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Gradualmente se fue haciendo notoria la presencia de dos policías de paisano. Dijeron que les había atraído el estrépito, pero quizá venían a investigar por qué había una docena de coches aparcados en el patio y la calle.

—¿A qué se debe tanto jolgorio, ciudadanos?

De pronto todos recordaron por qué estaban allí, realmente, y se paralizaron en mitad de sus movimientos. El silencio fue suficientemente tenso para convencer al detective de que había descubierto algo sospechoso. Por fin el mismo Aliosha rompió el hielo con su rostro más inexpresivo.

—Este año se ha adelantado un poco la fecha, mariscal. Estamos recibiendo el Año Nuevo judío.

Un sentimiento de alivio —ése era el viejo Aliosha, que jamás cambiaría— matizó el alarido general. Pero terminada la risa, sólo unos pocos juerguistas obstinados pudieron olvidar dónde estaría Aliosha al día siguiente. La fiesta perdió brillo bruscamente al cabo de una hora, todos habían deseado afectadamente merde a Aliosha y se habían ido. Él se paseó por el cuarto vacío, succionando las últimas gotas de las botellas y proclamando que le importaba un carajo lo que unos estúpidos cirujanos pudieran encontrarle en las entrañas.

A la mañana siguiente fuimos a la Enfermería de la Orden de Lenin bautizada en homenaje a S. P. Botkin: un prestigioso hospital clínico situado en el mismo conglomerado de institutos médicos. La operación estaba programada para cinco días más tarde, después de los análisis, el descanso y los preparativos, A Aliosha le preocupaba lo que haría yo con mi tiempo, y por un momento habló de cancelarlo todo. Si debía morir —cosa que no creía ni remotamente— moriría, sin el engorro de que le cortaran y lo abrieran. Después se controló nuevamente, ratificando el optimismo de última hora.

—Kovo ebat budiem —dijo cuando apareció el hospital, pero con voz muy débil, y lamentó haberlo intentado.

Me indignó la insensibilidad de los floristas instalados fuera del edificio. Hay gente capaz de traficar con cualquier cosa. El personal se mostró más comprensivo, pero se negó amablemente a dejarme entrar en su sala. Nos despedimos rápidamente y él se alejó por el pasillo balanceando mi bolsa de BOAC, que contenía sus objetos personales. Orgulloso de la bolsa, le pidió a la enfermera una bata de hospital de «análogo élan». Cualquiera que no supiese la verdad lo habría tomado por un hombre lleno de brío, en la flor de la vida.

 

Un segundo otoño moscovita es mucho más lúgubre que el primero. Cuando a la novedad sucede la certidumbre de lo que te espera, el ingreso en el invierno se parece a los primeros meses del servicio militar. Como castigo, ese año tardaron más en presentarse las compensaciones de la nieve y el aire escarchado. En cambio tuvimos lluvia, tiempo desapacible y la cruel trampa de torvas fuerzas climáticas. El Entorno Determina la Conciencia.

La penumbra vespertina era peor. Me sentía entre las garras de aquello que había atrasado durante siglos a determinadas regiones de Europa; Eslovaquia, Albania, Transilvania. Mi nueva habitación miraba hacia una pequeña estación ferroviaria, llena de mugrientas pilas de traviesas y de saludos al Vigesimocuarto Congreso del Partido. ¿Cómo podían haberme parecido extraños en el día de mi llegada? Las mismas consignas hacían morisquetas como cretinos desde todos los recintos públicos. Otro cartel, incluso el próximo programa de radio, me haría perder la paciencia.

Mi nuevo compañero de habitación había sido cortado del paño de los estandartes del Partido: apuesto y ambicioso, afiliado a la Juventud Comunista, hablaba con lenguaje de periódico. No teníamos ningún tema en común. Joe Sourian se había ido, junto con su cuarto lleno de revistas y distracciones, que cumplía una función idéntica a la de la cantina del cuartel cuando te aburrías en la residencia. Como para subrayar la pérdida, Edward, el mismo que suplicaba compasión a los occidentales, porque los delataba, ocupaba ahora la antigua habitación de Joe. No conocía a ninguno de los nuevos estudiantes que formaban parte del programa de intercambio, y tampoco quería trabar relación con ellos durante el período inicial en que se hallaban sometidos a la tutela de la embajada.

Cuarenta y ocho horas antes de la operación, cuando colocaron a Aliosha en una sala aislada donde las agujas radiactivas completaban la preparación de sus úlceras, la incertidumbre y la soledad de mi cuarto de la residencia cruzaron algún umbral de tolerancia. Telefoneé al jefe de administración del instituto. A pesar de lo que ya sospechaba acerca de él, subsistía la posibilidad de que pudiera obtener lo que había ofrecido, y maldije los escrúpulos que me habían hecho esperar tanto tiempo.

Trató de hacer pasar por alegría la sorpresa que le produjo mi llamada y prometió telefonearme a la mañana siguiente... cosa que hizo. Esa noche, acudí a la segunda entrevista.

Se celebró en una habitación más pequeña, con menos comensales y un ágape proporcionalmente más modesto. La atmósfera era aún más extraña. Formularon referencias ocasionales a la ayuda mutua, pero sólo hubo insinuaciones de que dicha ayuda pudiera alcanzar a Aliosha. Me preguntaron por mi salud, como si yo fuera el objeto de «nuestras consultas». Hicieron muchos comentarios con la expectación ligeramente exagerada de un grupo de aficionados que interpretan una obra policíaca, y los largos silencios que se producían entre un parlamento y otro sugerían que mis compañeros de mesa representaban el papel de los cadáveres. Nos servimos nuestro propio vodka. Yo bebí y no sentí nada.

El especialista, explicaron, estaba realizando un largo viaje por el extranjero. Pero la cooperación entre pueblos de buena voluntad nunca dependía del progreso de un solo paciente. Sólo nos quedaba esperar.

El putrefacto señuelo de la curación de Aliosha me quitó el apetito. Me resultó fácil intuir que me había metido en algo sucio, pero no sabía cómo zafarme. Alguien acotó que el tratamiento actual de Aliosha era terriblemente costoso, pero «por supuesto» el Estado del Pueblo nunca se mortificaba por esas menudencias. La amenaza era al mismo tiempo disparatada y reaclass="underline" quienesquiera que fuesen esos hombres, ciertamente tenían algún nexo con la atención médica que recibía Aliosha.

Uno de ellos murmuró que se hacía todo lo posible. Quizás era un médico auténtico y se sentía avergonzado. Me dieron a entender que no debía preguntar por el jefe de administración, que no estaba presente ni fue mencionado. El latoso que tenía a mi izquierda estaba empecinado en saber dónde había intentado «adquirir» los medicamentos occidentales que Aliosha me había pedido. No pude especificar en qué aprietos podría meternos eso, pero su tono daba a entender que sabía que provenían de un fondo de la CIA, y yo ya empezaba a desarrollar la capacidad de sopesar mis palabras desde todos los ángulos posibles, sin perder por ello mi aspecto de palurdo deslumbrado por el brillo de la civilización. El instinto me decía que debía ser locuaz... e insustancial. Mi descripción prolongada y seria de la frialdad de la clínica de Londres para con los extranjeros estuvo destinada a expresar un vehemente anhelo de condenar los archiconocidos defectos del capitalismo con toda mi candidez norteamericana, mientras ganaba los segundos indispensables para barruntar lo que podía ser peligroso para Aliosha o para mí. Creo que mi pantomima los convenció, pero también me comprometió doblemente. Cuanto más cordial me mostraba para eludir una amenaza ominosa, tanto más me convertía en su favorito.