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Pero mis temores eran infundados. ¡Estaba vivo e íntegro! Con él rostro mucho más macilento, pero tan esbelto como cuándo habíamos cruzado un arroyo desbordado en el último mes de abril, conservando el equilibrio sobre las piedras húmedas. Ahora eran sus diccionarios los que oscilaban apilados sobre la silla de la cocina. Apoyaba las puntas de los pies sobre el de arriba, mientras hurgaba entre el montón de ropa vieja apelotonada en el estante superior del armario. Apenas reconocí a la tía, intuí que se estaba preparando para internarse en el hospital. Me acerqué a él desde atrás.

—¿A cuánto vendes los calzoncillos y las camisetas, amigo?

Lo dije en voz baja, pero por un momento me pregunté si querría oírme y oír mis bromas.

—Soy yo, Aliosha. Conseguí el visado.

Giró sobre los talones, con un puñado de corbatas de los años 50 colgando de sus dedos como spaghettis. Algo se desequilibró fugazmente y estuvo a punto de derribar la silla. La vieja lanzó un chillido de terror.

—Amigo mío —exclamó, empleando la palabra vigorosa drug, como en su carta—. Hermanito, te dije que no vinieras.

Le cogí por debajo de las axilas, como mi tío al que yo más quería lo hacía conmigo cuando yo trepaba sobre su empalizada y luego no podía bajar. (Ese tío murió ahogado.) El cuerpo de Aliosha estaba mucho más delgado, pero yo sabía que perdía peso todos los veranos.

—Abraza a este viejo —dijo, con ligero tono de mando, como si no se diera cuenta de que eso era precisamente lo que estaba haciendo.

Lucía un jersey Lacoste, de cuello de cisne, y pensé en todo lo que significaba el hecho de estar estrujando una de mis prendas, en lo mucho que habían cambiado las cosas desde que la compré en Bloomingdale’s, y hasta qué punto yo no había sospechado ese cambio cuando la adquirí. Me besó en la quijada. Su olor tenía un nuevo componente: el cáncer., reflexioné, con un ligero sobresalto. Pero quizá sólo se trataba del medicamento.

Finalmente, me alejó hasta donde llegaba su brazo.

—Has perdido cinco kilos, huerfanito. ¿Cuándo ingeriste por última vez una comida caliente?

Maniobró en la cocina y yo exhibí los regalos que le traía, como si pretendiera demostrar que el biftec frito en la sartén para mí y los Levis para él tenían él mismo significado de antes. Como una mujer qué ha asistido a demasiados funerales en la familia, la tía se limitó a anunciar que la semana próxima debería ir a cuidar a una hermanastra inválida, en Rostov.

Yo estaba relatando el episodio de «Domingo» para encauzar la conversación hacia las preguntas importantes sobre su estado, cuando una gran perra caniche blanca irrumpió por la puerta abierta, con tanto ímpetu que casi lo derribó. A modo de presentación, Aliosha inició un discurso sobre el viejo refrán ruso que dice que la cola del perro siempre permanece en el mismo lugar por muchas vueltas que le des al cuerpo. Era la historia de siempre, y venció todas las resistencias hasta hacerme reír. Si no hubiera estado prevenido, habría caído en la trampa. Observé que ponía demasiado énfasis en los temas caninos... y se mostró aliviado cuando sugerí que otro día visitáramos a Alia «Tamaño Gigante» número dos.

8

 

Medalla de oro

LA CANICHE ganaba peso a medida que Aliosha lo perdía. Imitando a los rusos que jalonan el año demoledor con francachelas periódicas, la perra alternaba las horas de modorra con minutos de travesuras que le bastaban para romper la vajilla. En la calle, trotaba entre nosotros, como un tercer mosquetero. Aunque me aceptó enseguida como acompañante solitario para sus paseos higiénicos, se ponía de mal humor si Aliosha no le servía personalmente la comida.

