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Cuando las maniobras resultaban muy forzadas, yo cogía el volante. Ansiosa por ayudar, o intimidada por mi inexperiencia, Maxi se trasladaba voluntariamente al asiento posterior, y desde allí nos miraba con ojos dubitativos. La llovizna de otoño y el lodo camuflan su blancura.

Aunque el hecho de que yo condujera sin carnet entrañaba un grave riesgo, no teníamos preparada ninguna excusa. De alguna manera suponíamos que las emergencias —tácitamente definidas como las oportunidades en que Aliosha no se sentía suficientemente bien para conducir— determinaban que todo nos resultara posible, como si se tratara de ir a rendir un informe urgente al Gabinete de Guerra en esos momentos de crisis nacional. Yo evocaba nuestras travesuras sobre el hielo del invierno anterior, que habían exigido mucha más pericia que la que habría imaginado antes de pilotar personalmente ese tanque. A menos de los siete kilómetros por hora, necesitaba la fuerza de un luchador para controlar el volante; por encima de esa velocidad, prácticamente debía levantarme con el pie sobre el freno para que el coche se detuviera gradualmente. Y la palanca de cambios pedía a gritos la mano del amo.

Las que me salvaban eran las instrucciones del «copiloto».

Gracias a Aliosha podía concentrarme en las maniobras mecánicas, en tanto que él se ocupaba de los giros obligatorios a la derecha, de los carteles indicadores sin iluminar, y de las trampas policiales para conductores distraídos, siempre con cuarenta metros de anticipación. Sus notables clases sobre la maraña de singulares normas de tráfico se convirtieron en el prólogo de una campaña encaminada a hacerme conocer cabalmente la ciudad, porque había abandonado su anterior oposición a mi retomo y ahora sugería que me estableciera en Moscú, preferentemente como corresponsal.

—Disfrutarás del lujo con un mínimo de trabajo. Cinco o seis conferencias internacionales en Helsinki o en el burdel de tu preferencia. Por supuesto, no sé cuánto podrías progresar en los Estados Unidos, pero una sinecura local podría ser tentadora. Piénsalo, muchacho.

Después asistimos a la versión dramática de La balada del Café Triste en un teatro que Aliosha acostumbraba a desdeñar por su repertorio esnob, que incluía una selección cuidadosamente pesimista de obras occidentales. El interés por la literatura seria había reemplazado a su apetito de pasatiempos frívolos. Esta actitud, y sobre todo su avidez por legarme una vida de ocio y opulencia como la que él había vivido, eran típicas de un moribundo, preocupado por aprovechar fructuosamente sus últimos días y por la suerte de su heredero. Fue aleccionador que yo tuviera que comprar las entradas. Qué infantil había sido al ofenderme, el año anterior, porque Anastasia no había alabado mi pericia. Qué ínfulas me daba, y cuánto más felices podríamos haber sido con su avidez de enriquecimiento cultural, que estaba casi en las antípodas de la que Aliosha desarrollaba en su póstuma oportunidad. Blandí mi pasaporte en las mismas colas de las taquillas, pero ése ya era el invierno de la vida. Y los expendedores de entradas empezaban a hartarse de mí.

Sin embargo, a nuestro modo, Aliosha y yo también éramos dichosos. Aceptábamos lo peor sólo en el nivel más profundo. Algunos días eran tan normales que conseguíamos fingir ante las chicas que venían a visitarnos, porque ignoraban la verdad. Desechábamos las «ternuras corporales»: aun sin contar el malestar general que le producía el bombardeo radiológico, Aliosha no quería mostrar sus quemaduras, que le deformaban también el bajo vientre. En cambio, nos uníamos a las matronas que efectuaban sus caminatas higiénicas por una avenida arbolada próxima a la casa de mi amigo. Y andábamos a la pesca de artefactos de gas, y de madera terciada limpia: Aliosha estaba reconstruyendo su cocina en estilo moderno, con un equipo empotrado que combinaba la nevera con los armarios. Se guiaba por un anuncio del Paris— Match, hasta el extremo de que en el mismo día de agosto en que lo vio por primera vez empuñó el martillo y la sierra y demolió la pared que separaba la cocina del cuarto principal. Insistía constantemente en que estaba cansado del estilo pocilga. Basta de fregaderos de zinc, basta de quemadores ennegrecidos, basta de estirarse sobre una cosa para alcanzar la otra. Un extractor yugoslavo para la «eliminación moderna» de los olores de cocción.

—¿Quién dice que la tecnología no es para el pueblo?

Manifestaba su entusiasmo francamente y juro que yo no podía entender —ni preguntar, desde luego— si el proyecto reflejaba su fe en un futuro mejor o la desesperación que le producía el desenlace fatal. Porque aún ignorábamos el pronóstico. Si había un elemento de autoengaño, éste también era parcialmente genuino: la renuencia de los especialistas a formular promesas hacía aún más creíbles sus asertos de que la recuperación era posible. Todo dependía de los lugares por donde se había ramificado el cáncer y de la forma en que respondía al tratamiento—... lo cual aún no podía saberse con certeza. La médico que era directamente responsable de su caso explicó que los reglamentos prohibían discutir el estado del paciente con personas que no fueran sus familiares más cercanos. Y generalmente ni siquiera a éstos se les decía toda la verdad. Transgredía estas normas conmigo para manifestar su reconocimiento por el sentido de amistad que me había inducido a viajar desde tan lejos para estar junto a Aliosha, quien había hablado de mí durante todo el verano. Además, doné a su departamento tres tubos sobrantes de ungüento.

Era una rubia que frisaba la treintena y que Aliosha había apodado «Lujuriante» en homenaje a su grupa de querubín.

—Usted ha despejado mi último horizonte, doctora. Yo creía saber qué posiciones debía asumir ante las mujeres ilustradas.

Y gracias a su... eh... habilidad, no me siento en absoluto avergonzado.

Ella se ruborizó delicadamente y aceptó su caja de bombones. Como una casera viuda que se siente provocada por los encantos de su huésped célebre, ella también disfrutaba con sus requiebros melosos. Incluso le llamaba «Aliosha», en lugar de «Paciente Fulano de Tal», salvaguardando así a su favorito de la prepotencia clínica.

Esto ayudaba a dorar la píldora de las horas de tratamiento. Y el costo de éste era, asimismo, de buen augurio. No sólo se recurría al oneroso empleo intensivo del equipo de rayos X, sino que además le inyectaban una nueva solución norteamericana para estimular la mejor respuesta de los tejidos. Por lo que sabíamos acerca de los criterios de actuación soviéticos, no habrían recurrido con tanta prodigalidad ni a lo uno ni a lo otro si hubieran estado seguros de que nunca se reincorporaría a la fuerza de trabajo de la nación. Y la clínica, el Instituto Central para Especialización Médica Avanzada, era una de las mejores del país.

Lo que nos intrigaba era que no estuviera permanentemente hospitalizado, como la mayoría de los pacientes de su tipo. A él le habían internado al aplicarle la primera serie de rayos X, en agosto. Ahora dormía en el instituto sólo dos veces por semana. Después, le decían sencillamente que permaneciese en cama cuatro horas por día. Aliosha estaba tan contento de hallarse en su casa que a menudo descansaba dos o tres horas, y nunca planteó ese problema porque temía que le hubieran dejado salir por error.