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—Lo demolieron en 1933. Costaba demasiado administrarlo sin la presencia del Abuelo. Y además, no encajaba en la nueva capital soviética. Daba origen a asociaciones contraproducentes, la llenaba de dinamita.

De pronto comprendí muchas cosas. Si no hubiera sido por la Revolución, Aliosha habría heredado una pequeña fortuna, y podría haber sido exactamente el playboy que él soñaba ser en California. Pero hasta ese momento nunca había insinuado siquiera que los quebrantos personales eran los que le impulsaban a escarnecer el sistema soviético. Cuando vituperaba la opacidad y el «antihedonismo» de la vida moscovita nunca comentaba que su abuelo había contribuido involuntariamente al gran despliegue de jolgorio y color. Quizás en esa historia había algo que le avergonzaba; quizás sólo las reflexiones sobre la vida y la muerte —le iban a operar al cabo de una semana— resucitaban esos recuerdos. De todos modos, no podía preguntárselo: la evocación de su abuelo le había fatigado; por el momento no quería seguir hablando.

Yo sólo estaba empezando a barruntar. Me pareció que me faltaba poco para comprender qué relación existía entre su inteligencia y su sabiduría, por un lado, y la informal lascivia que inicialmente me había atraído en él, por otro. ¿Acaso su propensión a alimentar a las chicas de Moscú era un vínculo inconsciente que le unía al posadero autodidacta que le proporcionó el único modelo de solidez, en su fluida infancia? ¿Era ésa, en todo caso, la fuente de su energía extraordinaria, de su racionalismo y de su rapidez con los números?

La persecución que había sufrido el Abuelo me recordó algo que, según intuí, sería aún más importante cuando lograra localizarlo. Afloró mientras asistíamos a la proyección de la película: Aliosha estaba más próximo a Till Eulenspiegel que al Granuja de Peck con quien acostumbraba a identificarlo. Sus aventuras trashumantes habían sido estimuladas, como las del muchacho alemán, por una inexplicable caza de brujas emprendida en pos de un Abuelo inocente. Correctamente interpretados, él y sus bromas pesadas tenían los rasgos de una leyenda del siglo XX. Y las juergas, comprendí súbitamente, no habían sido absurdas, sino que simbolizaban la condición rusa tanto como el Festín durante la peste de Pushkin. Aliosha se encargaba de perpetuar esta tradición.

Fuimos a la Oficina de Consultas Jurídicas. Había transferido sus mejores casos, y ahora esperaba una participación subrepticia por la defensa del hijo de un ex viceministro. Las instrucciones que el fiscal recibió del Partido determinaron que ese fuera un juicio fascinante. Pero todos mis pensamientos giraban en torno a la epopeya de Aliosha y su abuelo. En ella había mucho más que un siglo de episodios tristes, alucinantes y triunfales; mucho más que la crónica turbulenta de una familia campesina. Era una alegoría en ciernes de la vida nacional, porque el Abuelo representaba a la clase incesantemente emprendedora y ambiciosa que habría tomado las riendas del país si no lo hubieran hecho los cuadros bolcheviques, y en otras circunstancias también Aliosha podría haber sido lo opuesto de un hedonista.

Durante el resto del día, tuve que hacer un esfuerzo para no exclamar que Aliosha debía escribir la historia de su vida. Por fin había llegado a calibrar toda su importancia. Sería una saga cautivante: sólo los retratos de sus clientes, esa interminable sucesión de bribones e infelices, prometían un centenar de anécdotas fabulosas. Combinadas con la crónica de sus propias peregrinaciones, revelarían más que cualquier otro testimonio acerca de Rusia, y de lo que la Idea Rusa representaba en el campo de la vida, la política y la literatura. Y él era el hombre indicado para escribirla. La estructura elegante de sus alegatos jurídicos, la cómica espontaneidad de sus cartas y la vivacidad de su conversación garantizaban que con un esfuerzo mínimo se convertiría en una obra maestra de la narrativa. No podía permitir que todo esto muriera... razón por la cual, precisamente, no encontraba una forma delicada de decírselo.

