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Pero el verdadero error lo había cometido Aliosha al no solicitar asistencia médica mucho antes. Había tenido un año de plazo. Su buen estado de salud y su actitud general conspiraron contra él.

El primer signo fue una mancha acuosa que descubrió en sus calzoncillos durante sus vacaciones del verano anterior en el Mar Negro, y que atribuyó al rasguño producido por una roca submarina. La pequeña lesión no cicatrizó y al cabo de pocos días la mancha ya no era tan pequeña, pero Aliosha no le prestó atención —ni tampoco, al margen de una broma pasajera, a la ligera disminución de su energía— hasta un mes antes de la llegada de Nixon, en la primavera pasada, cuando encontró sangre en las sábanas. La herida parecía estar profundizándose y se le había formado un bulto en la ingle. Finalmente, esta combinación bastó para hacerle vencer la antipatía que alimentaba contra la asistencia médica.

El médico de guardia de su clínica local diagnosticó hemorroides y dispuso que fuera operado en un hospital municipal, cuyo cirujano jefe confirmó el diagnóstico y firmó los papeles definitivos cuando a Aliosha le llegó el turno, varias semanas más tarde. Para entonces, en la otra ingle había aparecido también un nódulo doloroso, y él sentía cómo el primero crecía de la mañana a la noche. Consultó una enciclopedia médica y después visitó a un joven internista brillante a cuyo padre había asesorado con ocasión de un pleito.

Se bajó los pantalones y se acostó sobre la camilla. Después de un somero examen, su amigo palideció y le miró a la cara. Telefoneó a sus contactos para lograr que Aliosha fuera atendido inmediatamente en el Instituto para Especialización Médica Avanzada, y el tratamiento comenzó apenas la biopsia confirmó la existencia de un tumor maligno... Esta historia, de cuyos detalles tomaba conocimiento por primera vez en ese instante, me dejó deprimido durante semanas... Aliosha tenía cáncer desde que yo lo conocía... ¡durante todo el tiempo en que me había deleitado con su energía y su salud! Y podría haberse curado si no hubiéramos sido tan ciegos. Todos los médicos concordaban en que la enfermedad se había iniciado con una ligera afección epidérmica, que tenía más de un noventa por ciento de probabilidades de cura total.

 

El diagnóstico fue cancer spinocellulare. Al registrar los cajones de su escritorio meses más tarde, lo encontré así definido en una tarjeta postal que no llegó a enviarme, probablemente porque su tono era lúgubre y su mensaje principal consistía en la petición de más medicamentos. El tumor de mayores dimensiones circundaba el ano, con cien por ciento de metástasis en los nódulos linfáticos de ambas ingles. Se programó una operación de cirugía mayor para el mes próximo; entretanto, las aplicaciones de rayos X continuaron como siempre, incluso en el colon, con fines profilácticos, aunque no era seguro que el cáncer hubiera llegado allí.

Cuando no pasaba la noche con él, llegaba a su apartamento a la hora del desayuno. A las once, enfilábamos hacia el hipódromo siguiendo una ruta que yo ya conocía sin necesidad de instrucciones. Su clínica se hallaba en un conglomerado de institutos médicos bastante parecido al más imponente del East River de Manhattan. Nos dejaban pasar casi sin formalidades e íbamos solos hasta el departamento de radiología. Estaba magníficamente montado, pero el edificio mismo tenía la curiosa sencillez de los laboratorios de investigaciones y los institutos técnicos rusos, que puede producir la impresión errónea de que los equipos también son obsoletos. Me sentía como si hubiera vuelto a mi vieja escuela de segunda enseñanza.

