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La velada fue más extraña que la suma de sus partes: mi lado optimista interpretó que la atmósfera era propicia, a la luz de la heterodoxia de semejante empresa. Algo andaba mal en alguna parte... y así debía ser para que a Aliosha le aplicaran un tratamiento que sólo se reservaba a los jerarcas. Alguien mentía, como era indispensable hacerlo para obtener piezas de recambio en las trastiendas. El mismo clima de disimulo aumentó mi esperanza... y mi nerviosismo. Cuando descubrí cuál de los dos sentimientos estaba justificado, ya era demasiado tarde.

El caviar había sido servido en pequeños recipientes helados. Siete porciones dobles, pero seis comensales. A primera hora, el jefe de administración atendió una llamada telefónica y anunció que el especialista se había retrasado. Empezamos sin él, con una rica variedad de entremeses que se servían invariablemente en las recepciones organizadas para homenajear a huéspedes oficiales de importancia. La cantidad de los asistentes me sorprendió más que el lujo: el jefe de administración no había dicho que invitaría a tantos profesionales. La comida fue coronada con especialidades georgianas, porque estábamos en un salón privado del famoso restaurante Aragvi, ateniéndonos a la costumbre rusa de abordar los temas importantes en el curso de un banquete.

Uno de los médicos me interrogó acerca de la historia clínica de Aliosha. Otro tomó notas. Eran muy distintos de los rusos que yo conocía, pero éstos nunca llegarían a la cúspide. Quizá no eran realmente médicos, sino una especie de administradores, tal vez ligados, incluso, al misterioso instituto. Pero como en muchos otros trances que se producían en la Unión Soviética, parecía incorrecto preguntar. Mencionaron un nuevo preparado alemán llamado «DMSO». Yo había hecho tantos esfuerzos por conseguirlo en Londres que la traducción rusa, dvujmetilovaiakissera, seguía grabada en mi memoria. Si ése era uno de los premios, valía la pena sufrir cualquier desasosiego en el recinto taraceado.

—¿Un poco más de vino blanco, joven? Vamos, necesita serenarse.

Levanté mi vaso —que un ejército de camareros llenaba constantemente con el contenido de una plétora de botellas— para sumarme a sus brindis de camaradería, e incluso les conté algunas afectadas historias sobre mi persona.

No hicieron nada práctico. Acordaron someter a Aliosha a un examen exhaustivo, partiendo desde cero. Y que volveríamos a encontramos pronto... sin duda para que ellos pudieran seguir escudriñándome: los cinco pares de ojos registraron mis movimientos como cámaras de televisión mientras seguíamos la costumbre georgiana de vaciar el último vaso. Quizá les intimidaba el viejo temor reverente a los norteamericanos, aun a ese nivel. Todos habían manifestado una curiosidad infantil por los detalles de mi vida en Nueva York.

Afuera me preguntaron, con exagerada solicitud, cómo volvería a la residencia estudiantil. Contesté que cogería el metro y ellos subieron a sus coches, evidentemente divertidos. ¿Al pensar en un norteamericano que marchaba a pie mientras a ellos los trasportaban sus chóferes? No sabía con certeza si les interesaba Aliosha o, en el fondo, si habían sido apocados o arrogantes conmigo.

Empezó vendiendo harina para algo llamado «buñuelos franceses», más tarde rebautizados «buñuelos soviéticos», claro está. Su padre había sido siervo. Consiguió hacer fortuna porque trabajaba más que el mujik común, y no necesariamente porque fuera más sagaz. Todos le llamaban «abuelita», incluso sus empleados. Esto me desorientó durante años. Pensé que era su verdadero nombre...

Estábamos aparcados junto a los Estanques de la Juventud Comunista, en una esquina residencial rica en follaje, mientras Aliosha iba desgranando sus recuerdos. Ahora mencionaba con más frecuencia a su familia, aunque aparentemente se contenía antes de narrar lo que deseaba. Como yo sospechaba que se franquearía cuando llegara el momento oportuno, me abstuve de formular preguntas.

