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Inferí que debía trabajar en el lugar lógico, o sea en el departamento de la Lubianka que se ocupaba de los residentes norteamericanos. Ocasionalmente demostraba conocer un dato concreto acerca de los Estados Unidos —la capital de un estado, la duración del mandato de los senadores— que probablemente le habían enseñado durante un curso de preparación elemental para agentes novatos. Y estaba tan orgulloso de esta erudición que rompía con ella su propio silencio, hasta el punto de enunciar en inglés las expresiones «crime rate» (tasa de criminalidad) y «drop out» (persona que abandona voluntariamente lo que está haciendo; por ejemplo, los estudios). Pero el resentimiento por mi dominio más fluido del ruso le quitaba las ganas de exhibir su endeble pericia lingüística.

Esperé hasta el último momento que desistiera, y luego corrí cuesta arriba desde la estación del metro, abriéndome paso entre la multitud que se agolpaba en la calle Gorki durante las horas de la tarde. Siempre estaba de peor talante cuando me retrasaba. Al mezclarme con la cola formada frente a la entrada, gocé de mis últimos segundos de frío hasta que me vio a través del cristal de la puerta y, con una sonrisa viperina, le hizo una seña al portero para que me dejara entrar.

Su saludo destiló un tono exultante de sorpresa, como si no me hubiera conminado por teléfono. Cuando me ayudó, con sus cortos brazos, a quitarme el abrigo, se desplazó como pensaba que debía hacerlo un procer... y afectadamente, además, porque su falso gesto de anfitrión era lo que él interpretaba como una ironía encaminada a recordarme quién era, en verdad, el que mandaba. Con tanta prisa, había olvidado quitarme el cinto con hebilla de bronce, que él miró con disgusto. Lo que más había odiado, antes de que aprendiera a vestirme discretamente, habían sido mis ropas de colores chillones. Se congestionaba al ver mi camisa rosada, que le humillaba a él y contaminaba a Moscú. Mil vejestorios reaccionarios sentados en los cafés vieneses no podrían haber aborrecido más que él a otros tantos hippies.

Bastardo vestía su traje de noche, más oscuro que el de trabajo pero con el mismo corte rectilíneo. Sin embargo, la corbata ceñida bajo el cuello blanco de nylon era la que mejor los identificaba a él y a lo que representaba. Se aferraba a la angosta tira de tela negra por temor a que sus jefes lo vieran con una prenda occidental llamativa. Era su insignia de lealtad al marxismo- leninismo y al sistema soviético que le oprimía: la tiranía que le había convertido en lo que era, también le impedía transformarse en el sagaz detective que anhelaba ser. La indumentaria comprada en GUM simboliza a los pequeños gángsters que ejecutan los trabajos sucios de la dictadura y que sin embargo no pueden obtener el botín que ambicionan: las corbatas de Broadway.

—¿Qué le parece si tomamos un refrigerio?

¡Y la verruga de su mejilla! ¡La facha de camarero que incluso le impedía fantasear acerca de sí mismo como habría querido! Marchó por el pasillo hacia nuestra sala, con los puños crispados por la aversión a su aspecto físico y por el deseo de desahogarse con los demás. Le disgustaba caminar delante de mí porque desde esa perspectiva yo podía ver su coronilla calva, pero tampoco podía dejarme pasar delante porque él siempre tenía que marcar el rumbo. Me imaginé escabulléndome y ocultándome, pero no muy lejos, para poder disfrutar de su expresión al volverse y descubrir que no le seguía nadie.

La habitación, con paneles de nogal, tenía espacio para dos o tres comensales. Bastardo se sentía mejor cuando la puerta estaba cerrada y podía asumir su papel sin la interferencia de extraños que le apartarían a codazos hasta que él mostrara la credencial insertada en su cartera. Señaló mi silla habitual. La mesa había sido cargada por anticipado con las botellas y los entremeses de costumbre, pero aún no habían servido el plato principal porque él se complacía en elegir por mí.

—Hoy le veo de humor para algo arriesgado. ¿Shashlik al estilo del Cáucaso, tal vez? —Casi siempre elegía shaashlik—. Se me ocurre una idea, pediremos dos raciones. No todos los días podemos salir a divertimos junios.

El camarero me miró, preguntándose si ya había abierto los ojos o si todavía era el pelele que se dejaba conducir al matadero. Como siempre, Bastardo seleccionó el mejor tinto de Georgia. Era mucho más aficionado al vodka que al vino, pero aparentemente su mayor satisfacción consistía en comer de gorra vituallas tan costosas, más que en saborear los platos y las bebidas de su preferencia. Una cena en el Aragvi podía ser muchas cosas, pero era, sobre todo, la máxima expresión de la buena vida moscovita, y Bastardo tenía un aire exultante al pensar en eso, hincando el tenedor en el repollo rojo, pringándose los dedos con la salsa que acompañaba al pollo frío. Había pedido comida suficiente para tres —con los habituales «vodkitas» de medio litro— pero limpiaba metódicamente los platos. La tercera parte de su botella desapareció en diez minutos, y la gratificación de un festín en una noche helada le había puesto radiante.

—¿A qué se debe esta falta de respeto por los manjares?

Este salami es particularmente recomendado. Deme su plato.

Dije que me encontraba indispuesto, procurando repetir las palabras que había pronunciado en el teléfono. A veces las excusas le fastidiaban, pero ésta la dejó pasar, limitándose a reiterar la sentencia presuntamente campesina acerca de los poderes curativos del «amadísimo líquido blanco».

La treta consistía en beber sorbos simbólicos de vodka, derramando cantidades iguales en mi servilleta. Bastardo tenía mal olfato. Probablemente no intentaba emborracharme —al fin y al cabo le habría resultado más fácil deslizar una droga en mi vaso— sino simplemente que compartiera sus excesos, como testimonio de lealtad. En algún rincón de su ser, sabía que el espectáculo de verle masticar me provocaba náuseas, aun cuando yo luchaba por mi honor y mi estómago tratando de no comer... Mi otra estratagema consistía en hablar con entusiasmo de cualquier tema que sirviera para demorar sus hostigamiento-;, Del clima... pero no del invierno local, porque eso le habría dado pie. para su sermón sobre mi afecto por el pueblo ruso y mis deberes para con él. De lo que había hecho desde nuestro último encuentro... pero omitiendo toda referencia al hospital para evitar sus preguntas hipócritas sobre el estado de Aliosha. Algún ítem neutral de las noticias.

Terminó la última ración de entremeses y bebió más vodka. Faltaban otras dos horas —le gustaba irse a las diez— y por el momento nada desagradable: la suerte estaba de mi parte. Dejó que el camarero sirviese el shashlik y se declaró conforme con su preparación.

Entonces cometí mi primer error. El hecho de que Bastardo pronunciara la «j» como «gúe», y sus «oes» rústicas, eran signos inconfundibles de que se había criado en el campo: otro detalle del que se avergonzaba. Esto fue lo que no supe comprender cuando, para seguir manteniéndole a distancia, le pregunté de qué parte del país provenía. Me fulminó con la mirada por mi insolencia, y se puso en guardia, como un borracho pendenciero con los puños levantados.

—¿Y qué le hace pensar que no me crié en Moscú?

Respondí que no había supuesto nada semejante. Sencillamente había sido una figura retórica. Aún exasperado por la difamación tácita contra su categoría social, recordó por qué estábamos allí y me reprochó la deuda que había contraído con el pueblo soviético —a través de él— en razón de la indulgencia que había demostrado con Aliosha y conmigo.