pantys que traía para regalar.

—Aceptaré su palabra de que el contrabando de ropas no oculta una bomba atómica —comentó, mientras volvía a adoptar su expresión huraña para intimidar al próximo sospechoso.

El taxista rezongó porque habían cerrado su cervecería local para construir un teatro. Yo limpié la ventanilla y miré las calles.

Contra lo que pensaba el empresario de Nueva Delhi, faltaba un mes largo para que empezara el invierno, pero en tanto que Hyde Park conservaba su color esmeralda, allí el otoño había desangrado las hojas. Había olvidado cuán débil era la iluminación callejera, y también las palpitaciones carnavalescas del crepúsculo temprano. ¿Cómo era posible que este Moscú siguiera tan pobre, sin una sola tienda comparable a un puesto del mercado de Aldwich? Mas lo que yo amaba era precisamente esa opacidad... porque ahogaba la más leve pretensión de que yo mismo me convirtiera en una luz fulgurante. La escena rusa, desaliñada como un hogar auténtico, deprimía a los otros occidentales, pero yo me alegraba de sentirme aceptado en el seno de su humildad. Incluso el millón de consignas que me gustaba escarnecer —y que ahora exhortaban a realizar un adecuado aporte de trabajo en aras del Vigesimocuarto Congreso de Nuestro Venerado Partido Comunista— me daban la bienvenida.

El chófer esperó en el portón de la Universidad mientras yo dejaba mi equipaje. Me abrí paso en forma decidida sin iniciar el trámite de solicitar documentos y sin presentarme a mi nuevo compañero de cuarto. Aliosha —que no sabía que había obtenido el visado, y menos aún que había llegado— era la razón de este viaje. Los edificios que bordeaban la ruta hacia su casa me resultaban totalmente extraños y rotundamente familiares, como si la gente me estuviera preparando el té detrás de sus fachadas de falso granito. La casa de Aliosha estaba nuevamente en reparación. Sorteé las tablas de los andamios desparramadas en el atajo qué conducía a su amado e íntimo patio. Arriba, su puerta estaba entreabierta. El presagio me acobardó. ¿Hasta qué extremo había llegado, él que tanto cuidaba a sus chicas y sus tramoyas, para olvidarse de cerrar con llave? Temiendo pulsar el timbre, entré de puntillas.

En la sala de estar, una mujer madura miraba hacia arriba, elevando dificultosamente los ojos al cielo, para lo cual debía vencer el contrapeso del fastidio y la compasión. Antes de atinar a seguir la dirección eh qué estaban enfocados, sentí qué sé apoderaba de mí el pánico —a la décima potencia— que experimentaba cuando subía al escenario para leer mis poemas ante un auditorio formado por padres de alumnos. Seguramente la mujer era la tía que había ayudado a criar a Aliosha. Yo no quería saber por qué estaba allí, qué le había sucedido a Aliosha.