Se la había comprado en julio a un criador particular, y en agosto la había rebautizado «Maxi» en lugar de «Mini». Pero habría sido infundado decir que reflejaba la necesidad de compañía que había experimentado durante mi ausencia del verano anterior. El contexto general era la popularidad arrolladora de que gozaban los perros entre la intelligentsia actualizada que habitaba los nuevos apartamentos en condominio... conspicuo testimonio de prosperidad después de los años de guerra, cuando no había animales domésticos y se vivía en condiciones de angustioso hacinamiento. El último grito de la moda eran las traíllas y los collares occidentales, que se adquirían en el mercado negro a precios estratosféricos. Aliosha había adquirido un conjunto francés de color borgoña, subrayando un elemento de reincidencia en sus viejas costumbres de petimetre que ahora se manifestaban en el cuidado perra. Pero los bellos accesorios yacían olvidados debajo de la pila de ropa sucia, y la hirsuta Maxi, dueña de documentos sellados que probaban su pedigree, andaba a su vez con las crines crecidas, demostrando que su propietario no se dejaba subyugar por las modas. Ambas estrategias parecían destinadas a afirmar su decisión de que la vida siguiera «como de costumbre».

Ella cooperaba abiertamente. Al oír el «Maxi, a pasear», embestía la puerta como un ariete, o meneaba negativamente la cabeza, esperando que riéramos. Cuando Aliosha sufría dolores, Maxi se echaba inmóvil a sus pies. Y utilizaba el retrete en lugar de pedir que la sacáramos a la calle; incluso bajaba con el hocico ambas mitades del asiento roto, porque se sentía más segura sobre la madera que sobre la cerámica.

El dolor más agudo era el de la piel quemada por el actual tratamiento —el segundo— con la bomba de cobalto, que se aplicaba tres veces por semana en una clínica situada frente al hipódromo. El ungüento que había comprado en Londres —el único medicamento que había conseguido, y el menos importante, porque no actuaba sobre la enfermedad misma— era útil, pero el ardor que sentía en las nalgas le impedía conducir cómodamente. Cortó el respaldo del asiento que correspondía al volante y lo bloqueó hacia atrás como si fuera el del capitán de un barco de guerra. Así podía pilotar el Volga, desplegando tanta cautela como antes temeridad, en posición semirreclinada, sostenido por una pila de almohadas. La antigua combinación de motocicleta de los Ángeles del Demonio con Mi Amiga Flicka se convirtió en una ruina más patética que divertida.

Su enfermedad se manifestaba más patentemente en este aspecto de su vida, una vez descartado el primero y primordiaclass="underline" el de la sexualidad. Mi abuelo, fugitivo de un ghetto polaco, acostumbraba a estirar virilmente el cuello para espiar a través de los centímetros inferiores del parabrisas de su Nash, en guardia contra el mundo exterior que siempre se disponía a arrojarle un proyectil. Era tétrico comprobar que Aliosha hacía los mismos movimientos musculares cuando trataba de mirar por encima del tablero de instrumentos del Volga. Haciendo un juego de palabras con ¿término argot que significa «superar», y que se traduce literalmente por «escupir más lejos», desafió a Ilia a una competición y descubrir si eran capaces de esquivarse el uno al otro en una calzada angosta.

Maxi agravaba la inferioridad de Aliosha al lamerle la cara, que era fácil de alcanzar en su posición recostada. Además, éramos vulnerables a los polizontes de mal talante y a los coches más veloces. La certeza de que si lo detenían en esas condiciones le retirarían sumariamente el carnet de conductor, hasta que aprobara un nuevo y severo examen físico, le hacía erguirse bruscamente ante la primera visión de un uniforme gris, mientras comentaba su propia hazaña con la voz de un ferviente locutor deportivo. Si reaccionaba demasiado tarde y el policía insistía en observarle desde más cerca, Aliosha representaba el papel del ciudadano radiantemente sano y al mismo tiempo adecuadamente humilde, que viajaba a sólo veinte kilómetros por hora en homenaje a Alexandra Kollontai, cuya fecha de defunción el Camarada Vigilante seguramente recordaba. Estas entretenidas comedias que conjugaban la vista de lince con una voluntad de hierro nos levantaban el ánimo mientras íbamos a realizar una diligencia de poca monta.