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Los dolores atroces duraron dos semanas. Le habían extirpado fragmentos del recto, sumando la humillación de un ano contra natura al elemental tormento físico. Los sedantes sólo aliviaban esporádicamente las quemaduras, los alfilerazos y las estocadas de sus «condenadas», como él las llamaba, procurando bromear. Su antigua doctora rubia, que ya no se ocupaba de su caso, me informó que la localización del mal lo convertía en uno de los pacientes que sufrían más intensos dolores.

Algunos días su estado era más soportable de lo que yo había temido. Al fin y al cabo eso era lo peor que podía suceder, y el mundo no se había derrumbado. De alguna manera lo sobrellevábamos. Otros días, el calificar de «vida» su padecimiento sólo era parte de la pesadilla. Antes de visitarlo, empinaba una botella.

Exceptuando sus espasmos y sus retorcimientos, no se había movido de la torturante postura de recuperación. A continuación le quitaron las vendas, y esto se tradujo en una sensación de alivio y en el primer estímulo psicológico, indirectamente reforzado por el programa de convalecencia que estipulaba que debería ponerse en pie al cabo de otra semana. En sus mejillas apareció un toque de color, y volvió a bromear, débilmente.

—Todo el pueblo soviético se afana día y noche para hacer donaciones de trabajo al histórico Vigesimocuarto Congreso de Nuestro Partido. Esta inoportuna indisposición me impide elevar mi índice personal de producción, pero ello no es más que un ligero golpe para mi moral.

Había pedido que le entregaran anticipadamente las muletas y le gustaba coger las empuñaduras, instándome, mientras tanto, a conseguir algunos discos de los Rolling Stones para que pudiéramos blandirías y vivir «un poco alocadamente» cuando él saliera del hospital.

—Conoces mi debilidad por la buena música —dijo, para disimular nuestras intenciones de traficados, engañando al micrófono imaginario implantado debajo de la cama... y también para convencerse y convencerme de que tendría por lo menos un período de vida normal.

Faltaban setenta y dos horas para el «día de los pinitos». Todos nuestros planes se acomodaban a los «dos o tres años más». Hasta que entré en la sala en una mañana soleada y el terror que reflejaba su rostro me impresionó aún más que su escualidez postoperatoria.

—Observa esto —dijo, como si se dirigiera a un alumno en una clase de lectura—. Fíjate en lo que me sucede.

Abrió la bata. Sus dedos helados guiaron a los míos. Una nueva red de nódulos había aparecido en su axila derecha, y el bulto que tenía en el cuello sobresalía tanto que no era necesario palparlo.

Vi lágrimas en sus ojos: la desesperación demolía su cháchara retórica con la misma inexorabilidad con que un asesino desprende las manos de su víctima del alféizar de una ventana. Nada marchaba como estaba previsto, y la hipótesis de la mejoría, aunque sólo fuese temporal, era ficticia. Retornaba a mayo, cuando confirmó por primera vez la condena del «cáncer», y su valor volvió a fallar brevemente. Se desmoronó y sollozó, apretando mi mano, para luego apartarla y volverse de modo que sólo quedó a la vista nuestra antigua mascota, la nariz, que empezaba a resultar grotesca en comparación con el resto demacrado de su persona. Cuando se dio vuelta nuevamente, para indagar dónde estaba yo, leí en sus ojos los pensamientos horribles, la perspectiva más pavorosa. No me quedaba otra alternativa que abrazarle, repitiendo mis frases paliativas.

Esa misma tarde recuperó el ánimo, pero quedó como aturdido. Dijo que vivía una pesadilla. No podía creer que durara tanto sin una cura. La ley de probabilidades decía que en ese año de desgracias sucesivas tenía que producirse un golpe de buena suerte.

Al día siguiente se estabilizó en un punto intermedio entre el pesimismo extremo y la fantasía de que el mal desaparecería de alguna manera.

—La recuperación se parece a un horizonte que retrocede a medida que avanzo —comentó—. Has viajado más que yo, de manera que dame la respuesta: ¿debo apresurarme o remolonear?