No obstante el motivo que nos llevaba allí, la amable eficiencia tenía un efecto sedante. Sólo el jefe de administración apretaba los labios como si los enfermos de cáncer constituyeran una carga desconsiderada, y los comprimía aún más cuando yo me identificaba. Por lo demás, la novedad de la cortesía profesional, que sustituía a los codazos y los niets de la mayoría de las instituciones públicas, nos levantaba el ánimo, por lo menos hasta que a Aliosha le tocaba el turno de colocarse debajo del aparato. Cuando le hacían entrar para la irradiación, yo me quedaba en la sala de espera, junto con los pacientes que estaban citados después de él. A menudo veía allí a un hombre cuyas manos ostentaban las huellas de medio siglo de trabajo, atónito por la refinada atención que le dispensaban en esa etapa avanzada de su vida, y ávido por fumar un cigarrillo a pesar de su agónico jadeo. Y una niña de nueve años cuya madre no sabía si estropearle el apetito antes del almuerzo al permitirle abrir los bombones de Aliosha, o estropearla en otro sentido porque los médicos no podían garantizar que llegara a cumplir los diez. El personal era amable con jóvenes y viejos, sin condescendencias. Incluso las enfermeras adolescentes —cuyas contemporáneas gruñían en los mostradores de las tiendas— hablaban con ese tono que hace a los enfermos del hospital sentirse un poco menos inútiles.

Una mañana, yo estaba solo en la antesala. A través de la pared, oía el zumbido de los rayos que penetraban en los intestinos de Aliosha: «vectores trémulos de campos eléctricos y magnéticos, inimaginables para la mente humana». Me preguntaba qué paseo le gustaría más por la tarde, cuando se abrió la puerta y sentí que estudiaban mi rostro. Entonces entró el jefe de administración, quien escogió, para sentarse, el reducido espacio que quedaba libre junto a mí, en mi banco, en la habitación totalmente desocupada. Me puse rígido. Allí el trato había sido excesivamente cordial durante demasiado tiempo. Había llegado la hora de que me expulsasen.

Por el contrario, el funcionario había elegido ese momento para expresar su preocupación por mi amigo. Las tragedias de la vida creaban un mayor ámbito de lealtad en cuyo seno se unían los hombres. Los hombres de toda naturaleza. Se inclinó hada mí. En una oportunidad los norteamericanos le habían prestado una gran ayuda... más adelante me lo explicaría, pero en esa circunstancia Aliosha tenía prioridad. El humanitarismo excepcional de la medicina soviética estaba probado, pero algunas drogas eran inevitablemente superiores a otras. Sobre todo cuando se trataba de carcinomas, no era posible recetar masivamente las más nuevas antes de haberlas experimentado en gran escala. Y además, francamente, eran muy costosas. Sin embargo, en ciertas clínicas, los pacientes morían sólo si no había ningún medio para impedirlo.

Admiraba a los norteamericanos. Conocía a cierto profesor que había salvado... bien, a personas extraordinariamente importantes. Él no podía prometer nada, ¿pero estaba dispuesto a concederle esa oportunidad al camarada Aksionov?

Anotó mi número de teléfono de la residencia estudiantil y se ofreció para tomar contacto con el especialista. Me dijo que, mientras tanto, tal vez sería más humanitario no entusiasmar a mi amigo hablándole de posibilidades inciertas. Se despidió de mí, esperando que éste no fuese, empero, un adiós definitivo.

Nuevamente solo, reflexioné acerca de lo poco que había aprendido en la vida. Al jefe de administración, el único hombre que había captado la magnitud de la tragedia y que además estaba en condiciones de ayudar, lo había juzgado por su tosquedad... como si no tuviera suficientes ejemplos de almas bondadosas enmascaradas detrás de una apariencia física chocante. Esto sólo contribuyó a intensificar el nuevo sentimiento de ternura que me inspiraba.

Aliosha salió de la sesión, bromeando con una enfermera que aparentemente era más hábil para bajar los calzoncillos que para subirlos. Le llevé a almorzar en el café de la decimoquinta planta del Hotel Moscú, donde habíamos celebrado nuestro banquete del equinoccio invernal. Al mirar a los peatones que corrían abajo, envueltos en sus bufandas, me sentí aún más exaltado y feliz. Durante toda la tarde le vi como a un paciente que ha superado su crisis. Si podía convertirme en el intermediario capaz de conseguir al especialista que lo curaría, nunca volvería a sentirme traicionado por la Providencia. Esa coyuntura feliz bastaría para explicar por qué estaba yo en Moscú: para justificar mi existencia.