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Para gratificar su egotismo, fingí que me contrariaba el hecho de no haber conocido los orígenes de esa magistral operación secreta; y para que se sintiera aún más listo, simulé prosternarme ante su mente sagaz y sus vinculaciones con el Kremlin. Consumido por la curiosidad acerca de todo lo que Bastardo no podía revelar, yo no lograba entender cabalmente sus insinuaciones acerca de la responsabilidad que un «verdadero amigo» tenía para con Rusia... Al volver a emplear esas defensas rutinarias, escuché un eco del comentario irónico de Aliosha, quien había dicho que la nación aguzaba su ingenio cuando «simulaba ser más tonta que nuestros sabuesos».

La modorra que le produjeron la comida y la bebida disolvieron su barniz de perspicacia para controlar la conversación. Perdida la paciencia, le gritó al camarero y acercó su cara hasta pocos centímetros de la mía, por encima de la mesa. Ahora cada minuto se eternizaba como un discurso en el Presidium. Tenía que convencerle de que estaba haciendo progresos conmigo, y de que acabaría por vencer mi estolidez y me conduciría a donde él deseaba. Eso sólo podría lograrlo sí; eludiendo el tema político, hablaba de mí mismo, poniendo énfasis en mis dudas interiores para demostrarle hasta qué punto era cándidamente honesto, cuánto confiaba en él. Pensé en Rikki-tikki-tavi, el animalito imaginado por Kipling, e intenté recordar si era la mangosta o la cobra la que tenía ojos hipnóticos como los de Bastardo.

El bullicio de la tumultuosa juerga que se desarrollaba en el salón principal apenas nos llegaba a través de la puerta. Los rusos celebraban con su habitual desenfreno, los georgianos entonaban sus cantos tribales, y los turistas occidentales se enamoraban de la informalidad de unos y otros, como en otra época me había enamorado yo. Sudaba y miré a hurtadillas el reloj dé Bastardo. Incluso profané mis sentimientos respecto de Aliosha al hablar de ellos para consumir otro cuarto de hora. La táctica fue eficaz en cuanto que Bastardo quedó satisfecho con los dividendos de la velada, pero sólo a expensas de la humillación que yo experimentaba al revelarle más intimidades y al suministrarle más elementos que podría usar contra mí la próxima vez. Disimula, oculta, finge olvidar...»

Pidió su tarta favorita. Lo peor había pasado: siempre concluía con un toque frívolo, con el que presuntamente debería armonizar la próxima invitación. Mi respuesta a su frustrado chiste sobre la necesidad de que me cortara el pelo le dejó satisfecho. Lo que me hizo reír, en realidad, fue el recordar que en las primeras entrevistas le había llamado «doctor».

Durante nuestra marcha por el corredor pasamos frente a las puertas cerradas de seis o siete reservados como el nuestro. Bastardo suspiró. Ya de buen humor, me ayudó a ponerme el abrigo y dio una propina generosa al encargado del guardarropa, para recompensar su reverencia. Fuera, el chófer, que nos esperaba desdé haría tres horas, se apresuró a abrir ambas portezuelas para que subiéramos, pero Bastardo nunca insistía en su oferta de llevarme a casa. Me sentía agradecido por esa pequeña muestra de compasión.

Se quitó un guante y me estrechó la mano con una ostentación de intimidad.

—¿Qué planes tiene para mañana? ¿Oh, sí? Que se divierta. Le hemos abierto las puertas de este país para demostrarle nuestra confianza. Pero recuerde que su objetivó es sentar la cabeza.

Caminé hasta el apartamento. El Moscú nocturno, espectral bajo la luz amarilla de los faroles oscilantes, era cruel y reconfortante a un tiempo porque daba la certeza de que «no se puede hacer nada al respecto». Pensé que Aliosha y Bastardo me urgían a quedarme. Aliosha, que aún ahora se sentía gratificado por mí pelo tras un champú, y Bastardó, que me odiaba por lo mismo. Maxi me miró mientras yo lijaba los armarios de la cocina.

 

Los médicos dictaminaron que debería someterse inmediatamente a otra operación y a una tercera serie en la bomba de cobalto. Aliosha lo aceptó con indiferencia. El aserto «para evitar una nueva metástasis» hizo que torciera la cabeza, como si ésta quisiese desprenderse del cuerpo.