 

Sabía que si no contestaba las llamadas de Bastardo lo único que conseguiría sería irritarlo y que seguiría insistiendo hasta que le atendiera. Aunque sus hombres no me hubieran seguido durante todo el día, no habría podido inventar una diligencia que explicara mi ausencia durante más que unas pocas horas. No tenía dónde esconderme de su acoso, pensé, mientras me encaminaba hacia una de las cabinas telefónicas de la residencia.

Cogí el auricular, imaginando la mueca complacida que formaría en el otro extremo de la línea. Para manifestar su satisfacción por haberme atrapado una vez más, jadeó en el micrófono antes de hablar.

—¿Cómo marchan las cosas de mi estudiante favorito?

La misma untuosidad del saludo estaba calculada para provocarme mediante una nueva demostración de que él controlaba mi tiempo. A veces preguntaba dónde había estado la noche anterior, y si le decía que había ido «al cine», él daba el nombre de la película, recomendándome «de paso» que fuera a verla algún día. O fingía sorpresa con un tono que dejaba en claro que él lo sabía muy bien y que lo que hacía era demostrarme por enésima vez que contaba con recursos para vigilar todos mis movimientos. Sin embargo, el aguijón de su propia repugnancia le estropeó el placer que podría haber experimentado al dictar la orden disfrazada de invitación. A pesar de todo, temía que le menospreciara, que me negara a obedecer. Estaba condenado a la perversión de ejecutar precisamente los actos que le hacían ser más aborrecible.

—Está perdiendo peso —ronroneaba frente al micrófono muy próximo a sus labios—. No hay nada que usted pueda hacer quedándose junto a su lecho. Yo le llevaré a un lugar a comer un bocado.

La misma generosidad hipócrita, la torpe superchería del interés por mi salud, mientras la idea de que se alimentaba opíparamente con los fondos de la KGB durante la enfermedad de Aliosha me hacía subir la bilis a la garganta. Por primera vez, hice un esfuerzo serio para resistirme. No me sentía muy bien, dije, con la convicción que infunde la veracidad.

Su tono se transformó. Cada vez que creía que yo subestimaba el poder que ejercía sobre mí, se trocaba instantáneamente de policía paternal en inquisidor cruel, ávido por golpear.

—No se haga la prima donna conmigo. Son las cinco y media. Esté allí a las siete en punto.

El «lugar» adonde íbamos a «comer un bocado» —siempre empleaba las mismas frases retorcidamente ambiguas— era el Aragvi. Aún quedaba una vaga probabilidad de remisión. En dos oportunidades anteriores me había vuelto a llamar en el último momento, para cancelar la cita, destacando así que era una persona importante, un agente convocado a realizar una tarea más urgente, con lo cual también subrayaba su naturaleza misteriosa. Pensaba que al ocultarme todo lo que concernía a su vida aumentaba su prestigio, y cuando le preguntaba si había visitado alguna vez Leningrado reforzaba su superchería con una sonrisa significativa. O invertía los términos de la conversación, exigiendo que yo le hablara de mis viajes. Todas mis indagaciones personales —cuáles eran sus gustos en materia de balnearios del Mar Negro, qué diario prefería— eran tentativas insidiosas de desenmascarar su identidad, y si bien a veces me parecía prudente formularle precisamente esas preguntas para matar el tiempo y halagar su vanidad, corría asimismo el riesgo de que las interpretara seriamente como pruebas de que había sido entrenado por la CIA.

Sabía, empero, que trabajaba en la Lubianka, no sólo por sus insinuaciones —este detalle lo convertía en un personaje tan importante y amenazador que justificaba una trasgresión a su estricta reserva— sino también porque una tarde había visto allí su coche negro, cuyo número de matrícula yo recordaba. Sabía igualmente que no se llamaba Evgueni Ivanovich Rastuzov, como me había dicho. Un día, con la esperanza de poder cancelar la cita, le llamé al número de urgencia que me había dado para las horas de oficina. La demora de tres minutos que se produjo en el otro extremo, hasta que reconocieron su seudónimo, y los susurros incompetentes con una mano apoyada sobre el micrófono, habrían bastado para convencer a un detective adolescente de la televisión de que se trataba de un nombre falso.