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Como comandos que proceden con cautela para no malograr una incursión, así también nosotros apenas mencionábamos la operación. Los médicos habían manifestado categóricamente que ésta sería una lucha de vida o muerte, y que los rayos X sólo eran, en dicho contexto, un bombardeo preliminar. Aliosha parecía exteriormente muy sereno, pero las arrugas de tensión que le surcaban las sienes revelaban hasta qué punto sentía deseos de sobrevivir a su batalla.

Durante una semana, conocí mi propia angustia mientras esperaba que el jefe de administración me telefoneara, sin revelárselo a Aliosha, y mientras trataba de averiguar por qué había desaparecido de la clínica después de nuestra conversación. Entonces se precipitó una granizada de dos días, que pareció sepultar para siempre mi extraño encuentro con él, en la sala de espera. El renacer de mis esperanzas no fue más cruel que la noticia misma del cáncer, que había recibido en mayo; la promesa de una curación mágica no fue más extravagante que la sucesión de advertencias, súplicas y acertijos que una sucesión de desconocidos me habían susurrado el año anterior. Todo ayudaba a puntear la escena rusa con esa ocasional cualidad enigmática que nunca podría sondear. Aliosha y yo vivíamos días inusitadamente pacíficos, con algún trabajo parsimonioso en la cocina, y comiendo en un restaurante un tanto apartado para evitar el trajín de que nos vieran en los lugares de más categoría. Pasábamos las noches en casa, a la luz de la vela, y algunos visitantes quedaban tan convencidos de que no pasaba nada malo, que llegaban a quejarse por la falta de animación.

Para entonces, toda la experiencia de la enfermedad y el tratamiento se había convertido en una compleja charada que nos habíamos propuesto representar por razones inexplicables. O, cuando nos enfrentábamos con el olor de su piel chamuscada, reaccionábamos como si alguien nos hubiera gastado una broma pesada y tediosa. ¿Cómo tomas conciencia, seriamente, de que tu mejor amigo puede padecer una enfermedad mortal?

Nuestra realidad descansaba sobre la premisa opuesta... y con alguna justificación. El ungüento actuaba eficazmente sobre las quemaduras. Lo que era aún más significativo, las mismas «condenadas», como las llamaba Aliosha, habían empezado a responder a los rayos X: las protuberancias de las ingles y las pequeñas úlceras que se habían desarrollado sobre el abdomen comenzaban a reducirse y a ser menos dolorosas. Él «se palpaba» y reía.

—Escucha, hermanito, todavía eres un neófito en materia de emociones. Las muy cochinas ya están hartas... mira esto.

Yo miraba, y me esforzaba por sonreír ante la mejoría ofensivamente imperceptible. Pensaba que el extremo pesimismo del médico de Londres no había tenido en cuenta la resistencia de Aliosha. Además, ¿qué sabía yo? Prefería infinitamente seguir la política de Aliosha, más vigorosa que nunca. Se recuperaría. Aún viviría plenamente. Reduciría un poco su actividad y suspendería los viajes estivales que realizaba para absorber el amado sol meridionaclass="underline" sus propias investigaciones le habían revelado que los rayos ultravioletas intensos encerraban una amenaza permanente. Pero en el fondo se alegraba de que fuera así. De todos modos estaba harto del Mar Negro. Iríamos a la costa báltica, más fresca, con sus toques europeos. Y llevaríamos a nuestros mejores amigos.

—Todos apareados por diferencias de edades: Lady Anastasia con la «perrita» Maxi; tú con el viejo Aliosha.

Estas chácharas eclipsaban cualquier conversación seria acerca de su enfermedad. Incluso si ese maldito engorro existía, cosa que a veces poníamos realmente en duda, el tratamiento lo controlaría hasta el momento en que la operación lo eliminara por completo... y el éxito de esta última dependía sobre todo de su propia actitud optimista. Nada tan insignificante como los «cangrejos» podía desalentarlo. A veces incluso le notaba agradecido por un saludable cambio de perspectiva.

—El destino se ha apiadado y ha hecho por mí lo que no podía hacer yo mismo. Esos regateos cotidianos en el mercado, las carreras en pos de las faldas... ni un minuto para pensar. ¿Qué puede ser mejor que quedarte sentado en tu casa, con un timbre mudo? Cuando esto termine...

Nunca completaba el pensamiento, pero estaba implícito que su vida anterior había concluido.

Mientras tanto, su deterioro proseguía por etapas. A fines de septiembre, tuvimos un fragante veranillo de San Martín. Esa semana le habían programado un descanso preoperatorio en la clínica, pero los días estilo Vermont le reanimaron tanto que «Lujuriante» le dio permiso para salir, excepto en los horarios de los tratamientos. Incapaz todavía de considerarlo un paciente común, dejó que la lleváramos en coche hasta su casa para disfrutar de la conversación de Aliosha.

Luego fuimos a la playa de un río donde en otra época acostumbrábamos a pasar por lo menos unas cuantas horas de la mayoría de los días estivales, antes de viajar al Sur. Allí habíamos reclutado en los buenos tiempos a centenares de chicas en bañador, pero era aún mejor tenderse sobre la arena, disfrutando del sol otoñal que cobraba fuerza debajo de nuestros suéters. Nosotros dos solos —él siempre con un aspecto mucho más juvenil que el que correspondía a sus cincuenta años—, charlando acerca de su vida en el ejército y de la mía en la marina, y de las caminatas que haríamos juntos el año próximo por los Cárpatos. Al día siguiente fuimos en el coche a Arjanguelskoie, la antigua hacienda Golitsin situada sobre las márgenes del mismo río Moscú, a veinticinco kilómetros del centro... mucho más bella que cualquier otra casa solariega que hubiera visto en Europa, porque era más sencilla y más lírica. El nuevo restaurante para turistas extranjeros se hallaba poco concurrido, porque estábamos fuera de temporada, y conseguí que Aliosha comiera un cuenco lleno de borscht.

Pero cuando cambió el clima, decayó. Octubre se presentó húmedo y desapacible, y no protestó mucho cuando le anunciaron que era hora de que se internara para el descanso clínico completo. Después de una semana le permitieron salir durante unas pocas horas diarias. Dijo que quería conducir, pero pronto me pidió que cogiera el volante, comparándose, jocosamente, con la princesa del cuento infantil que sentía el guisante a través de veinte colchones y veinte edredones de plumas. El cuerpo había empezado a dolerle «en general».

Ahora salíamos cuando ya estaba avanzada la tarde. El tráfico de la hora de mayor aglomeración le levantaba el espíritu. A mediados de octubre, nos encontramos con los tanques que ensayaban para el desfile del Día de la Revolución... el mismo espectáculo que Anastasia y yo habíamos bloqueado con nuestro beso. En el trayecto de vuelta tuve que detener el coche para que vomitara.

 

Cuando recibí la llamada, necesité hacer una pausa para recapacitar. Antes de que mi memoria reaccionara, el jefe de administración empezó a disculparse por su desaparición, apaciguándome como un amigo de familia enfrentado con un problema confidencial. Y sentí que una corriente circulaba entre dos polos: uno de confianza en el hecho de que ese hombre lo arreglaría todo, y otro que me decía que era un impostor.

Me preguntó si le escuchaba. Aunque las cosas seguían su curso, el progreso realizado justificaba una entrevista. No era momento de festejar nada, pero «la lengua alimenta a la cabeza»: es una vieja costumbre rusa comer mientras se habla. Y en verdad algunas personas importantes habían accedido a conversar conmigo. Fijó la hora y el lugar.