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No cesaba de repetirme que había cometido una estupidez al solicitar yo mismo esa segunda entrevista, porque sólo había logrado reavivar su interés. Y poco a poco descubrí al hombre —Bastardo— que se convirtió en mi perseguidor cuando terminó ese banquete y tuve que compartir a solas con él una serie de cenas tan macabras como los cuadros de Goya sobre la guerra. No dijo nada, pero sus ojos se pegaron a mi piel como sanguijuelas, hasta el punto de que sentía su negrura incluso cuando le volvía la espalda. La verruga que adornaba su carrillo parecía extraída de una pesadilla.

 

Marchaba con largas zancadas, pero no avanzaba hacia su sala, como si estuviera caminando en sentido inverso sobre una banda trasportadora de pasajeros, en un aeropuerto. Cinco días de exámenes y descanso, la operación, luego cuatro días durante los cuales no pude verlo y sólo me decían que su estado era «el que se había previsto». Cuatro días durante los cuales empecé a escribir nada, menos que un artículo académico porque eso era lo único que me servía para matar el tiempo. Y ninguno de los malabarismos que hice con el libro de peticiones especiales fue suficiente para persuadir al personal del hospital.

Pero la autorización que me concedieron esa mañana era un buen síntoma. Habitualmente a los pacientes operados sólo les podían ver sus familiares más allegados, y no habrían hecho esa excepción conmigo si las cosas hubieran salido mal. Aliosha estaba en el final del refulgente pasillo, si alguna vez conseguía llegar hasta allí. El millar de cosas que debía decirle se redujo a dos o tres. La operación tenía que salir bien. Todas las otras alternativas eran impensables.

Llegué a la sala. Estaba limpia, no albergaba demasiados pacientes y exhalaba un reconfortante olor a antiséptico. Pero las figuras postradas sobre los lechos quebraron mis ilusiones como si fueran frágiles ramitas secas. Me di cuenta de que estaba cruzando el Estigio.

La mayoría de los pacientes no tenían suficientes fuerzas para gritar y sólo podían sumarse a un coro de gemidos, relevándose el uno al otro para mantener la modulación constante mientras el primero recuperaba el aliento. ¿Aliosha estaba entre esos despojos torturados? Hacía poco más de una semana se había alejado por el pasillo, saludándome con la mano. Cualquiera que fuese el mal que le corroía por dentro, y exceptuando las quemaduras de los rayos X y unas náuseas ocasionales, no tenía nada en común con ellos.

Algo me impulsó a seguir mi camino. Era la primera vez que veía una sala de operados de cáncer, en Rusia o en cualquier otro lugar. Recordé los bosquejos de Tolstoi sobre los heridos de la guerra de Crimea. Una parte de mí anhelaba trocar mi cuerpo por el de él, y otra parte deseaba aceptar que todo estaba concluido y echar a correr. Entonces le vi. El remedo amarillo de su cara, mirando hacia el techo, con un vacío en lugar de su chispa habitual. Toda la teoría, los planes y la lógica que nos habían nutrido desde mi regreso se consumieron en un fogonazo efímero como una tira de magnesio.

Respiré profundamente y pronuncié su nombre. Durante el largo minuto que transcurrió desde que me oyó y volvió la cabeza hasta que consiguió musitar algo entre dientes, me acometió un sentimiento de culpa por haberle molestado. Hubo de repetir sus palabras porque no logré descifrar ese murmullo.

—Hola, muchacho... lugar para sentarte.

La enfermera me advirtió que desde que había pasado el efecto de la anestesia, tenía «bastantes» dolores. Temí descomponerme.

Sus ojos intentaron sonreír. Eran los mismos, pero parecían muy distintos, como los faros de un coche destruido en un choque espantoso, pero encendidos aún después del accidente. Todo lo demás había degenerado. Estaba envuelto en vendajes desde los tobillos hasta la cintura y debía yacer en una posición encogida, prescrita por los médicos para la recuperación postoperatoria. Pero lo que me indicó que nunca volvería a ser el Aliosha que conocía todo Moscú, ni siquiera durante el tiempo necesario para rematar un solo chiste, fue la traspiración de debilidad que encontré cuando me incliné para besarle.