Esa tarde, su abuelo fue el que más me intrigó: un campesino convertido en hacendado, que tenía mucho en común con el personaje descrito por Gorki. Un hombre astuto, a veces despótico, muy indulgente con su nieto único y principal heredero. Aliosha se había criado bajo su techo y su dominio.

Su madre, una mujer tímida, asistió a buenas escuelas hasta que conoció a su futuro padre en una dase de arte. Cuando le confesó al Abuelo que estaba embarazada, el viejo rugió que el pintor apenas se hallaba en condiciones de bastarse a sí mismo, y que jamás podría mantener a una esposa y un hijo. Le dio al joven artista un talego lleno de rublos y un billete de tren para Tashkent.

Cuando Aliosha cumplió un año, su madre cedió al ruego de las cartas que le entregaba el intermediario, un leal estudiante de arte, y siguió a su amado hasta la agreste Asia Central. El pequeño se quedó en casa mientras ella descansaba supuestamente en las termas, con el plan de reconquistar al Abuelo cuando regresara casada. Al fin y al cabo, eran los tiernos padres del niño que él mismo adoraba. En Tashkent contrajo la fiebre tifoidea y volvió al cabo de seis meses y no de dos semanas... para morir. La tía de Aliosha, que vivía en Rostov, fue llamada para que ayudara a cuidarlo, pero a los doce años demostró ser incontrolable y se crió principalmente en las agitadas calles de Moscú.

La única persona que tal vez habría podido dominarlo también murió prematuramente. La ruina del tenaz y viejo abuelo fue gradual, y empezó cuando después de la Revolución le confiscaron casi todas sus propiedades. Luego le devolvieron una parte de ellas en virtud de la táctica posterior de Lenin de alentar la pequeña empresa privada para resucitar la moribunda economía del país, pero Stalin volvió a la política anterior, con mucha más violencia. Quienes habían sido estimulados para que cultivaran sus propios huertos fueron los primeros a los que se obligó a volcar sus cosechas en las cestas bolcheviques. El Abuelo pagaba impuestos especiales, y a continuación aparecían nuevos recaudadores. Vendió todo, pero las tasaciones aumentaron y fue a la cárcel por moroso. Nunca se conoció con exactitud la causa de su muerte. A Aliosha le llegó el rumor de que alguien le acusó de acaparar oro y de que le privaron de víveres para hacerle confesar dónde guardaba su fortuna inexistente. Mas el joven Aliosha carecía de medios para investigar la verdad. Después de la guerra, cuando adquirió la experiencia necesaria para explorar esos misterios, los legajos ya habían desaparecido... si es que habían existido alguna vez.

—¿Y tu abuela?

—Partió con mi tía rumbo a su vieja aldea donde había más probabilidades de que nos salváramos. Hicieron denodados esfuerzos por retenerme allí, pero, por supuesto, me fugué.

Nos disponíamos a ir a una sesión temprana de cine, cuando me pidió que diera una vuelta por detrás de un edificio de apartamentos que miraba hacia la hermosa plazuela donde había estado aparcado el Volga.

—¿Sabes lo que fueron antes los Estanques de la Juventud Comunista? —preguntó.

—Algo mejor.

Recordé que a veces se desviaba de su trayecto para pasar por ese lugar, atraído, pensaba, por su toque de campiña rusa.

—Eran los Estanques del Patriarca. Les cambiaron el nombre.

Pero eso fue algo más que el pretexto para uno de sus discursos sobre la nueva nomenclatura de todos los parajes evocadores del país. En el solar del edificio que ahora íbamos a ver se había levantado uno de los dos hoteles de su abuelo. Éste, además, había albergado uno de los mejores y más divertidos restaurantes de la ciudad, un emporio de muchachas gitanas, mercaderes pródigos y personajes excéntricos, de cochinillos y otros cien deliciosos y ya olvidados manjares nativos. Un auténtico microcosmos del Antiguo Moscú, con salones privados para las juergas y treinta variedades de vodka... y, en verdad, había figurado en un ignoto libro titulado Moscú y los moscovitas, que ensalzaba las madrigueras más pintorescas de la época prerrevolucionaria.