En la víspera de la segunda operación, me pidió que le ayudara a bañarse. Llegué temprano y lo llevé hasta el cuarto de baño en una silla de ruedas. Cuando se desvistió, tuve mi primer contacto visual con el horror que acompañaba a su tragedia. Las incisiones de la primera operación aún no habían cicatrizado. Cuando le quitaron los puntos fue necesario abrirlas de nuevo para drenar los líquidos linfáticos que se habían acumulado allí. El efecto de la radiación sobre el tejido circundante impedía que las heridas se cerraran.

Había temido este momento desde que le vi por primera vez vendado como una momia. Y los tajos me parecieron en verdad espantosos, pero sólo momentáneamente, hasta que bajé la vista hasta la mayor abominación que presentaba su ingle. Desde ambos lados me miraban sendas cavidades de ocho centímetros, como un chiste aberrante acerca del ojo verde de la gangrena. En el fondo de los orificios había carne viva, cubierta por cuajarones de pus.

Me erguí. Un olor que me resultaba difícil creer que emanara de un cuerpo vivo me corroía las fosas nasales.

—Lo lamento, viejo —se disculpó—. Está realmente podrido.

Pero lo peor era aquello en que se había convertido todo su cuerpo. Un cuerpo disecado, atormentado, agobiado por el peso de la cabeza. Mi pena se tradujo en la palabra rusa gorie, con sus connotaciones de fragilidad humana y dolor infinito.

Lavé lo que pude y compartí con él la sopa del mediodía. Recordamos el día en que él sacó a relucir dos pares de patines y nos deslizamos velozmente a lo largo de toda la calle Gorki, esquivando peatones y atónitos policías de tránsito.

—Nunca quise crecer —dijo—. ¿Para convertirme en qué? Je ne regret te rien... Pero tú te apañarás mejor.

 

—De modo que somos la vanguardia del proletariado y al mismo tiempo defendemos los intereses de la civilización universal. Representamos a las masas trabajadoras y el futuro de la humanidad,

 

Los hombres de verdad desean ponerse al servicio de esta causa.

Había iniciado la perorata a primera hora de esa misma noche. Quizá sus jefes le habían ordenado quemar etapas. Me habría gustado poder recordar los rostros de los comensales que habían asistido a las cenas colectivas: seguramente Bastardo no planeaba nada por su propia iniciativa. Pero ésa era una distracción. Faltaban ciento cuarenta minutos, y yo tenía que imaginar algo para confesarle, algo que fuera bochornoso y que al mismo tiempo él no pudiera explotar, cuidando de no cometer deslices que contradijeran mis verdades a medias de la velada anterior.

 

La segunda operación causó menos daños relativos porque Aliosha estaba demasiado débil para sufrir una consunción drástica. No hizo sino agravar el estado de un hombre ya grave, lo cual resultaba menos trágico y más agotador.

La esperanza fue proporcionalmente más breve, porque al cabo de dos semanas aparecieron nuevas lesiones en sus muslos. Los médicos conjeturaron que posiblemente el mismo vigor excepcional que mantenía vivo al paciente alimentaba la difusión increíblemente rápida de la enfermedad. El cáncer de Aliosha estaba calcado de su propia imagen. Probablemente ello no produciría grandes modificaciones en la expectativa de vida, porque las dos fuerzas tenderían a anularse recíprocamente, pero determinaba que la batalla y el dolor fueran descomunales. A pesar de todo, las enfermeras casi nunca le oían lanzar un gemido.

Lo que le estimulaba no era sólo la fortaleza por la fortaleza misma, sino el deseo de salvaguardar algo valioso para el tiempo que le quedaba. Dejó de hablar de los dos o tres años, y depositó todas sus esperanzas en la posibilidad de disfrutar juntos de una última primavera. Entretanto, quería leer... en primer término Pabellón de cancerosos. Le llevé un ejemplar de la edición de bolsillo, ideal para introducirla en el país sin que la descubrieran los vistas de aduanas. A primera hora de la mañana siguiente ya había dejado atrás las primeras tres cuartas partes del grueso volumen. Comprendí que debía de haber leído durante casi toda la noche. Tenía la novela proscrita a la vista, con una foto de victoriosas chimeneas humeantes sobre el forro que había confeccionado con papel de diario para evitar preguntas. Dos brazos flacos sostenían el libro de ciento veinte gramos como si fuera un diccionario: ése era Aliosha en su propio pabellón de cancerosos, devorando la historia de los pacientes que enfrentaban la muerte próxima en otro lugar análogo. Permanecí en el umbral, complacido de que la letra pequeña y el dolor no turbaran su concentración.