Su rostro estaba demacrado y su boca había empezado a hundirse, en razón de lo cual tenía un tétrico parecido con su tía de Rostov, vagamente troglodítica. El envejecimiento súbito de algunos hombres que parecen durante mucho tiempo más jóvenes que lo que en realidad son, sólo constituía un elemento de su transformación. Había caído en la decrepitud.

Recordé al joven internista que le había enviado urgentemente al Instituto para Especialización Médica Avanzada. Al salir del apartamento de Aliosha después de una visita, en septiembre, no pudo resistir mi interrogatorio y confesó su diagnóstico personaclass="underline" el cáncer era furiosamente maligno y ya se había extendido a algunos órganos internos. Sólo la complexión de Aliosha conseguía mantenerle en pie. ¿Y la operación?, inquirí. Sólo había una probabilidad en un millón de que sirviera para algo. De lo contrario lo debilitaría... y la metástasis se produciría aún más rápidamente. Entonces él, el inteligente muchachito judío que amaba a Aliosha, repitió casi al pie de la letra el consejo del aristocrático facultativo londinense que en lugar de extender las recetas que necesitaba el paciente, me había instado a «ayudarle a prepararse para morir». El inglés estiró los puños de su camisa comprada en Bond Street, en tanto que el amigo de Aliosha se desesperó junto conmigo.

—Sólo soy médico —dijo, gimoteando como un niño. Pero ambos especialistas temían que la operación sirviera únicamente para acortarle la vida. Y ambos tenían razón.

Supe todo esto antes de que Aliosha y yo cambiáramos una palabra. Y él supo que yo lo sabía. Pero también estaba profundamente agradecido por mi presencia... tanto más cuanto que no había sospechado que podría convencerles de que me dejaran entrar en su sala. Como si ello representara un sacrificio importante, me preguntó si podría quedarme hasta que la enfermera me ordenara salir. Pero se calló mucho antes de que llegara ese momento: estaba demasiado débil para hablar.

 

El personal me dejaba entrar todos los días. Fueron los únicos rusos, entre todos los que conocí, que se sentían abochornados por los regalitos... que no deben confundirse con sobornos, porque ellos querían cooperar. Y los floristas que antes había censurado parecían prestar un noble servicio, sobre todo desde que dejé de llevar golosinas. Estas, que permanecían intactas sobre la mesita, se convertían en símbolos de mal agüero. Además, estaba sorprendentemente enamorado de los «ramilletes», como si así quisiera compensar la pérdida de su apetito. Cuando yo entraba me miraba las manos, como un niño que aguarda el regalo que le traen sus padres al regresar a casa.

 

Bastardo era una caricatura de su institución. Todas las conversaciones de tipo general y las historias específicas que había oído sugerían que muchos oficiales de la KGB se destacaban por su aspecto, su inteligencia y su educación. Los cuadros modernos estaban integrados por un alto porcentaje de individuos esencialmente dignos: el amante de Masha en Perm, un perezoso agente de Yalta que fue dado de baja por alcoholismo y que luego se hizo amigo de Aliosha. En una oportunidad Chinguiz comentó que el jefe de la KGB en una ciudad del Volga donde él había trabajado era el hombre más ilustrado que había en muchos kilómetros a la redonda. Lo que me colocó a merced de ese repulsivo mercenario fue solamente mi mala suerte. Yo no cesaba de esperar que enviaran a un sustituto.

La primera sensación que me produjo cuando quedé a solas con él fue la de perversidad disfrazada de arrogancia. Estaba permanentemente enojado... con su propio aspecto físico, cuando no tenía nada mejor a mano: con el error que había cometido la naturaleza al conferir talante de bedel a un Prohombre.