Comimos un bocado, encendimos las velas y nos instalamos en nuestras sillas. Como si hubiera leído mis pensamientos, empezó a hablar nuevamente acerca de las dotes de su abuelo. El viejo sabía predecir qué campesino produciría el mejor trigo para determinados molineros y panaderos; y aunque Aliosha casi no lo había advertido en su infancia, dicha aptitud, prácticamente olvidada en el país, adquiría ahora una extraña importancia para él. Incluso alimentaba el proyecto de escribir sobre el tema, y de agregar al mismo tiempo algunas observaciones sobre su propia vida.

Me levanté de un salto para aplaudir. Sacaría el manuscrito clandestinamente, dije, para apremiarle... y si conseguía probar que su padre era judío, para emigrar, los derechos de autor le permitirían vivir holgadamente en el extranjero. Le insté una y otra vez a empezar. Lo que no dije fue que si la operación no tenía un desenlace favorable, por lo menos quedaría un testimonio de que él era un fenómeno excepcional. Pero esto también lo intuyó.

—Trato hecho. Debo dar a luz un hijo. «Mi Versión», corregida y traducida por muchacho.

El día siguiente transcurrió sin el comienzo prometido. Y al otro día, a primera hora, tuvimos que acudir a la clínica para que lo examinara el jefe de consultas. Procurando no rezongar, mencioné tantas veces como pude las Confesiones, como ya las habíamos titulado, sugiriéndole que empezara con un magnetófono. Tuve la descorazonadora sensación de que ese proyecto se sumaría a los otros cien que había olvidado para correr detrás de una chica, o para improvisar una cena. Esta vez, empero, la omisión era más lógica y menos admisible. Era demasiado tarde. Aliosha podía seguir vegetando, pero estaba demasiado agotado para una empresa de tanta envergadura.

—Sí, debo hacerlo —repetía constantemente—. Quiero hacerlo.

Al día siguiente habló de empezar después de la operación, cuando tuviera la mente más despejada y necesitara una actividad constructiva para llenar las aburridas semanas de convalecencia. Pronto decidí dejar el tema para mejor oportunidad. Los recordatorios no hacían más que deprimirlo.

Releí sus cartas del verano para verificar si era posible encajarlas en algún género literario, pero todas ellas se circunscribían a revelar, en tono humorístico, los pensamientos que le inquietaban en ese momento.

 

¡Albricias, Soldadito!

Aquí, todos los que se enteran de tu temeraria intención de visitar a un viejo camarada se sienten muy conmovidos por esa manifestación de lealtad. «¡He aquí un verdadero amigo!.», dicen, a lo cual respondo que yo comparto esa virtud, porque si te sucediera algo malo, Dios no lo permita, querría correr inmediatamente hacia ti. Además, incluso te visitaría allí sin necesidad de una excusa convincente, sin el pretexto de una indisposición... Ciertamente, no podré embarcarme durante los próximos días. Voy a embriagarme con algo llamado cobalto...

 

A continuación pasaba a describir las gafas ahumadas que necesitaríamos para nuestras vacaciones en Hungría, tan pobladas de fantasías. Tuve la impresión de que si lograba completar su libro, todo se salvaría. Pero en ese caso, no le haría falta escribirlo.

Dos días más tarde iniciaría el tratamiento final con cobalto.

 

Cuando nuestra «velada preoperatoria» ya estuvo muy avanzada y Aliosha hubo bebido como no lo hacía desde mayo, empezó a llamar a sus amigos de los años 50. Llegaron en el curso de una hora en sus nuevos Fiats soviéticos: productores de cine, administradores de teatros, compositores de canciones que subían por la escalera blandiendo botellas, como actores de segunda fila invitados por un magnate de Hollywood. Sus queridas engrosaban las filas de las ex amantes de Aliosha, y las peroratas intelectuales y filosóficas con que trataban de deslumbrar a las veintenas de ninfas y de impresionarse a sí mismos ponían un toque de seminario espontáneo sobre el estado de las artes y del alma a lo que por lo demás era una jarana desenfrenada. El bullicio era tan estridente que ni siquiera se podía escuchar la voz de Ray Charles. Cuando se agotó el espacio disponible la gente empezó a situarse sobre las pilas de madera terciada para los armarios de la cocina. Era una de esas fiestas cuya misma diversidad genera una vida unificada propia.