—¿Por qué ninguna otra persona me cuenta estas cosas? —le pregunto.
—¿Quién podría contártelas? A los disidentes les eliminan silenciosamente, para evitar la publicidad. Quienes conocen un caso concreto saben que les sucederá lo mismo si lo divulgan. Es una mafia de la protección: las víctimas callan porque tienen miedo. A los extraños como tú les resulta difícil descubrir cómo funcionan realmente las cosas.
Chinguiz se siente casi tan enojado con los extraños que interpretan erróneamente la vida soviética como con los apparatchiks de la KGB que, según dice a veces, constituyen el verdadero Gobierno del país. Piensa que la ingenuidad de los izquierdistas occidentales es tan desmesurada como la hipocresía de la dictadura: «ambos se refuerzan recíprocamente». Cuando navegaba, aproximadamente una tercera parte de los tripulantes estaban autorizados a desembarcar en los puertos de los países capitalistas. Los restantes no inspiraban suficiente confianza, o sea que no eran ideológicamente intachables y genealógicamente puros. (Ni siquiera se admitía a quienes tenían parientes en el mundo occidental o a quienes mantenían relaciones con extranjeros en Rusia.) Quienes obtenían el codiciado permiso no podían abandonar la nave durante más de cuatro horas seguidas, debían bajar en grupo, sólo podían transitar por las calles céntricas, y en todo momento estaban custodiados por un supervisor de la KGB. Los supervisores también eran vigilados por un informador secreto que formaba parte del grupo, y por el personal de la KGB incorporado a las misiones comerciales soviéticas que actuaban en los puertos en cuestión.
—Una buena parte del tiempo libre transcurría en recepciones organizadas por organizaciones de amistad con la Unión Soviética. Unos caballeros vestidos con trajes de tweed nos daban la mano, complacidos consigo mismos. Les gustaba fingir que todo marchaba normalmente: sólo unos muchachos soviéticos en tierras extrañas, sabes, como si fueran simples marineros, pero mejores, por supuesto. Hablaban de la cultura y las realizaciones soviéticas.
Si uno les hubiera explicado que los dos tercios de la tripulación no podían desembarcar en la ciudad, no lo habrían creído. Pero lo importante es que nadie trataba de explicárselo. Los matones de oídos aguzados estaban muy activos, circulando por el bullicioso salón, y habría bastado una palabra suya para que el indiscreto se sumara a quienes no podían bajar a tierra.
A Chinguiz, empero, hay que verle también en el contexto ruso, y no en el del liberalismo occidental. Para empezar, desconfía del liberalismo y de las sociedades que lo nutren.
—Rusia está sometida a tremendas influencias occidentales —dice—. Por desgracia, la mayoría de ellas son nocivas. El noventa por ciento de lo que nuestro pueblo anhela es lo más barato, lo más vulgar del brillo capitalista. Esto es válido sobre todo para nuestra generación de la escuela de segunda enseñanza, cuyos ideales están a la altura del cromo y de la goma de mascar. Y lo mismo sucede con los artistas: sus ciegas imitaciones de las espúreas tendencias occidentales pueden producir náuseas. Tantos individuos «listos» que adulan, posan, plagian, que hacen pasar por obras de arte sus copias sin valor por el mero hecho de que se podrían vender en San Francisco... La paradoja consiste en que nuestras campañas contra el mercantilismo occidental estimulan nuevas imitaciones vacías. Las prohibiciones no hacen sino debilitamos y ponernos a merced de un envilecimiento y una desmoralización mayores, cuyos vehículos son las basuras occidentales más triviales.
En síntesis, Chinguiz es un neoeslavófilo, convencido de que Rusia debe desarrollarse siguiendo su propia vía y evitando los excesos occidentales. No comprende que precisamente esta actitud, caracterizada por un idealismo poco realista y por la renuencia a aceptar los defectos —y también las virtudes— de la libertad es a su vez un reflejo de los perennes problemas de Rusia. Al igual que Solyenitsin, es mucho más apto para diagnosticar los males que para confeccionar remedios caseros.
De todos modos, esto es secundario. Lo que más preocupa a Chinguiz es la situación del campesinado soviético. Dos veces al año visita a su madre, quien después de la guerra se trasladó a una granja colectiva situada al norte de Moscú. Como no puede subsistir más de una semana con su insignificante pensión, ha vuelto a trabajar —por un saco mensual de harina y unos pocos rublos en metálico— a los setenta y tres años. Así consigue el pan que necesita para llenar el estómago, pero pasa meses sin ver una patata (y ni pensar en carne, con excepción de la de sus propias gallinas), hasta que asoma Chinguiz.
—Yo le llevo un saco de patatas a ella, a la granja. Esa es la vida del campesino. En su granja quedan pocos hombres capaces. Todos han huido, aun sin documentos. Trabajan las mujeres, los niños y los pensionados. Incluso los animales deberían comer mejor de lo que lo hacen ellos.
Aunque Chinguiz parece resignado cuando habla de estos asuntos, temo que un día estalle y vaya a reunirse enseguida con su amigo que ha sido expulsado y deportado. La semana pasada, seguramente para sublimar su protesta contra la autoridad, se presentó en el apartamento de un profesor de Historia que recibe a Natasha y a otras muchachas bonitas con problemas de estudio. Durante la feroz discusión que se produjo cuando Chinguiz le exigió que dejara de aprovecharse de las jóvenes, ambos amenazaron con arruinarse recíprocamente. Al fin, Natasha quedó en libertad. Como si fuera la heroína de un drama de la vida real, a la que acabaran de rescatar, espera frente a la puerta de Chinguiz, con la adoración reflejada en los ojos.
Dos docenas de suicidios cada año. Pero algunos dicen que son muchos más. Raramente el motivo superficial es la plaga de Harvard: el temor al fracaso académico. En algunas mentes, la sucesión de días invernales produce una depresión cósmica que antes recibía el nombre de «histeria ártica». Los vapores de la impotencia descienden, tan espesos como la bruma matinal congelada, y ocultan todo rastro de sendero o refugio. Cuando no hay una meta hacia la cual encaminarse ni un objetivo en el cual fijar la mirada, los lastres del país se tornan personales, y por tanto intolerables. La nostalgia de los trabajadores desharrapados por el difunto verdugo —«En tiempos de Stalin se podía conseguir un pichel de cerveza auténtica; él se preocupaba por la gente»— refleja la naturaleza absurda de sus pretensiones. El frío anestesia misericordiosamente el dolor. Uno sólo siente que el infinito vacío exterior se ha posesionado de sus entrañas, y que la muerte puede ser un medio adecuado para evadirse de la hegemonía de las fuerzas grises.